Existe,
mundo adelante, una organización que se denomina a sí misma Comunión
Tradicionalista Carlista cuya obsesión por denostar, directa o
indirectamente, a la Comunión Tradicionalista es signo evidente de una
conciencia desapacible. Hasta ahora la Comunión Tradicionalista ha hecho
oídos sordos a las invectivas, contra ella y contra S.A.R. Don Sixto
Enrique de Borbón, que la logorrea internaútica del principal prócer de
la denominada CTC lanza a la Red día sí, día no. Sin embargo, hoy,
cuando esa organización se ha embarcado en un intento de unificar a los
que, de una manera u otra, se tienen por carlistas; hoy, cuando su
«Diputación General» trata «con el máximo interés la creciente presencia
de D. Carlos Javier de Borbón-Parma en España», ya no es el momento de
callar, sino de aclarar.
Nunca se le han dado bien al Carlismo
las colaboraciones con fuerzas ajenas. Nada sacó la Comunión en tiempos
de la Guerra de Cuba, aunque por patriotismo abandonó transitoriamente
su actividad parlamentaria de oposición al gobierno liberal. Mal le fue
su colaboración con el Alzamiento y su decisión de mantenerse en él a
pesar del Decreto de Unificación. Tampoco logró para sí misma bien
alguno de su colaboración activa con otros grupos para detener la
transición a la democracia, momento dramático en que no sólo se opuso al
nuevo régimen y a la legalización de los partidos de izquierdas y
separatistas, sino también a los que hasta poco tiempo antes formaban
parte del Carlismo. Pero los carlistas no se arrepienten de ninguna de
estas colaboraciones en tiempo de guerra o de cambios revolucionarios.
Fueron dictadas por la urgencia y la necesidad de defender a la Iglesia
y a la Patria, aunque para ello tuvieran que dejar de lado,
momentáneamente, partes importantes de sus principios. En los
inasequibles anales históricos de lo que hubiera sido está inscrita la
decisiva influencia de tanto sacrificio desinteresado.
Estas colaboraciones dictadas por
circunstancias bélicas y, por lo mismo, oportunas en extremo, distan
enormemente de los compromisos que el Carlismo ha querido hacer en
tiempos de paz. Nacidas de un imprudente deseo de alcanzar el poder, el
tiempo siempre ha demostrado su inoportunidad. Los intentos de
colaboración con Franco en la década de los sesenta, que provocaron
tanto desánimo entre los carlistas, fueron hechos a destiempo pues, si
tal componenda hubiera sido aceptable, cuando tuvo que hacerse fue al
producirse la Unificación, no con un franquismo en plena decadencia. Las
componendas con toda clase de izquierdas que emprendió Carlos Hugo, no
sólo fueron radicalmente destructivas, sino insensatamente
extemporáneas. Si a tal quería llegarse, la oportunidad se dio para el
Carlismo al elegir bando en el Alzamiento. El «carlismo» paleosocialista
a lo Tito, fue una traición a los principios y además fue ridículo
porque se sumó, tarde y mal, al renqueante bloque del Este.
Con su improvisado «Partido Carlista»,
Carlos Hugo quiso hacerse un sitio en la naciente democracia y sólo hizo
una labor destructiva. La llamada CTC, muy meritoriamente, denuncia
esta defección, pero desde su surgimiento está dominada por la misma
obsesión de que le concedan un lugar. Se conforman con un mínimo de
doctrina para buscar la asociación unas veces con cualquier grupo o
partido, sea demócratacristiano o fascista, que quiera mantener los
llamados «principios no negociables»; otras veces trata de aunar a un
carlismo historicista, sentimental y folklórico con la esperanza de
ampliar unas bases ligadas bajo una doctrina esmirriada y esquelética.
Nada más inoportuno en estos tiempos donde la democracia liberal y el
capitalismo, de consuno, hacen aguas por todas partes y donde lo que se
ha de procurar, primero, es la transmisión con toda seriedad de la
doctrina íntegra.
Su inspiración última, desde siempre, ha
sido una ideología vagamente carlista sometida a directrices eclesiales
propias de una parroquia conciliar. Buen número de sus miembros, estoy
seguro de ello, no han olvidado la Realeza de Cristo y mantienen para su
coleto la confesionalidad del Estado y la prohibición de la libertad de
cultos. Pero tanto en sus declaraciones como en sus acciones se
constriñen a la defensa de ese ámbito privado que es la religiosidad
personal y familiar. Como los curas en sus parroquias, parecen
dispuestos a acoger con benevolencia a casi todo el espectro político,
pero no a lo que ellos llaman integrismo. Ahí pierden toda compostura.
En un reciente escrito, uno de sus intelectuales ―opus mal ribeteado de
fraseología carlista― inserta, sin venir a cuento, como salida del alma,
la siguiente frase de tintes maritainianos: «el integrismo es una
parodia grotesca de la propuesta integral del carlismo. No se puede dar a
Dios lo que es propio del César como no puede darse al César lo que es
de Dios». A Dios, lo suyo, lo del César y el César mismo. Ahí se
convierte la Comunión Tradicionalista en objeto de sus iras y la definen
como brazo secular del «lefebvrismo» o falsedades similares. Porque la
Comunión, la verdadera, respeta y mucho a la Hermandad de San Pío X,
pero nada le debe, ni en la práctica, ni en la teoría política. Que el
Carlismo ha defendido cuanto ella defiende mucho antes de que fuera
conocida en España.
En suma, la ideología política
públicamente mantenida por la supuesta CTC es la de un neocarlismo
parroquial satisfecho con rechazar parcialmente el laicismo
gubernamental y con presentar como una elección respetable los
principios carlistas. Exactamente igual que los modernos eclesiásticos
se conforman con denunciar el aborto y las otras leyes contra la familia
o contra la «vida» (como ellos dicen) y con pedir que se consienta
«vivir» el catolicismo postconciliar como opción entre otras. Llámese a
esto neocarlismo parroquial, o como se quiera, esa CTC que defiende
principios irrenunciables (como si pudiera haberlos renunciables) e
intenta formar «ligas tradicionalistas» por medio de convivencias
familiares (como si en eso consistiera la acción política), no es más
que un trasunto democráticamente expurgado del Carlismo. Su carlismo
emasculado no sirve sino para tranquilizar conciencias débiles con
juegos florales y narraciones del pasado.
No hay más que ver lo que alegan para
reivindicar su derecho a llamarse Comunión Tradicionalista. Aunque
habría mucho que decir al respecto, admítase que ellos fueron haciéndose
con el poder de la Comunión a partir del año 1987 y que, además de
apoderarse de la inscripción que ésta tenía en el registro de partidos,
recurrieron a inscribir también aparte el nombre de Comunión
Tradicionalista. Sí, ellos «son» la CTC y la CT según la legalidad
vigente, es decir según las leyes de la democracia partitocrática. Ni se
les pasa por las mientes que la Comunión no es un partido, sino el
conjunto de españoles que mantienen todos los principios del
tradicionalismo y la legitimidad dinástica según las leyes de sucesión
española. Cualquier día nos denuncian al gobierno por usar el nombre de
Comunión. Cualquier día piden a Juan Carlos que les ayude a dirimir la
cuestión sucesoria.
Cuestión sucesoria en la que la postura
de la supuesta CTC alcanza el colmo del despropósito. Tras la defección
de Carlos Hugo, como tal reconocida por la sedicente Comunión y en tanto
que sus hijos no fueran mayores de edad, según las leyes sucesorias la
responsabilidad de la corona recayó, como regente, sobre S.A.R. Don
Sixto Enrique de Borbón, único varón restante, hijo del Rey Don Javier.
Responsabilidad aceptada sin que pueda achacársele declaración alguna
contra los principios de la tradición. ¡Ah! Pero a los próceres de ese
grupo no les gusta este regente. Será quizás porque a ese grupo no le
faltan ribetes de pacifismo (¡un carlismo pacifista!) y reprueban el
acto heroico de Montejurra, donde Don Sixto Enrique se jugó
personalmente su integridad física. Será porque Don Sixto, como los
auténticos monarcas, tiene su propio criterio y no ha adoptado la
política por ellos deseada. Sea por lo que sea, «no confían en él». Como
si el monarca hubiera de hacer campaña electoral; como si debiera
someterse a cuestiones de confianza. Yerre o acierte dentro de lo que a
su prudencia compete, el monarca lo es mientras no abandone los
principios o se extralimite convirtiéndose en tirano. En esto, los de
esa CTC confunden monarquía con democracia y rey con presidente del
gobierno. Y, cuando dicen que, en cierto modo, «andan buscando rey» y
creen que la corona puede quedar vacante, mientras no haya un rey que
les haga tilín, o cometen la misma confusión, o se dejan llevar de
alguna oscura concepción caudillista.
La última es que miran con ojos
esperanzados a Carlos Javier, hijo mayor de Carlos Hugo. Empezando por
Don Sixto Enrique, nadie niega a Carlos Javier la legitimidad de origen,
pues la defección de su padre no invalida la transmisión de los
derechos sucesorios. Pero no puede suceder a su padre, que dejó de ser
príncipe hace cuarenta años, sino al Rey Don Javier. Y podría sucederle
si recibe la corona de manos del regente, Don Sixto Enrique, caso de que
cumpla las demás condiciones de la legitimidad. Sin la figura de Don
Sixto, como regente, cualquier derecho sucesorio, a falta de legítimos
reclamantes, habría periclitado durante los últimos decenios. La Junta
de Gobierno de la supuesta CTC dice hacer votos «para que un día, cuando
Dios quiera, sea posible un rey tradicional». ¿Creen acaso que los
reyes surgen de manera milagrosa o por generación espontánea? Quien
desee saber quién es el rey deberá recorrer, sin hiatos, la transmisión
del poder monárquico según las leyes de sucesión. Si no compras un
boleto, por mucho que reces no te tocará la lotería. La absurda idea de
la orfandad dinástica, o de un tronovacantismo prolongado, sólo pone de
manifiesto que esa CTC no se toma en serio ni la monarquía ni, por
tanto, el carlismo.
De igual falta de seriedad han hecho
gala cuando han querido hallar en la declaración de Carlos Javier de
abril del 2011 «algunos aspectos positivos como: … su promesa de
fidelidad a las tradiciones y en primer lugar a la religiosa, como clave
de un esquema de recuperación de referentes morales». Porque lo que
Carlos Javier dice sobre las tradiciones es lo siguiente: «Como mi padre,
seré fiel a nuestras tradiciones», que no es evidentemente lo mismo. Y
lo que dice respecto de la religión no se refiere sólo a la católica,
sino que abarca cualquiera forma de religiosidad: «También nuestras
raíces de cultura cristiana y humanista, donde han dejado huella otras
espiritualidades, nos instan a luchar contra el terrible déficit ético …
etc.». Ver en esto algo positivo ya no es falta de seriedad, sino
aceptación de la tesis, primero kantiana y luego modernista, de la
prioridad de la ética sobre las religiones institucionalizadas (incluida
la católica) que son manifestaciones diversas de aquélla. Prefiero
echar a buena parte estos traspiés doctrinales y pensar que, pese a su
extrema gravedad, quizás hayan pasado inadvertidos a unos y otros. Eso
tiene el contacto excluyente con los nuevos curas.
En todo caso, ¿qué puede esperar el
Carlismo de un príncipe demócrata que dice: «Creo que desde nuestra
secular identidad, original, comprometida y con la legitimidad
democrática que nos otorga nuestra decidida participación en la
transición democrática y nuestra marcha hacia una España plural, podemos
ser actores históricos de un cambio … »? ¿Qué de quien el mismo día
jura (o algo así) los fueros navarros y pone flores en la tumba de
comunistas? ¿Qué de quien se permite otorgar la Orden de la Legitimidad
Proscrita por igual a un socialista, como Raúl Morodo, y a los ancianos
patriarcas del carlismo? ¿Qué de quien promete cumplir «con los deberes y
sacrificios que me impone el ser hoy el abanderado dinástico del
Carlismo», y ha empezado por contraer un matrimonio desigual que priva a su descendencia de derechos sucesorios?
Es posible que esa CTC y Carlos Javier de Borbón Parma lleguen a
entenderse. Una y otro quieren hacerse un sitio. Pero será una alianza
transitoria. Porque la llamada CTC quiere un puesto en el sistema
eclesial y político para su neocarlismo parroquial. Ya ha conseguido eco
en Infocatólica y, de seguro, espera resonar en Alfa y Omega. Sin embargo, me da en la nariz que todo eso le trae al pairo a Carlos Javier cuya aspiración probablemente se reduce a que el ¡Hola! le abone a su cuenta de famosos. Junto a la Duquesa de Alba.
José Miguel Gambra
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