No
cabe duda que la mayoría de los españoles han oído hablar del Cerro de
los Ángeles (Getafe), y ello por dos motivos: por constituir el centro
geográfico de la Península Ibérica y por estar coronado por el monumento
más conocido de los dedicados al Sagrado Corazón de Jesús, inaugurado
en 1919 por Alfonso (XII) con ocasión de la consagración de España al
Sagrado Corazón.
Además
los que tenga conocimientos históricos, o simplemente hayan visitado
alguna vez el bello Cerro, serán capaces de referirnos como en realidad
hay dos monumentos dedicados al Sagrado Corazón, el antiguo inaugurado
en 1919, y el actual inaugurado el 25 de junio de 1965. El motivo de
esta duplicidad no es otro que el odio fides, la persecución religiosa
desatada en España en 1936 que no sólo acabo con la vida de miles de
católicos, sino que trato de exterminar cualquier manifestación católica
en la vida ordinaria, en la historia y en la cultura.
Así el monumento al Sagrado Corazón se convirtió en todo un símbolo de la barbarie roja que quiso ver en la destrucción del monumento la destrucción de una España Católica a la que no se le reconocía el derecho a vivir; sin embargo la destrucción del monumento el 7 de agosto de 1936 no fue más que un acicate para que cientos de católicos defendieran aún con más fuerza su fe, y la ocasión para que algunos lograran ganar la palma del martirio.
Sin
embargo más olvidada está la historia de los cinco mártires que
murieron por querer proteger el Cerro del terror rojo. Así mientras
desde el cerro se contemplaba la quema de numerosas iglesias en la
capital de España cinco héroes tomaron el propósito de velar el cerro
hasta lo que ellos creían inminente llegada de las tropas nacionales,
sus nombres eran Pedro Justo Dorado Dellmans, de 31 años, nacido el 13
de mayo de 1904 miembro activo de la Acción Católica, entusiasta de la
J.O.C. y miembro fervoroso y constante de la Adoración Nocturna
Española; Fidel Barrios Muñoz, de 21 años, nacido el día 26 de abril de
1915 en Revilla de Santillán (Palencia), trasladándose en 1927 a Madrid
donde acude asiduamente al círculo de estudios de la J.O.C de los que
nos quedan varias crónicas escritas por él para el periódico “Siglo
Futuro” y que firmaba con el seudónimo de “El Albañil”, pues este era su
oficio. Perteneció a la Juventud Católica, al Círculo Tradicionalista, a
la Adoración Nocturna, a la Juventud de la Medalla Milagrosa y a la
Compañía de Obreros de San José en el Cerro de los Ángeles cuyo fichero
lo llevó el mismo día 18 a su casa para esconderlo; Elías Requejo
Sorondo, el más joven de los mártires del Cerro de los Ángeles y de
profesión ebanista, nació en Irún el 21 de febrero de 1917, trasladada
con su familia a Madrid donde perteneció a la Asociación de Antiguos
Alumnos de Santa Susana y a la Acción Católica de Ventas, al morir era
adorador nocturno y requeté; Blas Ciarreta Ibarrondo, de 40 años, casado
con Ángela Pardo de la que tuvo cinco hijos, con la que se había
desplazado a Madrid, procedente de Santurce (Vizcaya), de cuya Guardia
Municipal había sido jefe Natural de Santurce, vio la luz el día 3 de
noviembre de 1897. En su juventud trabajó en las minas de Ontón
(Santander), en cuyo círculo católico adquirió la reciedumbre espiritual
que caracterizó su vida; Vicente de Pablo García, carpintero de 19
años, nacido en Vicálvaro (Madrid) el día 5 de febrero de 1915, educado
por religiosas en el colegio de Santa Susana en Ventas, primero, y por
los Hermanos de la Doctrina Cristiana, después, en la escuela adquirió
su espíritu la rectitud en el obrar que siempre le distinguió.
Pertenecía a la Juventud de la Milagrosa en su Basílica y era el
tesorero de la Juventud de Acción Católica de Ventas.
Como el lector habrá podido ver dos de los cinco héroes eran de pertenencia carlista, pues Fidel Barrios perteneció al Círculo Tradicionalista y colaboró en numerosas ocasiones en el periódico carlista Siglo Futuro. Igualmente Elías Requejo se integró antes de la guerra en el requeté.
Para evitar ese olvido contemos la historio de estos cinco héroes, o mejor aún dejemos que Antonio Montero Moreno nos cuente la historia en su ya clásico texto (tomado de su libro Historia de la persecución religiosa en España 1936-1939, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1961):
“No ha podido pasar inadvertida en el inmenso conjunto de tanta muerte anónima la historia de cinco jóvenes madrileños ligada, en su último capítulo, al templo nacional del Cerro de los Ángeles. Eran congregantes de la Compañía de San José y del Sagrado Corazón, aneja al santuario. En la noche del 18 de julio de 1936 un turno de 30 adoradores asistía a la vigilia nocturna ante la sagrada custodia, expuesta solemnemente sobre el tabernáculo. Estaba tan cargada la atmósfera nacional, que toda oración, fuese individual o colectiva, llevaba hasta Dios las mismas preocupaciones.
En
los descansos de la adoración comentaban los congregantes todos los
rumores bélicos caídos aquella tarde sobre la capital. La experiencia
les decía que, en circunstancias parecidas, no habían faltado bandas de
desalmados que escalaran el Cerro para incendiar el convento y destruir
su monumento. Ello decidió a cinco de los presentes a montar guardia
permanente al pie de la estatua hasta tanto se dilucidara de algún modo
tan crítica situación. Reclamados los demás por sus atenciones
familiares, volvieron a Madrid en la mañana del domingo día 19.
Hasta el día 20 por la noche no llegaron al Cerro las primeras olas de la marea. Veíanse, sí, desde la cima, las trágicas hogueras de los templos y se escuchaban los disparos del cuartel de la Montaña y otros choques callejeros. Subió esa noche al Cerro de los Ángeles un coche de milicianos, que merodeó en torno al edificio sin detenerse ni hacer demostración alguna. Era, con toda evidencia, un primer ensayo de observación. Al día siguiente por la tarde se hacían presentes en el santuario los guardias de Asalto, con orden de evacuar el convento de carmelitas y las dependencias anejas, ocupadas por las Obreras de la Santísima Virgen del Pilar. No venían en son de guerra y entablaron diálogo con los cinco congregantes. Digamos ya sus nombres: eran Justo Dorado, Elías Requejo, Fidel Barrio, Vicente de Pablo y Blas Ciarreta.
Aquella noche transcurrió sin novedad bajo el recelo muto de los de Asalto y los congregantes. Al amanecer se celebraron dos misas con asistencia de estos últimos, y en el ánimo de todos se masticaba el desenlace. Muy pronto se percibió por la ladera el ascenso anárquico de grupos armados, compuestos por hombres y mujeres de Getafe dispuestos a la peor. Ciertamente, los guardias de Asalto supusieron un freno a los abusos, pues aunque la evacuación se efectuó, algunos de ellos acompañaron a las mujeres hasta el convento de ursulinas de Getafe, en tanto que otros números escoltaban hasta Madrid a los capellanes y a algunas mujeres de las Obreras del Pilar.
Justo Dorado y sus compañeros se hurtaron a la vista de los milicianos, convencidos de que hacerles frente hubiera supuesto, a más de una derrota cierta, un peligro evidente para la comunidad de religiosas. Cuando vieron partir a éstas en las circunstancias indicadas, se decidieron a abandonar su escondite, empresa muy arriesgada por seguir los parajes infestados de milicianos. Con gran habilidad se descolgaron por una de las ventanas del edificio a la derecha de la iglesia, y bordeando las tapias del convento, subieron sigilosamente hasta la ermita de Nuestra Señora de los Ángeles. De allí bajaron al pinar y se escaparon definitivamente por la vertiente oriental del Cerro.
Estamos
en la tarde del 22 de julio. Llaman a la puerta del cortijo de Las
Zorreras, en las inmediaciones de Getafe. Obtienen sin dificultad,
mediante pago de dinero, que los criados les den de comer y acepten
tenerlos allí hasta la llegada, que ellos creen inmediata, de las tropas
nacionales. Pero ni estas tropas llegaron ni se cumplieron sus
esperanzas de pasar allí la tormenta. No se sabe cómo , corrió por la
comarca la noticia alarmante y confusa de que “unos frailes disfrazados”
rondaban por la vecindad. Parece seguro que desayunaron el día 23 en
una taberna de Perales del Río y que alguien que los vio santiguarse
sobre los alimentos pasó aviso a los milicianos de La Marañosa, y desde
allá se desplazó un grupo armado, dirigiendo sus pasos hasta Las
Zorreras. La detención, la parodia de juicio (escasos minutos) y la
descarga mortífera fueron tres planos sucesivos de una secuencia
rapidísima. Sobre la era y frente a la fachada del cortijo de Las
Zorreras cayeron exánimes los cinco.”
El “Informe de la Parroquia de Perales del Río” no da algunos datos más sobre el martirio, pues según el mismo murieron dando vivas a Cristo Rey a la vez que arrojaban sangre por la boca, lo que contribuyó a incitar más a los verdugos, que fueron al pueblo como energúmenos, y entonces sacaron del templo todas las imágenes, ornamentos, etc. y lo quemaron una hora después, o sea, a las 10 de la mañana del 23 de julio de 1936. Según el citado informe, uno de ellos quedó muerto en cruz, y en manera alguna pudieron ponerle bien los brazos para meterle en la caja por lo que tuvieron que rompérselos.
No obstante estos cinco héroes no fueron las únicas víctimas inocentes relacionadas con el Cerro de los Ángeles, pues el sacerdote don Jose María Vega Pérez que había celebrado la misa en la última vigilia nocturna de oración, al igual que el congregante que le acompañó a Madrid, fueron posteriormente asesinados: el primero fue sacado de la cárcel de San Antón, en la que se había refugiado, creyéndose más seguro que en libertad, con destino a Paracuellos de Jarama el 27 de noviembre de 1936, y Fidel de Pablo (hermano de Vicente, uno de los cinco héroes muertos en el Cerro) era detenido el día 26 de Agosto por los milicianos del partido comunista, ingresando en la «checa» que había instalada en la calle de O’Donnell núm. 22, acusándole de sus ideales católicos y de ser un destacado Requeté. Desde esa «Checa» fue trasladado a la de la calle San Bernardo, donde permaneció hasta el día 8 de Septiembre, fecha en que fue sacado y fusilado en el kilómetro 7 de la Carretera de Valencia, término municipal de Vallecas.
Igualmente
son numerosos los testimonios de testigos directos de los
acontecimientos desarrollados en el Cerro de los Ángeles durante los
primeros momentos del Alzamiento Nacional. Así D. Julio Sierra Blanco,
uno de los miles de españoles que sufrió cautiverio en las cárceles
rojas durante nuestra guerra civil, escribió una breve confesión
recordando un dramático episodio de su paso por la cárcel de Ventas.
Aquel documento íntimo nos acerca en primera persona a la realidad de la
España roja:
“Día 27 de noviembre de 1936. Diez de la mañana. Madrid. Cárcel de Ventas sita en la calle del Marqués de Mondejar.
En el pabellón denominado sótano tercero derecha de la cárcel citada anteriormente, nos encontramos 73 presos, hombres de toda condición social... militares, catedráticos, funcionarios públicos, médicos, soldados, campesinos, obreros, estudiantes, etc. Entre los 73 hombres se encuentra el que suscribe estas breves líneas, Julio Sierra Blanco, un chaval de 17 años recién cumplidos. Tenía éste chaval cierta experiencia en hacer quiebros a la muerte. El primero en el entierro de D. José Calvo Sotelo, cuatro meses antes; el segundo en el Cerro de los Ángeles en cuya cripta reposan los cinco mártires fusilados el día 23 de julio de 1936 (Justo, Fidel, Blas, Vicente y Elías).
Cuando tomaron la determinación de quedarse en el Cerro para prestar una relativa defensa a las monjas que residían en el Monasterio, yo di un paso al frente con los cinco, pero Dios no me admitió, y con cierto descontento, me vi obligado a regresar a Madrid. Esto ocurrió el segundo domingo del mes de julio de 1936 realizando ejercicios espirituales, como todos los segundos domingos de cada mes. Dios no me consideró con los suficientes méritos para tanta gloria.
Volvamos
a la cárcel de Ventas el día 27 de noviembre de 1936, día de la
festividad de la Medalla Milagrosa. Sobre las 10 de la mañana entraron
en el departamento un grupo de milicianos rojos. No voy a descubrir su
aspecto de bestias salvajes, ávidas de sangre, lo dejo a la
consideración de los que tengan la curiosidad de leer estas líneas. Con
el mayor disimulo y cautela, salí del departamento porque presentí que
aquellos milicianos no venían a obsequiarnos con unas flores. Me fui a
visitar a unos de tantos compañeros de la juventud de la Milagrosa que
estaban en otras dependencias de la cárcel, entre ellos el Rector de la
Basílica de la Milagrosa, de Madrid, y varios frailes y hermanos del
convento de García de Paredes a los que conocía y con los que me unía
mucha amistad.
Al regresar a mi dormitorio, sobre las doce de la mañana y una vez comprobado que se habían marchado aquellos milicianos, comprobé que mis compañeros estaban preocupados, aunque eso sí, absolutamente serenos. Los habían formado, invitándoles a salir en libertad si se comprometían a enrolarse en una unidad militar para defender la República en el frente. No hubo paso al frente. Eran 72 hombres con honor. Después de los insultos y amenazas que cabe suponer les ordenaron que en grupos de 15 fueran a un determinado despacho cercano a la dirección del establecimiento a declarar. Cumplieron la orden y se celebró el juicio sumarísimo más increíble que se puede imaginar. La mesa del despacho en el centro, estaba ocupada por tres hombres. Entra el preso. Las preguntas fueron, por lo general, las siguientes. ¿Nombre?, edad, profesión, estado civil, eres católico, falangista, requeté, de la CEDA, vas a misa los domingos, crees en Dios y alguna otra más por el estilo. Duración, tres minutos. Naturalmente sin testigos sin fiscal, sin pruebas, absolutamente nada de lo que exige la norma elemental del derecho.
Pasados los tres minutos, un cuchicheo entre los tres “jueces” y en la relación que tenían a su alcance, al lado del nombre y apellidos del preso, una “equis”. El significado de esta equis es una condena a muerte aquél día. Así de sencillo, así de trágico y así de glorioso. Puedes retirarte. Que pase otro.
Hubo treinta y ocho “equis”, es decir treinta y ocho condenas a muerte aquél día. El procedimiento se repitió varios días más con otros compañeros de los departamentos contiguos hasta que Melchor Rodríguez, recién nombrado Director General de Prisiones, cortó los fusilamientos. Como antes he dicho, regresé a mi departamento cuando ya se habían marchado aquellas gentes. No comprobaron que en el colectivo de la unidad penitenciaria faltaba uno; era yo.
La sentencia se cumplió en la madrugada siguiente, la del 28 de noviembre en Paracuellos de Jarama. Cuando sobre las tres de la madrugada nos formaron en la sala y leyeron la lista de los 38 que habían sido condenados a la última pena, la serena aceptación del momento, la fe en Dios y la hombría de bien, fueron las notas características de la situación. Nos abrazamos. La despedida más usual fue la palabra eternamente viva de ADIÓS. En el fondo de nuestras almas, en las de ellos y en las nuestras quedó visiblemente marcada otra palabra de despedida HASTA EL CIELO.
En
un rincón de la sala dormíamos en tres petates colocados en línea nueve
muchachos; la mayoría de los otros eran soldados de Campamento. Los
ocho que me acompañaban por las noches volaron al cielo; a mí me tocó la
peor parte, la de quedarme en este valle de lágrimas. Dios lo dispuso
así, bendito sea.
Han pasado más de cincuenta años de aquél holocausto. Todos los primeros domingos de cada mes voy a oír la Santa Misa por ellos al cementerio de Paracuellos de Jarama en un acto organizado por la Hermandad de Familiares. Se tiene la certeza de que murieron en aquel lugar durante los meses de octubre y noviembre de 1936 alrededor de diez mil españoles. No llega al centenar de personas las que acudimos todos los meses a este encuentro con nuestros mártires. Que Dios reparta mucho perdón por tanto olvido”.
Así el monumento al Sagrado Corazón se convirtió en todo un símbolo de la barbarie roja que quiso ver en la destrucción del monumento la destrucción de una España Católica a la que no se le reconocía el derecho a vivir; sin embargo la destrucción del monumento el 7 de agosto de 1936 no fue más que un acicate para que cientos de católicos defendieran aún con más fuerza su fe, y la ocasión para que algunos lograran ganar la palma del martirio.
Como el lector habrá podido ver dos de los cinco héroes eran de pertenencia carlista, pues Fidel Barrios perteneció al Círculo Tradicionalista y colaboró en numerosas ocasiones en el periódico carlista Siglo Futuro. Igualmente Elías Requejo se integró antes de la guerra en el requeté.
Para evitar ese olvido contemos la historio de estos cinco héroes, o mejor aún dejemos que Antonio Montero Moreno nos cuente la historia en su ya clásico texto (tomado de su libro Historia de la persecución religiosa en España 1936-1939, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1961):
“No ha podido pasar inadvertida en el inmenso conjunto de tanta muerte anónima la historia de cinco jóvenes madrileños ligada, en su último capítulo, al templo nacional del Cerro de los Ángeles. Eran congregantes de la Compañía de San José y del Sagrado Corazón, aneja al santuario. En la noche del 18 de julio de 1936 un turno de 30 adoradores asistía a la vigilia nocturna ante la sagrada custodia, expuesta solemnemente sobre el tabernáculo. Estaba tan cargada la atmósfera nacional, que toda oración, fuese individual o colectiva, llevaba hasta Dios las mismas preocupaciones.
Hasta el día 20 por la noche no llegaron al Cerro las primeras olas de la marea. Veíanse, sí, desde la cima, las trágicas hogueras de los templos y se escuchaban los disparos del cuartel de la Montaña y otros choques callejeros. Subió esa noche al Cerro de los Ángeles un coche de milicianos, que merodeó en torno al edificio sin detenerse ni hacer demostración alguna. Era, con toda evidencia, un primer ensayo de observación. Al día siguiente por la tarde se hacían presentes en el santuario los guardias de Asalto, con orden de evacuar el convento de carmelitas y las dependencias anejas, ocupadas por las Obreras de la Santísima Virgen del Pilar. No venían en son de guerra y entablaron diálogo con los cinco congregantes. Digamos ya sus nombres: eran Justo Dorado, Elías Requejo, Fidel Barrio, Vicente de Pablo y Blas Ciarreta.
Aquella noche transcurrió sin novedad bajo el recelo muto de los de Asalto y los congregantes. Al amanecer se celebraron dos misas con asistencia de estos últimos, y en el ánimo de todos se masticaba el desenlace. Muy pronto se percibió por la ladera el ascenso anárquico de grupos armados, compuestos por hombres y mujeres de Getafe dispuestos a la peor. Ciertamente, los guardias de Asalto supusieron un freno a los abusos, pues aunque la evacuación se efectuó, algunos de ellos acompañaron a las mujeres hasta el convento de ursulinas de Getafe, en tanto que otros números escoltaban hasta Madrid a los capellanes y a algunas mujeres de las Obreras del Pilar.
Justo Dorado y sus compañeros se hurtaron a la vista de los milicianos, convencidos de que hacerles frente hubiera supuesto, a más de una derrota cierta, un peligro evidente para la comunidad de religiosas. Cuando vieron partir a éstas en las circunstancias indicadas, se decidieron a abandonar su escondite, empresa muy arriesgada por seguir los parajes infestados de milicianos. Con gran habilidad se descolgaron por una de las ventanas del edificio a la derecha de la iglesia, y bordeando las tapias del convento, subieron sigilosamente hasta la ermita de Nuestra Señora de los Ángeles. De allí bajaron al pinar y se escaparon definitivamente por la vertiente oriental del Cerro.
El “Informe de la Parroquia de Perales del Río” no da algunos datos más sobre el martirio, pues según el mismo murieron dando vivas a Cristo Rey a la vez que arrojaban sangre por la boca, lo que contribuyó a incitar más a los verdugos, que fueron al pueblo como energúmenos, y entonces sacaron del templo todas las imágenes, ornamentos, etc. y lo quemaron una hora después, o sea, a las 10 de la mañana del 23 de julio de 1936. Según el citado informe, uno de ellos quedó muerto en cruz, y en manera alguna pudieron ponerle bien los brazos para meterle en la caja por lo que tuvieron que rompérselos.
No obstante estos cinco héroes no fueron las únicas víctimas inocentes relacionadas con el Cerro de los Ángeles, pues el sacerdote don Jose María Vega Pérez que había celebrado la misa en la última vigilia nocturna de oración, al igual que el congregante que le acompañó a Madrid, fueron posteriormente asesinados: el primero fue sacado de la cárcel de San Antón, en la que se había refugiado, creyéndose más seguro que en libertad, con destino a Paracuellos de Jarama el 27 de noviembre de 1936, y Fidel de Pablo (hermano de Vicente, uno de los cinco héroes muertos en el Cerro) era detenido el día 26 de Agosto por los milicianos del partido comunista, ingresando en la «checa» que había instalada en la calle de O’Donnell núm. 22, acusándole de sus ideales católicos y de ser un destacado Requeté. Desde esa «Checa» fue trasladado a la de la calle San Bernardo, donde permaneció hasta el día 8 de Septiembre, fecha en que fue sacado y fusilado en el kilómetro 7 de la Carretera de Valencia, término municipal de Vallecas.
“Día 27 de noviembre de 1936. Diez de la mañana. Madrid. Cárcel de Ventas sita en la calle del Marqués de Mondejar.
En el pabellón denominado sótano tercero derecha de la cárcel citada anteriormente, nos encontramos 73 presos, hombres de toda condición social... militares, catedráticos, funcionarios públicos, médicos, soldados, campesinos, obreros, estudiantes, etc. Entre los 73 hombres se encuentra el que suscribe estas breves líneas, Julio Sierra Blanco, un chaval de 17 años recién cumplidos. Tenía éste chaval cierta experiencia en hacer quiebros a la muerte. El primero en el entierro de D. José Calvo Sotelo, cuatro meses antes; el segundo en el Cerro de los Ángeles en cuya cripta reposan los cinco mártires fusilados el día 23 de julio de 1936 (Justo, Fidel, Blas, Vicente y Elías).
Cuando tomaron la determinación de quedarse en el Cerro para prestar una relativa defensa a las monjas que residían en el Monasterio, yo di un paso al frente con los cinco, pero Dios no me admitió, y con cierto descontento, me vi obligado a regresar a Madrid. Esto ocurrió el segundo domingo del mes de julio de 1936 realizando ejercicios espirituales, como todos los segundos domingos de cada mes. Dios no me consideró con los suficientes méritos para tanta gloria.
Al regresar a mi dormitorio, sobre las doce de la mañana y una vez comprobado que se habían marchado aquellos milicianos, comprobé que mis compañeros estaban preocupados, aunque eso sí, absolutamente serenos. Los habían formado, invitándoles a salir en libertad si se comprometían a enrolarse en una unidad militar para defender la República en el frente. No hubo paso al frente. Eran 72 hombres con honor. Después de los insultos y amenazas que cabe suponer les ordenaron que en grupos de 15 fueran a un determinado despacho cercano a la dirección del establecimiento a declarar. Cumplieron la orden y se celebró el juicio sumarísimo más increíble que se puede imaginar. La mesa del despacho en el centro, estaba ocupada por tres hombres. Entra el preso. Las preguntas fueron, por lo general, las siguientes. ¿Nombre?, edad, profesión, estado civil, eres católico, falangista, requeté, de la CEDA, vas a misa los domingos, crees en Dios y alguna otra más por el estilo. Duración, tres minutos. Naturalmente sin testigos sin fiscal, sin pruebas, absolutamente nada de lo que exige la norma elemental del derecho.
Pasados los tres minutos, un cuchicheo entre los tres “jueces” y en la relación que tenían a su alcance, al lado del nombre y apellidos del preso, una “equis”. El significado de esta equis es una condena a muerte aquél día. Así de sencillo, así de trágico y así de glorioso. Puedes retirarte. Que pase otro.
Hubo treinta y ocho “equis”, es decir treinta y ocho condenas a muerte aquél día. El procedimiento se repitió varios días más con otros compañeros de los departamentos contiguos hasta que Melchor Rodríguez, recién nombrado Director General de Prisiones, cortó los fusilamientos. Como antes he dicho, regresé a mi departamento cuando ya se habían marchado aquellas gentes. No comprobaron que en el colectivo de la unidad penitenciaria faltaba uno; era yo.
La sentencia se cumplió en la madrugada siguiente, la del 28 de noviembre en Paracuellos de Jarama. Cuando sobre las tres de la madrugada nos formaron en la sala y leyeron la lista de los 38 que habían sido condenados a la última pena, la serena aceptación del momento, la fe en Dios y la hombría de bien, fueron las notas características de la situación. Nos abrazamos. La despedida más usual fue la palabra eternamente viva de ADIÓS. En el fondo de nuestras almas, en las de ellos y en las nuestras quedó visiblemente marcada otra palabra de despedida HASTA EL CIELO.
Han pasado más de cincuenta años de aquél holocausto. Todos los primeros domingos de cada mes voy a oír la Santa Misa por ellos al cementerio de Paracuellos de Jarama en un acto organizado por la Hermandad de Familiares. Se tiene la certeza de que murieron en aquel lugar durante los meses de octubre y noviembre de 1936 alrededor de diez mil españoles. No llega al centenar de personas las que acudimos todos los meses a este encuentro con nuestros mártires. Que Dios reparta mucho perdón por tanto olvido”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario