jueves, 22 de noviembre de 2012

ACTO EN EL CERRO DE LOS ANGELES


No cabe duda que la mayoría de los españoles han oído hablar del Cerro de los Ángeles (Getafe), y ello por dos motivos: por constituir el centro geográfico de la Península Ibérica y por estar coronado por el monumento más conocido de los dedicados al Sagrado Corazón de Jesús, inaugurado en 1919 por Alfonso (XII) con ocasión de la consagración de España al Sagrado Corazón.

La vinculación del Carlismo con el Sagrado Corazón


Detente, bala, detente
Que apague esta cruz tu ira,
Que no llegues a mi sangre

Que la virgen que me ampara
Para llevarte mi vida;
No quiere la muerte fría
Que sale de los fusiles
Para entrar en las heridas.
Detente, bala, detente,
Que rezo todos los días
Para que no vengas nunca
A dormir en mi guarida,
Para que pases de largo
Y que nunca seas mía,
Para que vuelvas intacta
A ese fusil que te tira.
Yo sé que existe una bala
Con mi nombre en las estrías
Y el fusil que la dispara
Me está viendo en su mirilla,
Por eso llevo el detente,
Para que pase, que siga
Volando al campo que guarda
Todas las balas perdidas.
(Poesía de D. Franciso Díaz Ansón de su libro “El árbol de los galgos”)

El carlismo siempre confió en el Sagrado Corazón.
Además los que tenga conocimientos históricos, o simplemente hayan visitado alguna vez el bello Cerro, serán capaces de referirnos como en realidad hay dos monumentos dedicados al Sagrado Corazón, el antiguo inaugurado en 1919, y el actual inaugurado el 25 de junio de 1965. El motivo de esta duplicidad no es otro que el odio fides, la persecución religiosa desatada en España en 1936 que no sólo acabo con la vida de miles de católicos, sino que trato de exterminar cualquier manifestación católica en la vida ordinaria, en la historia y en la cultura.
Así el monumento al Sagrado Corazón se convirtió en todo un símbolo de la barbarie roja que quiso ver en la destrucción del monumento la destrucción de una España Católica a la que no se le reconocía el derecho a vivir; sin embargo la destrucción del monumento el 7 de agosto de 1936 no fue más que un acicate para que cientos de católicos defendieran aún con más fuerza su fe, y la ocasión para que algunos lograran ganar la palma del martirio.

Los cinco mártires

Sin embargo más olvidada está la historia de los cinco mártires que murieron por querer proteger el Cerro del terror rojo. Así mientras desde el cerro se contemplaba la quema de numerosas iglesias en la capital de España cinco héroes tomaron el propósito de velar el cerro hasta lo que ellos creían inminente llegada de las tropas nacionales, sus nombres eran Pedro Justo Dorado Dellmans, de 31 años, nacido el 13 de mayo de 1904 miembro activo de la Acción Católica, entusiasta de la J.O.C. y miembro fervoroso y constante de la Adoración Nocturna Española; Fidel Barrios Muñoz, de 21 años, nacido el día 26 de abril de 1915 en Revilla de Santillán (Palencia), trasladándose en 1927 a Madrid donde acude asiduamente al círculo de estudios de la J.O.C de los que nos quedan varias crónicas  escritas por él para el periódico “Siglo Futuro” y que firmaba con el seudónimo de “El Albañil”, pues este era su oficio. Perteneció a la Juventud Católica, al Círculo Tradicionalista, a la Adoración Nocturna, a la Juventud de la Medalla Milagrosa y a la Compañía de Obreros de San José en el Cerro de los Ángeles cuyo fichero lo llevó el mismo día 18 a su casa para esconderlo; Elías Requejo Sorondo,  el más joven de los mártires del Cerro de los Ángeles y de profesión ebanista, nació en Irún el 21 de febrero de 1917, trasladada con su familia a Madrid donde perteneció a la Asociación de Antiguos Alumnos de Santa Susana y a la Acción Católica de Ventas, al morir era adorador nocturno y requeté; Blas Ciarreta Ibarrondo, de 40 años, casado con Ángela Pardo de la que tuvo cinco hijos, con la que se había desplazado a Madrid, procedente de Santurce (Vizcaya), de cuya Guardia Municipal había sido jefe Natural de Santurce, vio la luz el día 3 de noviembre de 1897. En su juventud trabajó en las minas de Ontón (Santander), en cuyo círculo católico adquirió la reciedumbre espiritual que caracterizó su vida; Vicente de Pablo García, carpintero de 19 años, nacido en Vicálvaro (Madrid) el día 5 de febrero de 1915, educado por religiosas en el colegio de Santa Susana en Ventas, primero, y por los Hermanos de la Doctrina Cristiana, después, en la escuela adquirió su espíritu la rectitud en el obrar que siempre le distinguió. Pertenecía a la Juventud de la Milagrosa en su Basílica y era el tesorero de la Juventud de Acción Católica de Ventas.
Como el lector habrá podido ver dos de los cinco héroes eran de pertenencia carlista, pues Fidel Barrios perteneció al Círculo Tradicionalista y colaboró en numerosas ocasiones en el periódico carlista Siglo Futuro. Igualmente Elías Requejo se integró antes de la guerra en el requeté.
Para evitar ese olvido contemos la historio de estos cinco héroes, o mejor aún dejemos que Antonio Montero Moreno nos cuente la historia en su ya clásico texto (tomado de su libro Historia de la persecución religiosa en España 1936-1939, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1961):
“No ha podido pasar inadvertida en el inmenso conjunto de tanta muerte anónima la historia de cinco jóvenes madrileños ligada, en su último capítulo, al templo nacional del Cerro de los Ángeles. Eran congregantes de la Compañía de San José y del Sagrado Corazón, aneja al santuario. En la noche del 18 de julio de 1936 un turno de 30 adoradores asistía a la vigilia nocturna ante la sagrada custodia, expuesta solemnemente sobre el tabernáculo. Estaba tan cargada la atmósfera nacional, que toda oración, fuese individual o colectiva, llevaba hasta Dios las mismas preocupaciones.

Lápida en el exterior del templo


En los descansos de la adoración comentaban los congregantes todos los rumores bélicos caídos aquella tarde sobre la capital. La experiencia les decía que, en circunstancias parecidas, no habían faltado bandas de desalmados que escalaran el Cerro para incendiar el convento y destruir su monumento. Ello decidió a cinco de los presentes a montar guardia permanente al pie de la estatua hasta tanto se dilucidara de algún modo tan crítica situación. Reclamados los demás por sus atenciones familiares, volvieron a Madrid en la mañana del domingo día 19.

Hasta el día 20 por la noche no llegaron al Cerro las primeras olas de la marea. Veíanse, sí, desde la cima, las trágicas hogueras de los templos y se escuchaban los disparos del cuartel de la Montaña y otros choques callejeros. Subió esa noche al Cerro de los Ángeles un coche de milicianos, que merodeó en torno al edificio sin detenerse ni hacer demostración alguna. Era, con toda evidencia, un primer ensayo de observación. Al día siguiente por la tarde se hacían presentes en el santuario los guardias de Asalto, con orden de evacuar el convento de carmelitas y las dependencias anejas, ocupadas por las Obreras de la Santísima Virgen del Pilar. No venían en son de guerra y entablaron diálogo con los cinco congregantes. Digamos ya sus nombres: eran Justo Dorado, Elías Requejo, Fidel Barrio, Vicente de Pablo y Blas Ciarreta.
Aquella noche transcurrió sin novedad bajo el recelo muto de los de Asalto y los congregantes. Al amanecer se celebraron dos misas con asistencia de estos últimos, y en el ánimo de todos se masticaba el desenlace. Muy pronto se percibió por la ladera el ascenso  anárquico de grupos armados, compuestos por hombres y mujeres de Getafe dispuestos a la peor. Ciertamente, los guardias de Asalto supusieron un freno a los abusos, pues aunque la evacuación se efectuó, algunos de ellos acompañaron a las mujeres hasta el convento de ursulinas de Getafe, en tanto que otros números escoltaban hasta Madrid a los capellanes y a algunas mujeres de las Obreras del Pilar.
Justo Dorado y sus compañeros se hurtaron a la vista de los milicianos, convencidos de que hacerles frente hubiera supuesto, a más de una derrota cierta, un peligro evidente para la comunidad de religiosas. Cuando vieron partir a éstas en las circunstancias indicadas, se decidieron a abandonar su escondite, empresa muy arriesgada por seguir los parajes infestados de milicianos. Con gran habilidad se descolgaron por una de las ventanas del edificio a la derecha de la iglesia, y bordeando las tapias del convento, subieron sigilosamente hasta la ermita de Nuestra Señora de los Ángeles. De allí bajaron al pinar y se escaparon definitivamente por la vertiente oriental del Cerro.

Enterramiento en el nuevo monumento


Estamos en la tarde del 22 de julio. Llaman a la puerta del cortijo de Las Zorreras, en las inmediaciones de Getafe. Obtienen sin dificultad, mediante pago de dinero, que los criados les den de comer y acepten tenerlos allí hasta la llegada, que ellos creen inmediata, de las tropas nacionales. Pero ni estas tropas llegaron ni se cumplieron sus esperanzas de pasar allí la tormenta. No se sabe cómo , corrió por la comarca la noticia alarmante y confusa de que “unos frailes disfrazados” rondaban por la vecindad. Parece seguro que desayunaron el día 23 en una taberna de Perales del Río y que alguien que los vio santiguarse sobre los alimentos pasó aviso a los milicianos de La Marañosa, y desde allá se desplazó un grupo armado, dirigiendo sus pasos hasta Las Zorreras. La detención, la parodia de juicio (escasos minutos) y la descarga mortífera fueron tres planos sucesivos de una secuencia rapidísima. Sobre la era y frente a la fachada del cortijo de Las Zorreras cayeron exánimes los cinco.”

El “Informe de la Parroquia de Perales del Río” no da algunos datos más sobre el martirio, pues según el mismo murieron dando vivas a Cristo Rey a la vez que arrojaban sangre por la boca, lo que contribuyó a incitar más a los verdugos, que fueron al pueblo como energúmenos, y entonces sacaron del templo todas las imágenes, ornamentos, etc. y lo quemaron una hora después, o sea, a las 10 de la mañana del 23 de julio de 1936. Según el citado informe, uno de ellos quedó muerto en cruz, y en manera alguna pudieron ponerle bien los brazos para meterle en la caja por lo que tuvieron que rompérselos.
No obstante estos cinco héroes no fueron las únicas víctimas inocentes relacionadas con el Cerro de los Ángeles, pues el  sacerdote don Jose María Vega Pérez que había celebrado la misa en la última vigilia nocturna de oración, al igual que el congregante que le acompañó a Madrid, fueron posteriormente asesinados: el primero fue sacado de la cárcel de San Antón, en la que se había refugiado, creyéndose más seguro que en libertad, con destino a Paracuellos de Jarama el 27 de noviembre de 1936, y Fidel de Pablo (hermano de Vicente, uno de los cinco héroes muertos en el Cerro) era detenido el día 26 de Agosto por los milicianos del partido comunista, ingresando en la «checa» que había instalada en la calle de O’Donnell núm. 22, acusándole de sus ideales católicos y de ser un destacado Requeté. Desde esa «Checa» fue trasladado a la de la calle San Bernardo, donde permaneció hasta el día 8 de Septiembre, fecha en que fue sacado y fusilado en el kilómetro 7 de la Carretera de Valencia, término municipal de Vallecas.

Placa en honor a Fidel Barrio


Igualmente son numerosos los testimonios de testigos directos de los acontecimientos desarrollados en el Cerro de los Ángeles durante los primeros momentos del Alzamiento Nacional. Así D. Julio Sierra Blanco, uno de los miles de españoles que sufrió cautiverio en las cárceles rojas durante nuestra guerra civil, escribió una breve confesión recordando un dramático episodio de su paso por la cárcel de Ventas. Aquel documento íntimo nos acerca en primera persona a la realidad de la España roja:
“Día 27 de noviembre de 1936. Diez de la mañana. Madrid. Cárcel de Ventas sita en la calle del Marqués de Mondejar.
En el pabellón denominado sótano tercero derecha de la cárcel citada anteriormente, nos encontramos 73 presos, hombres de toda condición social... militares, catedráticos, funcionarios públicos, médicos, soldados, campesinos, obreros, estudiantes, etc. Entre los 73 hombres se encuentra el que suscribe estas breves líneas, Julio Sierra Blanco, un chaval de 17 años recién cumplidos. Tenía éste chaval cierta experiencia en hacer quiebros a la muerte. El primero en el entierro de D. José Calvo Sotelo, cuatro meses antes; el segundo en el Cerro de los Ángeles en cuya cripta reposan los cinco mártires fusilados el día 23 de julio de 1936 (Justo, Fidel, Blas, Vicente y Elías).
Cuando tomaron la determinación de quedarse en el Cerro para prestar una relativa defensa a las monjas que residían en el Monasterio, yo di un paso al frente con los cinco, pero Dios no me admitió, y con cierto descontento, me vi obligado a regresar a Madrid. Esto ocurrió el segundo domingo del mes de julio de 1936 realizando ejercicios espirituales, como todos los segundos domingos de cada mes. Dios no me consideró con los suficientes méritos para tanta gloria.

El odio a la Fe

Intento fallido de derribar el monumento con cuerda y tractor. 

Volvamos a la cárcel de Ventas el día 27 de noviembre de 1936, día de la festividad de la Medalla Milagrosa. Sobre las 10 de la mañana entraron en el departamento un grupo de milicianos rojos. No voy a descubrir su aspecto de bestias salvajes, ávidas de sangre, lo dejo a la consideración de los que tengan la curiosidad de leer estas líneas. Con el mayor disimulo y cautela, salí del departamento porque presentí que aquellos milicianos no venían a obsequiarnos con unas flores. Me fui a visitar a unos de tantos compañeros de la juventud de la Milagrosa que estaban en otras dependencias de la cárcel, entre ellos el Rector de la Basílica de la Milagrosa, de Madrid, y varios frailes y hermanos del convento de García de Paredes a los que conocía y con los que me unía mucha amistad.

Al regresar a mi dormitorio, sobre las doce de la mañana y una vez comprobado que se habían marchado aquellos milicianos, comprobé que mis compañeros estaban preocupados, aunque eso sí, absolutamente serenos. Los habían formado, invitándoles a salir en libertad si se comprometían a enrolarse en una unidad militar para defender la República en el frente. No hubo paso al frente. Eran 72 hombres con honor. Después de los insultos y amenazas que cabe suponer les ordenaron que en grupos de 15 fueran a un determinado despacho cercano a la dirección del establecimiento a declarar. Cumplieron la orden y se celebró el juicio sumarísimo más increíble que se puede imaginar. La mesa del despacho en el centro, estaba ocupada por tres hombres. Entra el preso. Las preguntas fueron, por lo general, las siguientes. ¿Nombre?, edad, profesión, estado civil, eres católico, falangista, requeté, de la CEDA, vas a misa los domingos, crees en Dios y alguna otra más por el estilo. Duración, tres minutos. Naturalmente sin testigos sin fiscal, sin pruebas, absolutamente nada de lo que exige la norma elemental del derecho.
Pasados los tres minutos, un cuchicheo entre los tres “jueces” y en la relación que tenían a su alcance, al lado del nombre y apellidos del preso, una “equis”. El significado de esta equis es una condena a muerte aquél día. Así de sencillo, así de trágico y así de glorioso. Puedes retirarte. Que pase otro.
Hubo treinta y ocho “equis”, es decir treinta y ocho condenas a muerte aquél día. El procedimiento se repitió varios días más con otros compañeros de los departamentos contiguos hasta que Melchor Rodríguez, recién nombrado Director General de Prisiones, cortó los fusilamientos. Como antes he dicho, regresé a mi departamento cuando ya se habían marchado aquellas gentes. No comprobaron que en el colectivo de la unidad penitenciaria faltaba uno; era yo.
La sentencia se cumplió en la madrugada siguiente, la del 28 de noviembre en Paracuellos de Jarama. Cuando sobre las tres de la madrugada nos formaron en la sala y leyeron la lista de los 38 que habían sido condenados a la última pena, la serena aceptación del momento, la fe en Dios y la hombría de bien, fueron las notas características de la situación. Nos abrazamos. La despedida más usual fue la palabra eternamente viva de ADIÓS. En el fondo de nuestras almas, en las de ellos y en las nuestras quedó visiblemente marcada otra palabra de despedida HASTA EL CIELO.

Testimonio del pasado

Los restos del profanado monumento.

En un rincón de la sala dormíamos en tres petates colocados en línea nueve muchachos; la mayoría de los otros eran soldados de Campamento. Los ocho que me acompañaban por las noches volaron al cielo; a mí me tocó la peor parte, la de quedarme en este valle de lágrimas. Dios lo dispuso así, bendito sea.

Han pasado más de cincuenta años de aquél holocausto. Todos los primeros domingos de cada mes voy a oír la Santa Misa por ellos al cementerio de Paracuellos de Jarama en un acto organizado por la Hermandad de Familiares. Se tiene la certeza de que murieron en aquel lugar durante los meses de octubre y noviembre de 1936 alrededor de diez mil españoles. No llega al centenar de personas las que acudimos todos los meses a este encuentro con nuestros mártires. Que Dios reparta mucho perdón por tanto olvido”.

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