Hay épocas en las que la opinión pública
de una nación sólo se entusiasma con las opiniones extremas, las
afirmaciones o las negaciones estruendosas, las grandes polémicas, los
oradores de elocuencia altisonante, los hombres capaces de grandes
hechos.
Dice el adagio francés que: “Tout passe, tout casse, toute lasseet, tout se remplace“. Todo pasa, todo se quiebra, todo cansa, todo se reemplaza.
Este gusto de lo grandioso tiende fácilmente a la exageración. Del
heroísmo auténtico se pasa al melodrama, y como nadie puede vivir por
mucho tiempo en una atmósfera saturada de rayos y de centellas, poco a
poco las energías se van gastando, y una sorda nostalgia de la tranquila
vida cotidiana, con su despreocupación, con su amenidad, con los
placeres vegetativos que proporciona, va minando los corazones.
Los héroes y los heroísmos van pasando
de moda. Los espíritus, saturados y hartos de ideal, van dislocando sus
preferencias hacia otro polo, hacia las formas de virtud que aseguran la
tranquilidad de la vida.
Es la era de los moderados, es decir, de
los periodistas que pronostican la inminente solución de todos los
problemas, de los pensadores sonrientes que amortiguan con destreza las
polémicas encontrando “medios términos” hábiles entre las opiniones
extremas, de los artistas que presentan estilos y formas de belleza
adecuados a una vida mediana y risueña, etc.
Al cabo de cierto tiempo, los ánimos
están rehechos, las energías recuperadas. La vida cotidiana comienza a
hartar. El aire parece parado y denso en la modorra de la rutina diaria.
El apetito de lo grandioso resurge. Y el ciclo recomienza.
¿Cuánto tiempo duran estos ciclos? Es algo muy variable.
A veces en la vida de una misma
generación estos ciclos se suceden rápidamente. Otras veces, su lentitud
es tal que se arrastra lentamente a través de generaciones.
De cualquier forma, este fenómeno existe
y marca a fondo toda la vida política, social, cultural y económica. Si
Bizancio cayó, fue en gran parte porque los ánimos se encontraban en la
fase “moderada” y vegetativa mientras que los acontecimientos exigían
heroísmo.
La caída de Napoleón fue muy favorecida
porque los franceses estaban cansados del clima de grandeza un tanto
melodramática del Imperio, desde Ney hasta el último de los pequeños
burgueses. Si Alemania pudo invadir tan fácilmente a Francia en 1940,
fue en parte porque encontró delante de sí un pueblo embriagado de
espíritu pacifista y “moderado”, mientras que los nazis estaban en el
cenit de su fase “heroica”.
Las marcas de estos diversos estados de
espíritu son tan profundas en todos los campos, que incluso invaden
inesperadamente dominios como el de la moda y del humor.
En los períodos “heroicos” los tipos femeninos que logran más éxito son los imponentes, grandiosos, fatales, cleopátricos. En los períodos “moderados” la admiración recae más fácilmente sobre lo gracioso, lo leve, lo gentil.
En los períodos “heroicos”, el humor
tiene apetito de anécdotas o diseños que provoquen grandes carcajadas.
En los períodos “moderados” se desea un humor discreto, sobrio, que
simplemente haga sonreír.
Evidentemente, un hombre sujeto a las
grandes variaciones mentales de la opinión pública, que acabamos de
describir, sería un intemperante típico.
En efecto, mutaciones de estas existen
en el hombre virtuoso, pero de modo equilibrado. Hay momentos en que el
espíritu temperante está dispuesto a la acción, y otros al reposo;
momentos en que su alma aspira a las cúspides austeras y otros a los
valles risueños. Pero, porque es equilibrado, sabe que su vida fue hecha
para los horizontes sublimes y gravísimos que la Fe le revela; de la
alternativa entre las glorias regias del Cielo y la tragedia eterna del
infierno, poniendo en juego a cada instante la Sangre de Cristo. Sabe
que la vida tiene momentos de placer y horas de lucha, momentos de
reposo y momentos de trabajo, de dolor y de alegría, de intimidad y de
solemnidad.
El hombre equilibrado no ignora que
tener un alma saludable pide estas alternancias. Y por esto no querrá
pasar toda su vida sólo en uno de estos climas, en el “heroico” o en el
“moderado”.
Aún más, sus estados de espíritu no quedarán a merced de los vientos indecisos de su sensibilidad.
El hombre ponderado sabe portarse a la
altura de las circunstancias, no mostrando una grandilocuencia ridícula
en las ocasiones triviales, ni una trivialidad torpe en las grandes
situaciones.
Esto que se dice del hombre temperante,
también se dice de un pueblo temperante. Cuando un pueblo está en su
apogeo, no revela estos grandes desequilibrios de alma, estas hambres y
estos hastíos mentales inmoderados, parecidos con el hambre y el hastío
de los enfermos. Esto se puede decir, por ejemplo, de la Inglaterra
victoriana, igualmente espléndida en la grandeza del Imperio y en el
encanto de su vida privada.
Evidentemente no vivimos en un siglo de
equilibrio mental. Y si algún lector piensa lo contrario, estremézcase,
pues es algún desequilibrio de su alma que lo lleva a engañarse tan
completamente a respecto de un hecho evidente como la luz del sol.
El resultado es que tenemos de todo en
materia de intemperancia. Tenemos “heroicos” intemperantes, como
“moderados” intemperantes, y tenemos toda la gama intermedia pues el
teclado de la intemperancia tiene mil notas.
De estas intemperancias, la “moderada” parece sin embargo ser hoy, entre nosotros, la más generalizada.
En
buena parte por lo menos, esto es natural. Pues la II Guerra sació de
grandezas dramáticas y melodramáticas. En Occidente, la influencia que
se tornó preponderante fue la norteamericana. Esta trae consigo una
atmósfera de saciedad, optimismo, alegría conciliadora, del estilo
“joven simpático” y “niña buena”, de liberalismo profundo, de negación
implícita del pecado original, que estimula al máximo la intemperancia
“moderada”. Por lo demás, con buenos baños, buenos refrigeradores, buena
cocina, radio, televisión, automóvil, clínicas y ataúdes pintados,
decorados, adornados, en cementerios risueños, al son de músicas amenas,
¿por qué no sonreír siempre? ¿Y qué quiere el “moderado” sino estar
siempre sonriendo?
Es fácil ver cómo esta tendencia “moderada” se va tornando preponderante.
En los artículos de diarios, en los discursos, en las conferencias,
incluso en las conversaciones particulares, las opiniones que se afirman
con mayor seguridad, más énfasis, más eco, son siempre las
“equilibradas”, las “moderadas”, las del término medio. Todos los que
atacan una opinión procuran denunciarla como “extremada”. Y sus
defensores tratan de esquivar este rótulo como si de eso dependiera el
éxito de su causa.
En una palabra, un slogan de un origen más o menos invisible domina a Occidente: ¡moderación! ¡moderación!
Contrarios por principio a cualquier
desequilibrio, ocupémonos del más actual, es decir, de este intemperante
e inmoderado amor a la moderación.
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