viernes, 27 de diciembre de 2013

LA IGLESIA Y EL ESTADO

Por: Juan Vázquez de Mella
 Confundir lo diferente y separar lo idéntico es sublevarse contra la realidad, que es la verdad objetiva, y sintetizar en uno todos los sofismas. Afirmar como uno lo que es vario y como vario lo que uno, son los dos métodos que usa la razón cuando sale del orden arrastrada por el error o la locura. Que se confundan, se separen o se inviertan las ideas o las instituciones que fuera de nosotros no están confundidas ni separadas, ni invertidas, no alterará la naturaleza del sofisma especulativo o práctico. 
 Y uno de los más grandes porque desciende de lo ideal a lo real, es el que falsea las relaciones entre las sociedades al romper las que deben existir entre las dos primeras, entre la religiosa y la política: el cesarismo. 
 ¿Cuál es su naturaleza? El cesarismo es en su esencia la teoría o institución pagana que convierte las relaciones del poder religioso y político en relación de identidad, por la confusión de los dos en una misma soberanía. La confusión puede ser total o parcial, y dentro de ésta de diferentes grados; pero la confusión existe siempre, porque radica en la esencia del sistema. 
Desde el "Emperador-Sumo Sacerdote" del paganismo hasta el "Rey-Papa" protestante o el "Rey-Semi Pontífice" regalista o el Estado soberano de la relación con la Iglesia hay una jerarquía de grados que no altera la sustancia del sistema. Y como se refiere a los atributos religiosos que se suponen inherentes a la soberanía civil, tampoco cambia su naturaleza con el sujeto de ella sea individual o colectivo: César-Rey, César-Gobierno, o César-Parlamento. 
 El regalismo es una forma hipócrita de cesarismo, que puede presentarse de dos maneras: reivindicando las funciones religiosas, como regalía de la Corona, o como prerrogativa del Estado. Su objeto de destruir la unidad de la unidad de la Iglesia universal, repartiéndola en Iglesias nacionales. Y su esencia, como la del cesarismo, de que es manifestación atenuada, consiste en sostener que el poder no es solo civil, sino también eclesiástico o mixto, porque supone, cuando menos implícitamente, que tiene, por si, por su propia naturaleza, funciones y derechos religiosos. Es decir, la aberración pagana de la confusión de los dos poderes.
 El Estado, por sí, tiene, como toda persona humana, deberes religiosos, pero no tiene derechos religiosos nada más que para cumplir esos deberes. Si goza de otros derechos de esa índole, aunque siempre subalternos, es por concesión y merced circunstancial del poder religioso, que puede premiar con ellos los servicios que haya prestado con su sumisión a la verdad; pero si considera la cesión circunstancial como el reconocimiento de una prerrogativa propia y permanente, y si rechaza los deberes y quiere mantener los derechos, que son medios para cumplirlos, supone que les son inherentes, esto es, que su poder es mixto de civil y eclesiástico; y como lo sea en un punto, no hay razón de que lo sea en los demás, y el cesarismo pagano no tarda en brotar con un poco de lógica, probando así que es la esencia del sistema. 
La confusión cesarista sube desde el sujeto sobre que versan las dos potestades, el hombre, que es a la vez creyente y ciudadano, hasta la verdad suprema, ultrajada con la blasfemia del ateísmo. No hay más que ver las relaciones que establece abajo, para ver las relaciones con que termina arriba. ¿Cuáles son las relaciones entre el católico y el ciudadano? Las mismas que median entre la Iglesia y el Estado. ¿Y cuáles son las que deben existir entre la Iglesia y el Estado? Las mismas que entre la razón y la fe. ¿Y cuáles son las que median entre larazón y la fe? Las mismas que entre el orden natural y el sobrenatural. Las órbitas de aplicación varían, pero el principio es idéntico. 
 O el católico es absorbido por el ciudadano -o están separados e independientes el ciudadano y el católico-, o el ciudadano es absorbido por el católico -o el ciudadano está unido al católico, pero unido a él y distinto. 
 La primera fórmula supone estas otras de que es consecuencia: la Iglesia absorbida por el Estado; la fe absorbida por la razón; orden sobrenatural absorbido por el natural; es decir, ateísmo arriba y teocracia y cesarismo abajo. 
 La segunda fórmula supone éstas, que son sus antecedentes: separación religiosa y moral entre la Iglesia y el Estado; separación entre la razón y la fe; separación entre el orden natural y el sobrenatural. Pero como una fe y un orden sobrenatural, de los cuáles es independiente la razón, son contradictorios, la segunda fórmula se reduce a la primera, a la razón autónoma, al ateísmo, y la separación religiosa a la supremacía del Estado o al cesarismo.  La tercera fórmula, si fuera lógica, sería corolario de estas premisas: Estado absorbido 
por la Iglesia; razón absorbida por la fé; orden natural absorbido por el sobrenatural, y, como aplicación política, no la teocracia, que es gobierno de Dios, sino la hierocracia, es decir, un cesarismo a lo divino, pero cesarismo al fin, y no mejor que los otros. 
 La cuarta fórmula es la conclusión política de estas proposiciones anteriores: Estado distinto y en su órbita soberano, pero unido moral y religiosamente y subordinado a la Iglesia; razón diferente, pero unida y subordinada a la fe; orden natural diferente, pero unido y subordinado al orden sobrenatural. 
 La Iglesia católica ha mantenido siempre esta fórmula y ha rechazado las demás. A las dos primeras las ha condenado por impías, y a la tercera por absurda, porque es una exageración temeraria que sale del camino de la verdad y va a parar, por un sendero diferente, al abismo de donde salen las otras. Bonifacio VIII, en siglo XIV, en la bula Unan Sanctam, que pudiéramos llamar de las dos espadas; y León XIII, en el siglo XIX, en la encíclica Immortale Dei, que pudiéramos llamar de las dos sociedades, han hablado de igual manera de subordinación sin absorción. 
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 Sólo la Iglesia Católica separó las dos potestades haciéndolas residir en sujetos diferentes, pero no aislándolas ni poniéndolas al mismo nivel, lo que hubiera sido poner la religiosa por debajo de la política, al poner la política a la altura de la religiosa; sino concertándolas según la jerarquía de sus fines para que el superior tuviese sometido al inferior en todo lo que su cumplimiento exige, pero no en lo demás, porque no lo exige todo; que, si así fuera, sobraba el Estado y no habría relaciones entre él y la Iglesia, pues no quedaría más que un sólo término. 
 La potestad absoluta, directa y total sobre el Estado no la ha sostenido nunca la Iglesia, aunque, interpretando torcidamente frases de documentos medievales y exhumado las exageraciones de escritores de mediana categoría o alegatos sombríos y pesimistas de una época decadente como el De Plantu Ecclesiae, haya querido la mala fe sostener lo contrario, y precisamente para traspasar esa potestad absoluta del Estado a fin de que la ejerciese directa y total sobre la Iglesia. 
 La potestad indirecta y parcial, la que defendieron los grandes doctores y apologistas y demostraron nuestros teólogos y juristas como Vitoria y Soto, es el principio mantenido siempre por la Iglesia. Y aunque la verdad, con la certeza a que tiene derecho, puede reclamar lo que nadie más que ella puede exigir, en realidad la Iglesia funda esa potestad en un principio universal de orden, el que expresa la gran ley de finalidad, sin la cual la jerarquía sería sustituida por el caos. 
 La relación que existe entre todas las sociedades, y no sólo entre la religiosa y la civil, se fija por la jerarquía de sus fines. De aquí este trilema inexorable cuando se trata de las que median entre la Iglesia y el Estado: o los fines de la Iglesia y el Estado son iguales, y no hay en los órdenes a que se refieren dependencia ninguna; o el fin del Estado, con ser temporal, es superior al ser de la Iglesia; o el de la Iglesia es superior al del Estado.
 La afirmación de los primeros supuestos es la negación de la Iglesia, porque es la negación de su fin, y por lo tanto, de su origen y de la parte esencial de su naturaleza. El Estado no tiene sobre su soberanía, ni frente a su soberanía, un poder que afirme un orden religioso, moral y jurídico inmutables, que sea norma y frontera de su albedrío. 
 Las sociedades que no tienen la constitución de la Iglesia, ni su universalidad, ni han penetrado como ella la historia desde hace dos mil años, no pueden reclamar una autonomía que a ella se le niegue. 
 El Estado no tendrá límites arriba ni muralla abajo; y cuando quiera fijarlos, habrá de apelar a la irrisoria autolimitación de los puristas del monismo, de los partidarios de la soberanía única; es decir, el Estado, que no es abstracción, sino poder que se concreta en órganos que son personas, debe limitarse a sí mismo, aunque nadie pueda exigirle el cumplimiento de ese deber que no está fuera de su potestad. Así todas las sociedades y clases no tendrán más garantías de sus derechos que la que se digne trazar la voluntad generosa del tirano, que deja atrás todos los conocidos, puesto que se declara impersonal, y hace de los tiranizados parte de su soberanía para que no puedan protestar contra ella y se quejen de sí mismos. 
 El tercer extremo de la disyuntiva es la afirmación de la Iglesia y de la libertad. La potestad civil no es absoluta. La Iglesia, al afirmarse a si misma con la jerarquía de sus principios y de sus derechos, madre fecunda de personas colectivas, defiende a todas las inferiores, que sucumben si ella, que es la más grande de todas, sufre detrimento en sus prerrogativas. 
 Por eso toda opresión contra la familia, contra el municipio, contra la región, contra la escuela y la universidad, y contra las clases, es decir, contra todos los órganos de soberanía social, empieza siempre contra la Iglesia. 
 Cautiva la Iglesia, las sociedades que ella creó o alimentó, arrastraron cadenas de servidumbre. Esta es la razón de que, fuera de la Iglesia, y en la medida en que los poderes se separan de ella, exista el absolutismo cesarista. 
 Cesarismo bizantino, que emancipa el patriarca del Pontífice para hacerlo un capellán del Imperio de Oriente. 
 Cesarismo feudal de la Casa de Franconia, que quiere reducir a la Iglesia a un vasallo de su alodio. Cesarismo gibelino de la Casa de Suavia, que quiere convertir al Papa en Patriarca de Occidente reservándose el patronato. Cesarismo protestante de los Reyes-Papas. Cesarismo regalista de los Reyes-Primados de las Iglesias nacionales. Autocracia moscovita con Patriarca subalterno primero y ante sínodo sometido después, y, finalmente, el cesarismo parlamentario, monárquico o poliárquico, de la estadolatría contemporánea, en que Pilatos se pone la mitra y Herodes la tiara, después de haber puesto constitucionalmente los dos el INRI en la Cruz de la Iglesia. 
 Donde los poderes están confundidos, habita la tiranía, donde están separados, la guerra; donde están subordinados, la libertad. 
 Las imágenes, tan corrientes en los siglos cristianos, comparando las dos potestades del Sol y la Luna, al Cielo y a la Tierra, a dos ojos, a dos espadas, a una escuadra con su nave capitana, revelan bien la diferencia sin separación y la jerarquía sin absorción, de entrambos poderes. La unión de la Iglesia y el Estado, comparada con el alma y el cuerpo, que usaron ya algunos Santos Padres, ha sido muy explicada por los sabios escolásticos, observando que la Iglesia es forma sobrenatural por su origen, naturaleza y fin, que comunica al Estado, ya sea considerado como sociedad, o como poder soberano, una vida superior, determinándole y dándole el ser cristiano; porque tomar al pie de la letra la comparación sería negar a la Iglesia al convertirla en forma exclusivamente natural, y aniquilar al Estado al hacerle parte de un compuesto sustancial de las dos sociedades, al que habría que referir, como a un sólo sujeto, acciones de órdenes diferentes, por aquello de que actiones sunt suppositorum. 
 La célebre frase de un publicista francés: "es preciso que los dos poderes estén unidos en Roma para que estén separados en el resto del mundo" es una gran verdad. Pero allí los dos poderes están unidos sin confusión, permaneciendo diferentes y subordinados, como que el temporal no es más que un medio para la libertad espiritual, porque hasta ahora no se ha conocido otro medio de ser independientes los soberanos que tener soberanía. 
 ¿Cuál es el ideal de las relaciones prácticas de la Iglesia y el Estado? 
 Aquel a que tendía afanosamente las sociedades cristianas; la "la unión moral y la separación económica". ¿Cuales son hoy? Las contrarias, aún en los pueblos donde la Iglesia no está perseguida materialmente: la separación moral y la dependencia administrativa y económica. 
 Una sociedad que no se administra completamente a si misma y que no goza de independencia económica, no es libre. El "presupuesto" y el "patronato" son dos ligaduras que atan a la Iglesia y a un Estado que no es suyo y que, con frecuencia, es su pretorio.Es preciso que la Iglesia, capitalizando el presupuesto que se le da como menguada indemnización por un inmenso despojo, y completándolo con una cuestación permanente de los fieles, recobre su independencia económica, y que el patronato otorgado por los Pontífices como un galardón a los mantenedores de ella, no exista, como no existe en los Estados en donde más prospera la 
Iglesia. 

 (El Pensamiento Español, 1 de octubre de 1919) 

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