martes, 19 de junio de 2012

Vehementer nos

9 diciembre, 2011

en Doctrina, Encíclica, San Pío XDocumento en pdf (con breve introducción explicatoria)
Tras la política legislativa masónica y anticlerical dada en Francia, iniciada en tiempos de León XIII, San Pío X publica esta encíclica, que supone una condena general de la separación entre la Iglesia y el Estado. Hoy en día, cuando los estados están separados de la Iglesia y tal cosa se presenta como un principio fundamental e indiscutible en las democracias, es especialmente conveniente recordar la doctrina católica: la separación de la Iglesia y el Estado es perniciosa, pues es contraria a lo querido por Dios y dañina para el propio Estado.

EPISTOLA ENCICLICA

Sanctissimi Domini Nostri Pii Papa X ad Archiepíscopos Epíscopos Clerum omnemque populum GallDe separatione Civitatis ab Ecclesia.

Venerabilibus Fratribus
Patriarchis Primatibus Archiepiscopis Episcopis
Aliisque locorum ordinariis
Pacem et communionem cum apostolica sede habentibus

I. La ley francesa
Apenas es necesario decir la honda preocupación y la dolorosa angustia que vuestra situación nos causa con la promul­gación de una ley que, al mismo tiempo que rompe violentamente las seculares relaciones del Estado francés con la Sede Apostólica, coloca a la Iglesia de Francia en una situación indigna y lamentable. Hecho gravísimo y que todos los buenos deben lamentar, por los daños que ha de traer tanto a la vida civil como a la vida religiosa. Sin embargo, no puede parecer inesperado a todo observador que haya seguido atentamente en estos últimos tiempos la conducta tan contraria a la Iglesia de los gobernantes de la República francesa. Para vosotros, venerables hermanos, no constituye ciertamente ni una novedad ni una sorpresa, pues habéis sido testigos de los nu­merosos ataques dirigidos a las instituciones cristianas por las auto­ridades públicas. Habéis presenciado la violación legislativa de la santidad y de la indisolubilidad del matrimonio cristiano; la secu­larización de los hospitales y de las escuelas; la separación de los clérigos de sus estudios y de la disciplina eclesiástica para someterlos al servicio militar; la dispersión y el despojo de las Órdenes y Congregaciones religiosas y la reducción consiguiente de sus individuos a los extremos de una total indigencia. Conocéis también otras disposiciones legales: la abolición de aquella antigua costumbre de orar públicamente en la apertura de los Tribunales y en el comienzo de las sesiones parlamentarias; la supresión de las tradicionales se­ñales de duelo en el día de Viernes Santo a bordo de los buques de guerra; la eliminación de todo cuanto prestaba al juramento judicial un carácter religioso, y la prohibición de todo lo que tuviese un significado religioso en los Tribunales, en las escuelas, en el ejército; en una palabra, en todas las instituciones públicas depen­dientes de la autoridad política. Estas medidas y otras parecidas, que poco a poco iban separando de hecho a la Iglesia del Estado, no eran sino jalones colocados intencionadamente en un camino que había de conducir a la más completa separación legal. Así lo han reconocido y confesado sus autores en diversas ocasiones. La Sede Apostólica ha hecho cuanto ha estado de su parte para evitar una calamidad tan grande. Porque, por una parte, no ha cesado de ad­vertir y de exponer a los Gobiernos de Francia la seria y repetida consideración del cúmulo de males que habría de producir su política de separación; por otra parte, ha multiplicado las pruebas ilus­tres de su singular amor e indulgencia por la nación francesa. La Santa Sede confiaba justificadamente que, en virtud del vínculo jurídico contraído y de la gratitud debida, los gobernantes de Fran­cia detuvieran la iniciada pendiente de su política y renunciaran, finalmente, a sus proyectos. Sin embargo, todas las atenciones, buenos oficios y esfuerzos realizados tanto por nuestro predecesor como por Nos han resultado completamente inútiles. Porque la violencia de los enemigos de la religión ha terminado por la fuerza la ejecución de los propósitos que de antiguo pretendían realizar contra los derechos de vuestra católica nación y contra los derechos de todos los hombres sensatos. En esta hora tan grave para la Iglesia, de acuerdo con la conciencia de nuestro deber, levantamos nuestra voz apostólica y abrimos nuestra alma a vosotros, venerables her­manos y queridos hijos; a todos os hemos amado siempre con par­ticular afecto, pero ahora os amamos con mayor ternura que antes.


II. La teoría de la separación entre la Iglesia y el Estado

Es falsa y engañosa

Que sea necesario separar al Estado de la Iglesia es una tesis absolutamente falsa y sumamente nociva. Porque, en primer lugar, al apoyarse en el principio fundamental de que el Estado no debe cuidar para nada de la religión, infiere una gran injuria a Dios, que es el único fundador y conservador tanto del hombre como de las sociedades humanas, ya que en materia de culto a Dios es necesario no solamente el culto privado, sino también el culto público. En segundo lugar, la tesis de que hablamos constituye una verdadera negación del orden sobrenatural, porque limita la acción del Estado a la prosperidad pública de esta vida mortal, que es, en efecto, la causa próxima de toda sociedad política, y se des­preocupa completamente de la razón última del ciudadano, que es la eterna bienaventuranza propuesta al hombre para cuando haya terminado la brevedad de esta vida, como si fuera cosa ajena por completo al Estado. Tesis completamente falsa, porque, así como el orden de la vida presente está todo él ordenado a la consecución de aquel sumo y absoluto bien, así también es verdad evidente que el Estado no sólo no debe ser obstáculo para esta consecución, sino que, además, debe necesariamente favorecerla todo lo posible. En tercer lugar, esta tesis niega el orden de la vida humana sabia­mente establecido por Dios, orden que exige una verdadera concor­dia entre las dos sociedades, la religiosa y la civil. Porque ambas sociedades, aunque cada una dentro de su esfera, ejercen su auto­ridad sobre las mismas personas, y de aquí proviene necesariamente la frecuente existencia de cuestiones entre ellas, cuyo conocimiento y resolución pertenece a la competencia de la Iglesia y del Estado. Ahora bien, si el Estado no vive de acuerdo con la Iglesia, fácil­mente surgirán de las materias referidas motivos de discusiones muy dañosas para entrambas potestades, y que perturbarán el juicio objetivo de la verdad, con grave daño y ansiedad de las almas. Finalmente, esta tesis inflige un daño gravísimo al propio Estado, porque éste no puede prosperar ni lograr estabilidad prolongada si desprecia la religión, que es la regla y la maestra suprema del hombre para conservar sagradamente los derechos y las obligaciones.

Ha sido condenada por los Romanos Pontífices

Por esto los Romanos Pontífices no han dejado jamás, según lo exigían las circunstancias y los tiempos, de rechazar y condenar las doctrinas que defendían la separación de la Iglesia y el Estado. Particularmente nuestro ilustre predecesor León XIII expuso repetida y brillantemente cuan grande debe ser, según los principios de la doctrina católica, la armónica relación entre las dos sociedades; entre éstas, dice, «es necesario que exista una ordenada re­lación unitiva, comparable, no sin razón, a la que se da en el hombre entre el alma y el cuerpo».6 Y añade además después: «Los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil. Error grande y de muy graves consecuencias es excluir a la Iglesia, obra del mismo Dios, de la vida social, de la legislación, de la educación de la juven­tud y de la familia».7

III. El caso particular de Francia

Ahora bien, si obra contra todo derecho divino y humano cualquier Estado cristiano que separa y aparta de sí a la Iglesia, ¡cuánto más lamentable es que haya procedido de esta manera Fran­cia, que es la que menos debía obrar así! ¡Francia, que en el trans­curso de muchos siglos ha sido siempre objeto de una grande y señalada predilección por parte de esta Sede Apostólica! ¡Francia, cuya prosperidad, cuya gloria y cuyo nombre han estado siempre unidos a la religión y a la civilización cristianas! Con harta razón pudo decir el mismo pontífice León XIII: «Recuerde Francia que su unión providencial con la Sede Apostólica es demasiado estrecha y dema­siado antigua para que pueda en alguna ocasión romperla. De esta unión, en efecto, procede su verdadera grandeza y su gloria más pura… Destruir esta unión tradicional seria lo mismo que arrebatar a la nación francesa una parte de su fuerza moral y de la alta in­fluencia que ejerce en el mundo».8







Resolución unilateral del Concordato

A lo cual se añade que estos vínculos de estrecha unión debían ser más sagrados aún por la fidelidad jurada en un solemne Concordato. El Concordato firmado por la Sede Apostólica y por la República francesa era, como todos los pactos del mismo género que los Estados suelen concertar entre sí, un contrato bilateral que obligaba a ambas partes. Por lo cual, tanto el Romano Pontífice como el jefe de Estado de la nación francesa se obligaron solem­nemente, en su nombre y en el de sus propios sucesores, a observar inviolablemente las cláusulas del pacto que firmaron. La consecuen­cia, por tanto, era que este Concordato había de regirse por el mismo derecho que rige todos los tratados internacionales, es decir, por el derecho de gentes, y que no podía anularse de ninguna manera unilateralmente por la voluntad exclusiva de una de las partes contratantes. La Santa Sede ha cumplido siempre con fidelidad escru­pulosa los compromisos que suscribió, y ha pedido siempre que el Estado mostrase en este punto la misma fidelidad. Es éste un hecho cierto que no puede negar ningún hombre prudente y de recto juicio. Pues bien, he aquí que la República francesa deroga por su. sola voluntad el solemne y legitimo pacto que había suscrito; y no tiene en consideración alguna, con tal de separarse de la Iglesia y librarse de su amistad, ni la injuria lanzada contra la Sede Apos­tólica, ni la violación del derecho de gentes, ni la grave perturbación para el mismo orden social y político que implica la violación de la fe jurada; porque, para el desenvolvimiento pacífico y seguro de las mutuas relaciones entre los pueblos, nada es tan importante a la sociedad humana como la observancia fiel e inviolable de las obligaciones contraídas en los tratados internacionales.







Violación del derecho internacional



Crece de un modo muy particular la magnitud de la ofen­sa inferida a la Sede Apostólica si se considera la forma con que el Estado ha llevado a cabo la resolución unilateral del Concordato. Porque es un principio admitido sin discusión en el derecho de gen­tes y universalmente observado en la moral y en el derecho positivo internacional que no es lícita la resolución de un tratado sin la noti­ficación previa, clara y regular por parte del Estado que quiere de­nunciarlo a la otra parte contratante. Pues bien: no sólo no se ha hecho a la Santa Sede en este asunto notificación alguna de este género, sino que ni siquiera le ha sido hecha la menor indicación. De esta manera, el Gobierno francés no ha vacilado en faltar contra la Sede Apostólica a las más elementales normas de cortesía que se suelen observar incluso con los Estados más pequeños y menos impor­tantes ; ni ha tenido reparo, siendo como era representante de una nación católica, en menospreciar la dignidad y la autoridad del Ro­mano Pontífice, jefe supremo de la Iglesia católica; autoridad que de­bían haber respetado los gobernantes de Francia con una reverencia superior a la que exige cualquier otra potencia política, por el simple hecho de estar aquella autoridad ordenada al bien eterno de las al­mas, sin quedar circunscrita por límites geográficos algunos.







La ley es intrínsecamente injusta

Pero, si examinamos ahora en sí misma la ley que acaba de ser promulgada, encontramos un nuevo y mucho más grave mo­tivo de queja. Porque, puesta la premisa de la separación entre la Iglesia y el Estado con la abrogación del Concordato, la consecuen­cia natural sería que el Estado la dejara en su entera independencia y le permitiera el disfrute pacífico de la, libertad concedida por el derecho común. Sin embargo, nada de esto se ha hecho, pues encon­tramos en esta ley multitud de disposiciones excepcionales que, odio­samente restrictivas, obligan a la Iglesia a quedar bajo la dominación del poder civil. Amarguísimo dolor nos ha causado ver al Estado invadir de este modo un terreno que pertenece exclusivamente a la esfera del poder eclesiástico; pero nuestro dolor ha sido mayor to­davía, porque, menospreciando la equidad y la justicia, el Estado coloca a la Iglesia de Francia en una situación dura, agobiante y totalmente contraria a los más sagrados derechos de la Iglesia.







Porque es contraria a la constitución de la Iglesia

Porque, en primer lugar, las disposiciones de la nueva ley son contrarias a la constitución que Jesucristo dio a su Iglesia. La Escritura enseña, y la tradición de los Padres lo confirma, que la Iglesia es el Cuerpo místico de Jesucristo, regido por pastores y doctores,9 es decir, una sociedad humana, en la cual existen autori­dades con pleno y perfecto poder para gobernar, enseñar y juzgar10 . Esta sociedad es, por tanto, en virtud de su misma naturaleza, una sociedad jerárquica; es decir, una sociedad compuesta de distintas categorías de personas: los pastores y el rebaño, esto es, los que ocupan un puesto en los diferentes grados de la jerarquía y la mul­titud de los fieles. Y estas categorías son de tal modo distintas unas de otras, que sólo en la categoría pastoral residen la autoridad y el derecho de mover y dirigir a los miembros hacia el fin propio de la sociedad; la obligación, en cambio, de la multitud no es otra que dejarse gobernar y obedecer dócilmente las directrices de sus pastores. San Cipriano, mártir, ha expuesto de modo admirable esta verdad: «Nuestro Señor, cuyos preceptos debemos reverenciar y cumplir, al establecer la dignidad episcopal y la manera de ser de su Iglesia, dijo a Pedro: “Ego dico tibi, quia tu es Petrus,” etc. Por lo cual, a través de las vicisitudes del tiempo y de las sucesiones, la economía del episcopado y la constitución de la Iglesia se des­arrollan de manera que la Iglesia descansa sobre los obispos, y toda la actividad de la Iglesia está por ellos gobernada». Y San Cipriano afirma que esto «se halla fundado en la ley divina».11 En contradic­ción con estos principios, la ley de la separación atribuye la ad­ministración y la tutela del culto público no a la jerarquía divina­mente establecida, sino a una determinada asociación civil, a la cual da forma y personalidad jurídica, y que es considerada en todo lo relacionado con el culto religioso como la única entidad dotada de los derechos civiles y de las correspondientes obligaciones. Por consiguiente, a esta asociación pertenecerá el uso de los templos y de los edificios sagrados y la propiedad de los bienes eclesiásticos, tanto muebles como inmuebles; esta asociación dispondrá, aunque temporalmente, de los palacios episcopales, de las casas rectorales y de los seminarios; finalmente, administrará los bienes, señalará las colectas y recibirá las limosnas y legados que se destinen al culto. De la jerarquía no se dice una sola palabra. Es cierto que la ley prescribe que estas asociaciones de culto han de constituirse conforme a las reglas propias de la organización general del culto, a cuyo ejercicio se ordenan; pero se advierte que todas las cues­tiones que puedan plantearse acerca de estas asociaciones son de la competencia exclusiva del Consejo de Estado. Es evidente, por tanto, que dichas asociaciones de culto estarán sometidas a la autoridad civil, de tal manera que la autoridad eclesiástica no ten­drá sobre ellas competencia alguna. Cuan contrarias sean todas estas disposiciones a la dignidad de la Iglesia y cuan opuestas a sus derechos y a su divina constitución, es cosa evidente para todos, sobre todo si se tiene en cuenta que, en esta materia, la ley pro­mulgada no emplea fórmulas determinadas y concretas, sino cláu­sulas tan vagas y tan indeterminadas, que con razón se pueden temer peores males de la interpretación de esta ley.







Desconoce la libertad de la Iglesia

En segundo lugar, nada hay más contrario a la libertad de la Iglesia que esta ley. Porque, si se prohíbe a los pastores de almas el ejercicio del pleno poder de su cargo con la creación de las referidas asociaciones de culto; si se atribuye al Consejo de Es­tado la jurisdicción suprema sobre las asociaciones y quedan éstas sometidas a una serie de disposiciones ajenas al derecho común, con las que se hace difícil su fundación y más difícil aún su conser­vación; si, después de proclamar una amplia libertad de culto, se restringe el ejercicio del mismo con multitud de excepciones; si se despoja a la Iglesia de la inspección y de la vigilancia de los tem­plos para encomendarlas al Estado; si se señalan penas severas y excepcionales para el clero; si se sancionan estas y otras muchas disposiciones parecidas, en las que fácilmente cabe una interpretación arbitraria, ¿qué es todo esto sino colocar a la Iglesia en una humi­llante sujeción y, so pretexto de proteger el orden público, despo­jar a los ciudadanos pacíficos, que forman todavía la inmensa mayoría de Francia, de su derecho sagrado a practicar libremente su propia religión? El Estado ofende a la Iglesia, no sólo restrin­giendo el ejercicio del culto, en el que falsamente pone la ley de separación toda la fuerza esencial de la religión, sino también po­niendo obstáculos a su influencia siempre bienhechora sobre los pueblos y debilitando su acción de mil maneras. Por esto, entre otras medidas, no ha sido suficiente la supresión de las Ordenes religiosas, en las que la Iglesia encuentra un precioso auxiliar en el sagrado ministerio, en la enseñanza, en la educación, en las obras de caridad cristiana, sino que se ha llegado a privarlas hasta de los recursos humanos, es decir, de los medios necesarios para su exis­tencia y para el cumplimiento de su misión.







Y niega el derecho de la propiedad de la Iglesia

A los perjuicios y ofensas que hemos lamentado hay que añadir un tercer capítulo: la ley de la separación viola y niega el derecho de propiedad de la Iglesia. Contra toda justicia, des­poja a la Iglesia de gran parte del patrimonio que le pertenece por tantos títulos jurídicamente eficaces; suprime y anula todas las fundaciones piadosas, legalmente establecidas, para fomentar el culto divino o para rogar por los fieles difuntos; los recursos que la generosidad de los católicos ha ido acumulando para sostenimiento de las escuelas cristianas y de las diferentes obras de beneficencia religiosa, son transferidos a establecimientos laicos, en los que normalmente es inútil buscar el menor vestigio de religión; con lo cual no sólo se desconocen los derechos de la Iglesia, sino también la voluntad formal y expresa de los donantes y testadores. Pero lo que nos causa preocupación especial es una disposición que, piso­teando todo derecho, declara propiedad del Estado, de las provin­cias o de los ayuntamientos todos los edificios que la Iglesia utili­zaba con anterioridad al Concordato. Porque, si la ley concede el uso indefinido y gratuito de estos edificios a las asociaciones de culto, pone a esta concesión tantas y tales condiciones, que, en realidad, deja al poder público la libertad de disponer totalmente de dichos edificios. Tememos, además, muy seriamente por la santidad de los templos, pues existe el peligro de que estas augus­tas moradas de la divina majestad, centros tan queridos para la piedad del pueblo francés, en quienes tantos recuerdos suscitan, caigan en manos profanas y queden mancilladas con ceremonias también profanas. La ley, por otra parte, al liberar al Estado de su obligación de atender al culto con cargo al presupuesto, falta a los compromisos contraídos en un tratado solemne y, al mismo tiempo, ofende gravemente a la justicia. En efecto, no es posible dudar en este punto, porque los mismos documentos históricos lo prueban del modo más terminante: cuando el Gobierno francés contrajo, en virtud del Concordato, el compromiso de asignar a los eclesiás­ticos una subvención que les permitiese atender decorosamente a su propia subsistencia y al sostenimiento del culto público, no lo hizo a título gratuito o por pura cortesía, sino que se obligó a título de indemnización, siquiera parcial, a la Iglesia por los bienes que el Estado arrebató a ésta durante la primera revolución. Por otra parte, cuando en este mismo Concordato, y por bien de la paz, el Romano Pontífice se comprometió, en su nombre y en el de sus sucesores, a no inquietar a los detentadores de los bienes que fueron arrebatados a la Iglesia, puso a esta promesa una condi­ción: la de que el Gobierno francés se obligase a cubrir perpetua­mente y de un modo decoroso los gastos del culto divino y del clero.







Es además dañosa para el propio Estado francés

Finalmente, no hemos de callar un cuarto punto: esta ley será gravemente dañosa no sólo para la Iglesia, sino también para vuestra nación. Porque es indudable que debilitará poderosa­mente la unión y la concordia de los espíritus, sin la cual es impo­sible que pueda prosperar o vivir una nación; unión cuya incólu­me conservación, sobre todo en la actual situación de Europa, deben buscar todos los buenos franceses que aman a su patria. Nos, siguiendo el ejemplo de nuestro predecesor, de cuyo particu­larísimo afecto a vuestra nación somos herederos, al esforzarnos por conservar en vuestra nación la integridad de los derechos de la religión recibida de vuestros mayores, hemos procurado siem­pre, y seguiremos procurando, la confirmación de la paz y de la concordia fraterna, cuyo lazo más fuerte es precisamente el vínculo religioso. Por esta razón, vemos con suma angustia la ejecución por parte del Gobierno francés de una determinación que, avivando las pasiones populares, harto excitadas en materia religiosa, parece muy propia para perturbar profundamente vuestra nación.







Condenación de la ley

Por todas estas razones, teniendo presente nuestro deber apostólico, que nos obliga a defender contra todo ataque y con­servar en su integridad los sagrados derechos de la Iglesia, Nos, en virtud de la suprema autoridad que Dios nos ha conferido, condenamos y reprobamos la ley promulgada que separa al Estado francés de la Iglesia; y esto en virtud de las causas que hemos expuesto anteriormente, por ser altamente injuriosa para Dios, de quien reniega oficialmente, sentando el principio de que la Repú­blica no reconoce culto alguno religioso; por violar el derecho na­tural, y el derecho de gentes, y la fidelidad debida a los tratados; por ser contraria a la constitución divina de la Iglesia, a sus dere­chos esenciales y a su libertad; por conculcar la justicia, violando el derecho de propiedad, que la Iglesia tiene adquirido por multi­tud de títulos y, además, en virtud del Concordato; por ser grave­mente ofensiva para la dignidad de la Sede Apostólica, para nuestra persona, para el episcopado, para el clero y para todos los católicos franceses. En consecuencia, protestamos solemnemente y con toda energía contra la presentación, votación y promulgación de esta ley, y declaramos que jamás podrá ser alegada cláusula alguna de esta ley para invalidar los derechos imprescriptibles e inmutables de la Iglesia.











IV. La Iglesia ante la nueva situación







Postura de la Santa Sede

Era obligación nuestra hacer oír estas graves palabras y dirigirlas, venerables hermanos, a vosotros, al pueblo francés y a todo el orbe cristiano, para condenar esta ley de separación. Profunda es, ciertamente, nuestra tristeza, como ya hemos dicho, porque preveemos los males que esta ley va a traer sobre una para Nos querida nación; y nos produce una tristeza más honda todavía la perspectiva de los trabajos, padecimientos y tribulaciones de toda suerte que van a caer sobre vosotros, venerables hermanos y sobre vuestro clero. Sin embargo, el pensamiento de la divina bondad y de la divina providencia y la certísima esperanza de que Jesucristo nunca abandonará a su Iglesia ni la privará de su indefectible apoyo nos impiden incurrir en una depresión o tristeza excesivas. Por esta razón, Nos estamos muy lejos de temer por la Iglesia. La estabilidad y la firmeza de la Iglesia son cosa de Dios, y la experiencia de tantos siglos lo ha demostrado suficientemente. Nadie ignora, en efecto, las innumerables y cada vez más terribles persecuciones que ha padecido en tan largo espacio de tiempo, y, sin embargo, de esas situaciones, en las que toda institución pura­mente humana habría perecido necesariamente, la Iglesia sacó una energía más vigorosa y una más opulenta fecundidad. Y las leyes persecutorias que contra la Iglesia promulga el odio —la historia es testigo de ello— acaban casi siempre derogándose prudentemente, cuando quedan evidenciados los daños que causan al propio Es­tado. La misma historia moderna de Francia prueba este hecho histórico. ¡Ojalá que los que en este momento ejercen el poder en Francia imiten en esta materia el ejemplo de sus antecesores! ¡Ojalá que, con el aplauso de todas las personas honradas, devuelvan pronto a la religión, creadora de la civilización y fuente de prospe­ridad pública para los pueblos, el honor y la libertad que le son debidos!







Acción del episcopado y del clero de Francia

Entretanto, y mientras dure la persecución opresora, los hijos de la Iglesia, revestidos de las armas de la luz12, deben trabajar con todas sus fuerzas por la justicia y la verdad: si éste es siempre su deber, hoy día es más que nunca necesario.13 En esta lucha santa, vosotros, venerables hermanos, que debéis ser maes­tros y guías de todos los demás, pondréis todo el ardor de aquel vigilante e infatigable celo que en todo tiempo ha sido gloria uni­versal del episcopado francés. Sin embargo, Nos queremos que vuestra mayor preocupación consista —es cosa de capital impor­tancia— en que en todos los proyectos que tracéis para la defensa de la Iglesia os esforcéis por realizar la unión más perfecta de cora­zones y voluntades. Nos tenemos el firme propósito de dirigiros, a su tiempo, la norma directiva de vuestra labor en medio de las dificultades de la hora actual; y tenemos la seguridad de que con­formaréis con toda diligencia vuestra conducta a nuestras normas. Entretanto, proseguid la obra saludable a que estáis consagrados, de vigorizar todo lo posible la piedad de los fieles; promoved y vulgarizad más y más las enseñanzas de la doctrina cristiana; preservad a la grey que os está confiada de los errores engañosos y de las seducciones corruptoras tan extensamente difundidas hoy día; ins­truid, prevenid, estimulad y consolad a vuestro rebaño; cumplid, en suma, todas las obligaciones propias de vuestro oficio pastoral. En esta empresa tendréis siempre la colaboración infatigable de vuestro clero, rico en hombres de valer por su virtud, su ciencia y su adhesión a la Sede Apostólica, del cual sabemos que se halla siempre dispuesto, bajo vuestra dirección, a sacrificarse sin reser­vas por el triunfo de la Iglesia y la salvación de las almas. Cierta­mente, los miembros del clero comprenderán que en esta tormen­tosa situación es menester que se apropien los afectos que en otro tiempo tuvieron los apóstoles, y sentirse contentos porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús10. Por consiguiente, reivindicarán enérgicamente los derechos y la liber­tad de la Iglesia, pero sin ofender a nadie en esta defensa; antes bien, guardando cuidadosamente la caridad, como conviene sobre todo a los ministros de Jesucristo, responderán a la injuria con la justicia, a la contumacia con la dulzura, a los malos tratos con positivos beneficios.







Conducta del laicado católico francés

A vosotros nos dirigimos ahora, católicos de Francia. Llegue a vosotros nuestra palabra como testimonio de la tierna benevolencia con que no cesamos de amar a vuestra patria y como consuelo en las terribles calamidades que vais a experimentar. Conocéis muy bien el fin que se han propuesto las sectas impías que os hacen doblar la cerviz bajo su yugo, porque ellas mismas lo han declarado con cínica audacia: borrar el catolicismo en Fran­cia. Quieren arrancar radicalmente de vuestros corazones la fe que colmó de gloria a vuestros padres; la fe que ha hecho a vuestra patria próspera y grande entre las naciones; la fe que os sostiene en las pruebas, conserva la tranquilidad y la paz en vuestros hogares y os franquea el camino para la eterna felicidad. Bien comprende­réis que tenéis el deber de consagraros a la defensa de vuestra fe con todas las energías de vuestra alma; pero tened muy presente esta advertencia: todos los esfuerzos y todos los trabajos resulta­rán inútiles si pretendéis rechazar los asaltos del enemigo mante­niendo desunidas vuestras filas. Rechazad, por tanto, todos los gérmenes de desunión, si existen entre vosotros, y procurad que la unidad de pensamiento y la unidad en la acción sean tan grandes como se requiere en hombres que pelean por una misma causa, máxime cuando esta causa es de aquellas cuyo triunfo exige de todos el generoso sacrificio, si es necesario, de cualquier parecer personal. Es totalmente necesario que deis grandes ejemplos de abne­gada virtud, si queréis, en la medida de vuestras posibilidades, como es vuestra obligación, librar la religión de vuestros mayores de los peligros en que actualmente se encuentra. Mostrándoos de esta manera benévolos con los ministros de Dios, moveréis al Señor a mostrarse cada vez más benigno con vosotros.







Dos condiciones necesarias

Pero, para iniciar dignamente y mantener útil y acer­tadamente la defensa de la religión, os son necesarias principal­mente dos condiciones: primera, que ajustéis vuestra vida a los preceptos de la ley cristiana con tanta fidelidad, que vuestra con­ducta y vuestra moralidad sean una patente manifestación de la fe católica; segunda, que permanezcáis estrechamente unidos con aquellos a quienes pertenece por derecho propio velar por los intereses religiosos, es decir, con vuestros sacerdotes, con vuestros obispos y, principalmente, con esta Sede Apostólica, que es el centro sobre el que se apoya la fe católica y la actividad adecuada a esta fe. Armados de este modo para la lucha, salid sin miedo a la defensa de la Iglesia; pero procurad que vuestra confianza descanse enteramente en Dios, cuya causa sostenéis, y, por tanto, no ceséis de implorar su eficaz auxilio. Nos, por nuestra parte, mientras dure este peligroso combate, estaremos con vosotros con el pensamiento y con el corazón; participaremos de vuestros trabajos, de vuestras tristezas, de vuestros padecimientos, y elevaremos nuestras humildes y fervorosas oraciones al Dios que fundó y que conserva a su Iglesia, para que se digne mirar a Francia con ojos de misericordia, disipar la tormenta que se cierne sobre ella y devolverle pronto, por la intercesión de María Inmaculada, el sosiego y la paz.



Como prenda de estos celestiales bienes y testimonio de nuestra especial predilección, Nos impartimos a vosotros, vene­rables hermanos, a vuestro clero y al pueblo francés la bendición apostólica.



Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de febrero de 1906, año tercero de nuestro pontificado.







PIO PAPA X







Notas:





1 Los jalones principales de esta política sectaria anticatólica fueron los siguientes: ley declarando obligatoria la instrucción laica en la enseñanza primaria pública (28 marzo de 1882); ley restableciendo el divorcio (27 julio de 1884); ley suprimiendo las oraciones públicas al co­menzar los periodos parlamentarios (14 agosto de 1884); ley contra el patrimonio de las Ordenes y Congregaciones religiosas (29 diciembre de 1884); ley excluyendo de la enseñanza pública a los institutos religiosos (30 octubre de 1886); ley declarando obligatorio el servicio militar de los clérigos (15 julio de 1889); ley excluyendo del derecho común a las Ordenes y Congrega­ciones religiosas (1 julio de 1901); ley de supresión de los Institutos religiosos dedicados a la enseñanza (17 julio de 1904).



2 En la alocución consistorial de 14 de noviembre de 1904, Pío X rechazó la acusación de que la Iglesia hubiese violado el concordato con el Estado francés (ASS 37 [1904-1905] 301-309). La Secretaría de Estado publicó con este motivo una exposición documentada acerca de la ruptura unilateral de relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y el Gobierno francés (ASS 37 [11904-1905] 36-43).



3 En un importante discurso, de 19 de abril de 1909, a una peregrinación francesa. Pío X, después de subrayar la inalterable fidelidad de la Francia católica a la Cátedra de Pedro y señalar que la Iglesia domina al mundo por ser esposa de Jesucristo, se expresaba con los siguientes términos: «El que se revuelve contra la autoridad de la Iglesia con el injusto pre­texto de que la Iglesia invade los dominios del Estado, pone limites a la verdad; el que la declara extranjera en una nación, declara al mismo tiempo que la verdad debe ser extranjera en esa nación; el que teme que la Iglesia debilite la libertad y la grandeza de un pueblo, está obligado a defender que un pueblo puede ser grande y libre sin la verdad. No, no puede pre­tender el amor un Estado, un Gobierno, sea el que sea el nombre que se le dé, que, haciendo la guerra a la verdad, ultraja lo que hay en el hombre de más sagrado. Podrá sostenerse por la fuerza material, se le temerá bajo la amenaza del látigo, se le aplaudirá por hipocresía, inte­rés o servilismo, se le obedecerá, porque la religión predica y ennoblece la sumisión a los poderes humanos, supuesto que no exijan cosas contrarias a la santa ley de Dios. Pero, sí el cumplimiento de este deber respecto de los poderes humanos, en lo que es compatible con el deber respecto de Dios, hace la obediencia más meritoria, ésta no será por ello ni más tierna, ni más alegre, ni más espontánea, y desde luego nunca podrá merecer el nombre de veneración y de amor» (AAS I [1009] 407-410).



4 Puede establecerse un cierto paralelismo, por las analogías intrínsecas de los supuestos nacionales respectivos, entre la carta Vehementer Nos, de San Pío X, al episcopado francés, y la carta Dilectissima Nobis, de Pío XI, al episcopado español con motivo de la legislación republicana persecutoria de la Iglesia



6 León XIII, Immortale Dei [6]: ASS 18 (1885) 166; AL 2,152ss.



7 Ibid.



8 Alocución de 13 de abril de 1888 a una peregrinación francesa, A lo largo del año 1904, Pío X reiteró sus avisos a los católicos de Francia; véanse particularmente las alocuciones a una peregrinación de obreros franceses católicos, 8 de septiembre de 1904 (ASS 37 [1904-1905] 150-154), y a una peregrinación de la archidiócesis de París, 23 del mismo mes (ASS 37 [1904-1005! 231-235) y el Discurso de 15 de octubre de 1904 a la Asociación de Juristas Católicos de Francia (ASS 37 [1904-1905] 359-361).



9 Ef 4, 11ss.



10 Cf. Mt 28,18-20; 16,18-19; 18,17; Tt 2,15; 2 Cor 10,6; 13,10.



11 San Cipriano, Epist. 33 (al. 18 ad lapsos) I: PL 4,298.



12 Rom 13,12.



13 En la carta dirigida al director de la Revue Catholique des Institutions et du Droit por la Secretaría de Estado con fecha 17 de enero de 1910 se exhortaba a los juristas franceses a defender el derecho frente a la legislación sectaria: “En las graves circunstancias en que se encuentra la católica Francia, cuando el poder legislativo no es, por desgracia con demasiada frecuencia, en manos de los que dominan, más que un instrumento de persecución, es necesario que hombres que unan los principios religiosos inflexibles con un conocimiento profundo de las cuestiones jurídicas puedan defender el derecho con excesiva frecuencia desconocido, y por lo menos iluminar a los que hacen las leyes, a los que las aplican y a los que las padecen” (AAS [1910] 91).









Pascendi

6 diciembre, 2011

en Doctrina, Encíclica, Modernismo, San Pío XArchivo en pdf



Sobre las doctrinas modernistas.



El Papa San Pío X, decide condenar de forma extensa los errores del modernismo, para lo cual comienza con una exposición de los mismos. A posteriori, el Papa analiza las causas de dichas doctrinas y nos explica cómo ponerlas remedio, siempre motivado por el celo de todo buen pastor: la salvación de las almas.







INTRODUCCIÓN



Al oficio de apacentar la grey del Señor que nos ha sido confiada de lo alto, Jesucristo señaló como primer deber el de guardar con suma vigilancia el depósito tradicional de la santa fe, tanto frente a las novedades profanas del lenguaje como a las contradicciones de una falsa ciencia. No ha existido época alguna en la que no haya sido necesaria a la grey cristiana esa vigilancia de su Pastor supremo; porque jamás han faltado, suscitados por el enemigo del género humano, «hombres de lenguaje perverso» (1), «decidores de novedades y seductores»(2), «sujetos al error y que arrastran al error» (3).







Gravedad de los errores modernistas



1. Pero es preciso reconocer que en estos últimos tiempos ha crecido, en modo extraño, el número de los enemigos de la cruz de Cristo, los cuales, con artes enteramente nuevas y llenas de perfidia, se esfuerzan por aniquilar las energías vitales de la Iglesia, y hasta por destruir totalmente, si les fuera posible, el reino de Jesucristo. Guardar silencio no es ya decoroso, si no queremos aparecer infieles al más sacrosanto de nuestros deberes, y si la bondad de que hasta aquí hemos hecho uso, con esperanza de enmienda, no ha de ser censurada ya como un olvido de nuestro ministerio. Lo que sobre todo exige de Nos que rompamos sin dilación el silencio es que hoy no es menester ya ir a buscar los fabricantes de errores entre los enemigos declarados: se ocultan, y ello es objeto de grandísimo dolor y angustia, en el seno y gremio mismo de la Iglesia, siendo enemigos tanto más perjudiciales cuanto lo son menos declarados.



Hablamos, venerables hermanos, de un gran número de católicos seglares y, lo que es aún más deplorable, hasta de sacerdotes, los cuales, so pretexto de amor a la Iglesia, faltos en absoluto de conocimientos serios en filosofía y teología, e impregnados, por lo contrario, hasta la médula de los huesos, con venenosos errores bebidos en los escritos de los adversarios del catolicismo, se presentan, con desprecio de toda modestia, como restauradores de la Iglesia, y en apretada falange asaltan con audacia todo cuanto hay de más sagrado en la obra de Jesucristo, sin respetar ni aun la propia persona del divino Redentor, que con sacrílega temeridad rebajan a la categoría de puro y simple hombre.



2. Tales hombres se extrañan de verse colocados por Nos entre los enemigos de la Iglesia. Pero no se extrañará de ello nadie que, prescindiendo de las intenciones, reservadas al juicio de Dios, conozca sus doctrinas y su manera de hablar y obrar. Son seguramente enemigos de la Iglesia, y no se apartará de lo verdadero quien dijere que ésta no los ha tenido peores. Porque, en efecto, como ya hemos dicho, ellos traman la ruina de la Iglesia, no desde fuera, sino desde dentro: en nuestros días, el peligro está casi en las entrañas mismas de la Iglesia y en sus mismas venas; y el daño producido por tales enemigos es tanto más inevitable cuanto más a fondo conocen a la Iglesia. Añádase que han aplicado la segur no a las ramas, ni tampoco a débiles renuevos, sino a la raíz misma; esto es, a la fe y a sus fibras más profundas. Mas una vez herida esa raíz de vida inmortal, se empeñan en que circule el virus por todo el árbol, y en tales proporciones que no hay parte alguna de la fe católica donde no pongan su mano, ninguna que no se esfuercen por corromper. Y mientras persiguen por mil caminos su nefasto designio, su táctica es la más insidiosa y pérfida. Amalgamando en sus personas al racionalista y al católico, lo hacen con habilidad tan refinada, que fácilmente sorprenden a los incautos. Por otra parte, por su gran temeridad, no hay linaje de consecuencias que les haga retroceder o, más bien, que no sostengan con obstinación y audacia. Juntan a esto, y es lo más a propósito para engañar, una vida llena de actividad, constancia y ardor singulares hacia todo género de estudios, aspirando a granjearse la estimación pública por sus costumbres, con frecuencia intachables. Por fin, y esto parece quitar toda esperanza de remedio, sus doctrinas les han pervertido el alma de tal suerte, que desprecian toda autoridad y no soportan corrección alguna; y atrincherándose en una conciencia mentirosa, nada omiten para que se atribuya a celo sincero de la verdad lo que sólo es obra de la tenacidad y del orgullo.



A la verdad, Nos habíamos esperado que algún día volverían sobre sí, y por esa razón habíamos empleado con ellos, primero, la dulzura como con hijos, después la severidad y, por último, aunque muy contra nuestra voluntad, las reprensiones públicas. Pero no ignoráis, venerables hermanos, la esterilidad de nuestros esfuerzos: inclinaron un momento la cabeza para erguirla en seguida con mayor orgullo. Ahora bien: si sólo se tratara de ellos, podríamos Nos tal vez disimular; pero se trata de la religión católica y de su seguridad. Basta, pues, de silencio; prolongarlo sería un crimen. Tiempo es de arrancar la máscara a esos hombres y de mostrarlos a la Iglesia entera tales cuales son en realidad.



3. Y como una táctica de los modernistas (así se les llama vulgarmente, y con mucha razón), táctica, a la verdad, la más insidiosa, consiste en no exponer jamás sus doctrinas de un modo metódico y en su conjunto, sino dándolas en cierto modo por fragmentos y esparcidas acá y allá, lo cual contribuye a que se les juzgue fluctuantes e indecisos en sus ideas, cuando en realidad éstas son perfectamente fijas y consistentes; ante todo, importa presentar en este lugar esas mismas doctrinas en un conjunto, y hacer ver el enlace lógico que las une entre sí, reservándonos indicar después las causas de los errores y prescribir los remedios más adecuados para cortar el mal.







I. EXPOSICIÓN DE LAS DOCTRINAS MODERNISTAS



Para mayor claridad en materia tan compleja, preciso es advertir ante todo que cada modernista presenta y reúne en sí mismo variedad de personajes, mezclando, por decirlo así, al filósofo, al creyente, al apologista, al reformador; personajes todos que conviene distinguir singularmente si se quiere conocer a fondo su sistema y penetrar en los principios y consecuencias de sus doctrinas.



4. Comencemos ya por el filósofo. Los modernistas establecen, como base de su filosofía religiosa, la doctrina comúnmente llamada agnosticismo. La razón humana, encerrada rigurosamente en el círculo de los fenómenos, es decir, de las cosas que aparecen, y tales ni más ni menos como aparecen, no posee facultad ni derecho de franquear los límites de aquéllas. Por lo tanto, es incapaz de elevarse hasta Dios, ni aun para conocer su existencia, de algún modo, por medio de las criaturas: tal es su doctrina. De donde infieren dos cosas: que Dios no puede ser objeto directo de la ciencia; y, por lo que a la historia pertenece, que Dios de ningún modo puede ser sujeto de la historia.



Después de esto, ¿qué será de la teología natural, de los motivos de credibilidad, de la revelación externa? No es difícil comprenderlo. Suprimen pura y simplemente todo esto para reservarlo al intelectualismo, sistema que, según ellos, excita compasiva sonrisa y está sepultado hace largo tiempo.



Nada les detiene, ni aun las condenaciones de la Iglesia contra errores tan monstruosos. Porque el concilio Vaticano decretó lo que sigue: «Si alguno dijere que la luz natural de la razón humana es incapaz de conocer con certeza, por medio de las cosas creadas, el único y verdadera Dios, nuestro Creador y Señor, sea excomulgado» (4). Igualmente: «Si alguno dijere no ser posible o conveniente que el hombre sea instruido, mediante la revelación divina, sobre Dios y sobre el culto a él debido, sea excomulgado» (5). Y por último: «Si alguno dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por signos exteriores, y que, en consecuencia, sólo por la experiencia individual o por una inspiración privada deben ser movidos los hombres a la fe, sea excomulgado» (6).



Ahora, de qué manera los modernistas pasan del agnosticismo, que no es sino ignorancia, al ateísmo científico e histórico, cuyo carácter total es, por lo contrario, la negación; y, en consecuencia, por qué derecho de raciocinio, desde ignorar si Dios ha intervenido en la historia del género humano hacen el tránsito a explicar esa misma historia con independencia de Dios, de quien se juzga que no ha tenido, en efecto, parte en el proceso histórico de la humanidad, conózcalo quien pueda. Y es indudable que los modernistas tienen como ya establecida y fija una cosa, a saber: que la ciencia debe ser atea, y lo mismo la historia; en la esfera de una y otra no admiten sino fenómenos: Dios y lo divino quedan desterrados.



Pronto veremos las consecuencias de doctrina tan absurda fluyen con respecto a la sagrada persona del Salvador, a los misterios de su vida y muerte, de su resurrección y ascensión gloriosa.



5. Agnosticismo este que no es sino el aspecto negativo de la doctrina de los modernistas; el positivo está constituido por la llamada inmanencia vital.



El tránsito del uno al otro es como sigue: natural o sobrenatural, la religión, como todo hecho, exige una explicación. Pues bien: una vez repudiada la teología natural y cerrado, en consecuencia, todo acceso a la revelación al desechar los motivos de credibilidad; más aún, abolida por completo toda revelación externa, resulta claro que no puede buscarse fuera del hombre la explicación apetecida, y debe hallarse en lo interior del hombre; pero como la religión es una forma de la vida, la explicación ha de hallarse exclusivamente en la vida misma del hombre. Por tal procedimiento se llega a establecer el principio de la inmanencia religiosa. En efecto, todo fenómeno vital —y ya queda dicho que tal es la religión— reconoce por primer estimulante cierto impulso o indigencia, y por primera manifestación, ese movimiento del corazón que llamamos sentimiento. Por esta razón, siendo Dios el objeto de la religión, síguese de lo expuesto que la fe, principio y fundamento de toda religión, reside en un sentimiento íntimo engendrado por la indigencia de lo divino. Por otra parte, como esa indigencia de lo divino no se siente sino en conjuntos determinados y favorables, no puede pertenecer de suyo a la esfera de la conciencia; al principio yace sepultada bajo la conciencia, o, para emplear un vocablo tomado de la filosofía moderna, en la subconsciencia, donde también su raíz permanece escondida e inaccesible.



¿Quiere ahora saberse en qué forma esa indigencia de lo divino, cuando el hombre llegue a sentirla, logra por fin convertirse en religión? Responden los modernistas: la ciencia y la historia están encerradas entre dos límites: uno exterior, el mundo visible; otro interior, la conciencia. Llegadas a uno de éstos, imposible es que pasen adelante la ciencia y la historia; más allá está lo incognoscible. Frente ya a este incognoscible, tanto al que está fuera del hombre, más allá de la naturaleza visible, como al que está en el hombre mismo, en las profundidades de la subconsciencia, la indigencia de lo divino, sin juicio alguno previo (lo cual es puro fideísmo) suscita en el alma, naturalmente inclinada a la religión, cierto sentimiento especial, que tiene por distintivo el envolver en sí mismo la propia realidad de Dios, bajo el doble concepto de objeto y de causa íntima del sentimiento, y el unir en cierta manera al hombre con Dios. A este sentimiento llaman fe los modernistas: tal es para ellos el principio de la religión.



6. Pero no se detiene aquí la filosofía o, por mejor decir, el delirio modernista. Pues en ese sentimiento los modernistas no sólo encuentran la fe, sino que con la fe y en la misma fe, según ellos la entienden, afirman que se verifica la revelación. Y, en efecto, ¿qué más puede pedirse para la revelación? ¿No es ya una revelación, o al menos un principio de ella, ese sentimiento que aparece en la conciencia, y Dios mismo, que en ese preciso sentimiento religioso se manifiesta al alma aunque todavía de un modo confuso? Pero, añaden aún: desde el momento en que Dios es a un tiempo causa y objeto de la fe, tenemos ya que aquella revelación versa sobre Dios y procede de Dios; luego tiene a Dios como revelador y como revelado. De aquí, venerables hermanos, aquella afirmación tan absurda de los modernistas de que toda religión es a la vez natural y sobrenatural, según los diversos puntos de vista. De aquí la indistinta significación de conciencia y revelación. De aquí, por fin, la ley que erige a la conciencia religiosa en regla universal, totalmente igual a la revelación, y a la que todos deben someterse, hasta la autoridad suprema de la Iglesia, ya la doctrinal, ya la preceptiva en lo sagrado y en lo disciplinar.



7. Sin embargo, en todo este proceso, de donde, en sentir de los modernistas, se originan la fe y la revelación, a una cosa ha de atenderse con sumo cuidado, por su importancia no pequeña, vistas las consecuencias histórico-críticas que de allí, según ellos, se derivan.



Porque lo incognoscible, de que hablan, no se presenta a la fe como algo aislado o singular, sino, por lo contrario, con íntima dependencia de algún fenómeno, que, aunque pertenece al campo de la ciencia y de la historia, de algún modo sale fuera de sus límites; ya sea ese fenómeno un hecho de la naturaleza, que envuelve en sí algún misterio, ya un hombre singular cuya naturaleza, acciones y palabras no pueden explicarse por las leyes comunes de la historia. En este caso, la fe, atraída por lo incognoscible, que se presenta junto con el fenómeno, abarca a éste todo entero y le comunica, en cierto modo, su propia vida. Síguense dos consecuencias. En primer lugar, se produce cierta transfiguración del fenómeno, esto es, en cuanto es levantado por la fe sobre sus propias condiciones, con lo cual queda hecho materia más apta para recibir la forma de lo divino, que la fe ha de dar; en segundo lugar, una como desfiguración —llámese así— del fenómeno, pues la fe le atribuye lo que en realidad no tiene, al haberle sustraído a las condiciones de lugar y tiempo; lo que acontece, sobre todo, cuando se trata de fenómenos del tiempo pasado, y tanto más cuanto más antiguos fueren. De ambas cosas sacan, a su vez, los modernistas, dos leyes, que, juntas con la tercera sacada del agnosticismo, forman las bases de la crítica histórica. Un ejemplo lo aclarará: lo tomamos de la persona de Cristo. En la persona de Cristo, dicen, la ciencia y la historia ven sólo un hombre. Por lo tanto, en virtud de la primera ley, sacada del agnosticismo, es preciso borrar de su historia cuanto presente carácter divino. Por la segunda ley, la persona histórica de Cristo fue transfigurada por la fe; es necesario, pues, quitarle cuanto la levanta sobre las condiciones históricas. Finalmente, por la tercera, la misma persona de Cristo fue desfigurada por la fe; luego se ha de prescindir en ella de las palabras, actos y todo cuanto, en fin, no corresponda a su naturaleza, estado, educación, lugar y tiempo en que vivió.



Extraña manera, sin duda, de raciocinar; pero tal es la crítica modernista.



8. En consecuencia, el sentimiento religioso, que brota por vital inmanencia de los senos de la subconsciencia, es el germen de toda religión y la razón asimismo de todo cuanto en cada una haya habido o habrá. Oscuro y casi informe en un principio, tal sentimiento, poco a poco y bajo el influjo oculto de aquel arcano principio que lo produjo, se robusteció a la par del progreso de la vida humana, de la que es —ya lo dijimos— una de sus formas. Tenemos así explicado el origen de toda religión, aun de la sobrenatural: no son sino aquel puro desarrollo del sentimiento religioso. Y nadie piense que la católica quedará exceptuada: queda al nivel de las demás en todo. Tuvo su origen en la conciencia de Cristo, varón de privilegiadísima naturaleza, cual jamás hubo ni habrá, en virtud del desarrollo de la inmanencia vital, y no de otra manera.



¡Estupor causa oír tan gran atrevimiento en hacer tales afirmaciones, tamaña blasfemia! ¡Y, sin embargo, venerables hermanos, no son los incrédulos sólo los que tan atrevidamente hablan así; católicos hay, más aún, muchos entre los sacerdotes, que claramente publican tales cosas y tales delirios presumen restaurar la Iglesia! No se trata ya del antiguo error que ponía en la naturaleza humana cierto derecho al orden sobrenatural. Se ha ido mucho más adelante, a saber: hasta afirmar que nuestra santísima religión, lo mismo en Cristo que en nosotros, es un fruto propio y espontáneo de la naturaleza. Nada, en verdad, más propio para destruir todo el orden sobrenatural.



Por lo tanto, el concilio Vaticano, con perfecto derecho, decretó: «Si alguno dijere que el hombre no puede ser elevado por Dios a un conocimiento y perfección que supere a la naturaleza, sino que puede y debe finalmente llegar por sí mismo, mediante un continuo progreso, a la posesión de toda verdad y de todo bien, sea excomulgado»(7).



9. No hemos visto hasta aquí, venerables hermanos, que den cabida alguna a la inteligencia; pero, según la doctrina de los modernistas, tiene también su parte en el acto de fe, y así conviene notar de qué modo.



En aquel sentimiento, dicen, del que repetidas veces hemos hablado, porque es sentimiento y no conocimiento, Dios, ciertamente, se presenta al hombre; pero, como es sentimiento y no conocimiento, se presenta tan confusa e implicadamente que apenas o de ningún modo se distingue del sujeto que cree. Es preciso, pues, que el sentimiento se ilumine con alguna luz para que así Dios resalte y se distinga. Esto pertenece a la inteligencia, cuyo oficio propio es el pensar y analizar, y que sirve al hombre para traducir, primero en representaciones y después en palabras, los fenómenos vitales que en él se producen. De aquí la expresión tan vulgar ya entre los modernistas: «el hombre religioso debe pensar su fe».



La inteligencia, pues, superponiéndose a tal sentimiento, se inclina hacia él, y trabaja sobre él como un pintor que, en un cuadro viejo, vuelve a señalar y a hacer que resalten las líneas del antiguo dibujo: casi de este modo lo explica uno de los maestros modernistas. En este proceso la mente obra de dos modos: primero, con un acto natural y espontáneo traduce las cosas en una aserción simple y vulgar; después, refleja y profundamente, o como dicen, elaborando el pensamiento, interpreta lo pensado con sentencias secundarias, derivadas de aquella primera fórmula tan sencilla, pero ya más limadas y más precisas. Estas fórmulas secundarias, una vez sancionadas por el magisterio supremo de la Iglesia, formarán el dogma.



10. Ya hemos llegado en la doctrina modernista a uno de los puntos principales, al origen y naturaleza del dogma. Este, según ellos, tiene su origen en aquellas primitivas fórmulas simples que son necesarias en cierto modo a la fe, porque la revelación, para existir, supone en la conciencia alguna noticia manifiesta de Dios. Mas parecen afirmar que el dogma mismo está contenido propiamente en las fórmulas secundarias.



Para entender su naturaleza es preciso, ante todo, inquirir qué relación existe entre las fórmulas religiosas y el sentimiento religioso del ánimo. No será difícil descubrirlo si se tiene en cuenta que el fin de tales fórmulas no es otro que proporcionar al creyente el modo de darse razón de su fe. Por lo tanto, son intermedias entre el creyente y su fe: con relación a la fe, son signos inadecuados de su objeto, vulgarmente llamados símbolos; con relación al creyente, son meros instrumentos. Mas no se sigue en modo alguno que pueda deducirse que encierren una verdad absoluta; pues, como símbolos, son imágenes de la verdad, y, por lo tanto, han de acomodarse al sentimiento religioso, en cuanto éste se refiere al hombre; como instrumentos, son vehículos de la verdad y, en consecuencia, tendrán que acomodarse, a su vez, al hombre en cuanto se relaciona con el sentimiento religioso. Mas el objeto del sentimiento religioso, por hallarse contenido en lo absoluto, tiene infinitos aspectos, que pueden aparecer sucesivamente, ora uno, ora otro. A su vez, el hombre, al creer, puede estar en condiciones que pueden ser muy diversas. Por lo tanto, las fórmulas que llamamos dogma se hallarán expuestas a las mismas vicisitudes, y, por consiguiente, sujetas a mutación. Así queda expedito el camino hacia la evolución íntima del dogma.



¡Cúmulo, en verdad, infinito de sofismas, con que se resquebraja y se destruye toda la religión!



11. No sólo puede desenvolverse y cambiar el dogma, sino que debe; tal es la tesis fundamental de los modernistas, que, por otra parte, fluye de sus principios.



Pues tienen por una doctrina de las más capitales en su sistema y que infieren del principio de la inmanencia vital, que las fórmulas religiosas, para que sean verdaderamente religiosas, y no meras especulaciones del entendimiento, han de ser vitales y han de vivir la vida misma del sentimiento religioso. Ello no se ha de entender como si esas fórmulas, sobre todo si son puramente imaginativas, hayan sido inventadas para reemplazar al sentimiento religioso, pues su origen, número y, hasta cierto punto, su calidad misma, importan muy poco; lo que importa es que el sentimiento religioso, después de haberlas modificado convenientemente, si lo necesitan, se las asimile vitalmente. Es tanto como decir que es preciso que el corazón acepte y sancione la fórmula primitiva y que asimismo sea dirigido el trabajo del corazón, con que se engendran las fórmulas secundarias. De donde proviene que dichas fórmulas, para que sean vitales, deben ser y quedar asimiladas al creyente y a su fe. Y cuando, por cualquier motivo, cese esta adaptación, pierden su contenido primitivo, y no habrá otro remedio que cambiarlas.



Dado el carácter tan precario e inestable de las fórmulas dogmáticas se comprende bien que los modernistas las menosprecien y tengan por cosa de risa; mientras, por lo contrario, nada nombran y enlazan sino el sentimiento religioso, la vida religiosa. Por eso censuran audazmente a la Iglesia como si equivocara el camino, porque no distingue en modo alguno entre la significación material de las fórmulas y el impulso religioso y moral, y porque adhiriéndose, tan tenaz como estérilmente, a fórmulas desprovistas de contenido, es ella la que permite que la misma religión se arruine.



Ciegos, ciertamente, y conductores de ciegos, que, inflados con el soberbio nombre de ciencia, llevan su locura hasta pervertir el eterno concepto de la verdad, a la par que la genuina naturaleza del sentimiento religioso: para ello han fabricado un sistema «en el cual, bajo el impulso de un amor audaz y desenfrenado de novedades, no buscan dónde ciertamente se halla la verdad y, despreciando las santas y apostólicas tradiciones, abrazan otras doctrinas vanas, fútiles, inciertas y no aprobadas por la Iglesia, sobre las cuales —hombres vanísimos— pretenden fundar y afirmar la misma verdad(8). Tal es, venerables hermanos, el modernista como filósofo.



12. Si, pasando al creyente, se desea saber en qué se distingue, en el mismo modernista, el creyente del filósofo, es necesario advertir una cosa, y es que el filósofo admite, sí, la realidad de lo divino como objeto de la fe; pero esta realidad no la encuentra sino en el alma misma del creyente, en cuanto es objeto de su sentimiento y de su afirmación: por lo tanto, no sale del mundo de los fenómenos. Si aquella realidad existe en sí fuera del sentimiento y de la afirmación dichos, es cosa que el filósofo pasa por alto y desprecia. Para el modernista creyente, por lo contrario, es firme y cierto que la realidad de lo divino existe en sí misma con entera independencia del creyente. Y si se pregunta en qué se apoya, finalmente, esta certeza del creyente, responden los modernistas: en la experiencia singular de cada hombre.



13. Con cuya afirmación, mientras se separan de los racionalistas, caen en la opinión de los protestantes y seudomísticos.



Véase, pues, su explicación. En el sentimiento religioso se descubre una cierta intuición del corazón; merced a la cual, y sin necesidad de medio alguno, alcanza el hombre la realidad de Dios, y tal persuasión de la existencia de Dios y de su acción, dentro y fuera del ser humano, que supera con mucho a toda persuasión científica. Lo cual es una verdadera experiencia, y superior a cualquiera otra racional; y si alguno, como acaece con los racionalistas, la niega, es simplemente, dicen, porque rehúsa colocarse en las condiciones morales requeridas para que aquélla se produzca. Y tal experiencia es la que hace verdadera y propiamente creyente al que la ha conseguido.



¡Cuánto dista todo esto de los principios católicos! Semejantes quimeras las vimos ya reprobadas por el concilio Vaticano.



Cómo franquean la puerta del ateísmo, una vez admitidas juntamente con los otros errores mencionados, lo diremos más adelante. Desde luego, es bueno advertir que de esta doctrina de la experiencia, unida a la otra del simbolismo, se infiere la verdad de toda religión, sin exceptuar el paganismo. Pues qué, ¿no se encuentran en todas las religiones experiencias de este género? Muchos lo afirman. Luego ¿con qué derecho los modernistas negarán la verdad de la experiencia que afirma el turco, y atribuirán sólo a los católicos las experiencias verdaderas? Aunque, cierto, no las niegan; más aún, los unos veladamente y los otros sin rebozo, tienen por verdaderas todas las religiones. Y es manifiesto que no pueden opinar de otra suerte, pues establecidos sus principios, ¿por qué causa argüirían de falsedad a una religión cualquiera? No por otra, ciertamente, que por la falsedad del sentimiento religioso o de la fórmula brotada del entendimiento. Mas el sentimiento religioso es siempre y en todas partes el mismo, aunque en ocasiones tal vez menos perfecto; cuanto a la fórmula del entendimiento, lo único que se exige para su verdad es que responda al sentimiento religioso y al hombre creyente, cualquiera que sea la capacidad de su ingenio. Todo lo más que en esta oposición de religiones podrían acaso defender los modernistas es que la católica, por tener más vida, posee más verdad, y que es más digna del nombre cristiano porque responde con mayor plenitud a los orígenes del cristianismo.



Nadie, puestas las precedentes premisas, considerará absurda ninguna de estas conclusiones. Lo que produce profundo estupor es que católicos, que sacerdotes a quienes horrorizan, según Nos queremos pensar, tales monstruosidades, se conduzcan, sin embargo, como si de lleno las aprobasen; pues tales son las alabanzas que prodigan a los mantenedores de esos errores, tales los honores que públicamente les tributan, que hacen creer fácilmente que lo que pretenden honrar no son las personas, merecedoras acaso de alguna consideración, sino más bien los errores que a las claras profesan y que se empeñan con todas veras en esparcir entre el vulgo.



14. Otro punto hay en esta cuestión de doctrina en abierta contradicción con la verdad católica.



Pues el principio de la experiencia se aplica también a la tradición sostenida hasta aquí por la Iglesia, destruyéndola completamente. A la verdad, por tradición entienden los modernistas cierta comunicación de alguna experiencia original que se hace a otros mediante la predicación y en virtud de la fórmula intelectual; a la cual fórmula atribuyen, además de su fuerza representativa, como dicen, cierto poder sugestivo que se ejerce, ora en el creyente mismo para despertar en él el sentimiento religioso, tal vez dormido, y restaurar la experiencia que alguna vez tuvo; ora sobre los que no creen aún, para crear por vez primera en ellos el sentimiento religioso y producir la experiencia. Así es como la experiencia religiosa se va propagando extensamente por los pueblos; no sólo por la predicación en los existentes, más aún en los venideros, tanto por libros cuanto por la transmisión oral de unos a otros.



Pero esta comunicación de experiencias a veces se arraiga y reflorece; a veces envejece al punto y muere. El que reflorezca es para los modernistas un argumento de verdad, ya que toman indistintamente la verdad y la vida. De lo cual colegiremos de nuevo que todas las religiones existentes son verdaderas, pues de otro modo no vivirían.



15. Con lo expuesto hasta aquí, venerables hermanos, tenemos bastante y sobrado para formarnos cabal idea de las relaciones que establecen los modernistas entre la fe y la ciencia, bajo la cual comprenden también la historia.



Ante todo, se ha de asentar que la materia de una está fuera de la materia de la otra y separada de ella. Pues la fe versa únicamente sobre un objeto que la ciencia declara serle incognoscible; de aquí un campo completamente diverso: la ciencia trata de los fenómenos, en los que no hay lugar para la fe; ésta, por lo contrario, se ocupa enteramente de lo divino, que la ciencia desconoce por completo. De donde se saca en conclusión que no hay conflictos posibles entre la ciencia y la fe; porque si cada una se encierra en su esfera, nunca podrán encontrarse ni, por lo tanto, contradecirse.



Si tal vez se objeta a eso que hay en la naturaleza visible ciertas cosas que incumben también a la fe, como la vida humana de Jesucristo, ellos lo negarán. Pues aunque esas cosas se cuenten entre los fenómenos, mas en cuanto las penetra la vida de la fe, y en la manera arriba dicha, la fe las transfigura y desfigura, son arrancadas del mundo sensible y convertidas en materia del orden divino. Así, al que todavía preguntase más, si Jesucristo ha obrado verdaderos milagros y verdaderamente profetizado lo futuro; si verdaderamente resucitó y subió a los cielos: no, contestará la ciencia agnóstica; sí, dirá la fe. Aquí, con todo, no hay contradicción alguna: la negación es del filósofo, que habla a los filósofos y que no mira a Jesucristo sino según la realidad histórica; la afirmación es del creyente, que se dirige a creyentes y que considera la vida de Jesucristo como vivida de nuevo por la fe y en la fe.



16. A pesar de eso, se engañaría muy mucho el que creyese que podía opinar que la fe y la ciencia por ninguna razón se subordinan la una a la otra; de la ciencia sí se podría juzgar de ese modo recta y verdaderamente; mas no de la fe, que, no sólo por una, sino por tres razones está sometida a la ciencia. Pues, en primer lugar, conviene notar que todo cuanto incluye cualquier hecho religioso, quitada su realidad divina y la experiencia que de ella tiene el creyente, todo lo demás, y principalmente las fórmulas religiosas, no sale de la esfera de los fenómenos, y por eso cae bajo el dominio de la ciencia. Séale lícito al creyente, si le agrada, salir del mundo; pero, no obstante, mientras en él viva, jamás escapará, quiéralo o no, de las leyes, observación y fallos de la ciencia y de la historia.



Además, aunque se ha dicho que Dios es objeto de sola la fe, esto se entiende tratándose de la realidad divina y no de la idea de Dios. Esta se halla sujeta a la ciencia, la cual, filosofando en el orden que se dice lógico, se eleva también a todo lo que es absoluto e ideal. Por lo tanto, la filosofía o la ciencia tienen el derecho de investigar sobre la idea de Dios, de dirigirla en su desenvolvimiento y librarla de todo lo extraño que pueda mezclarse; de aquí el axioma de los modernistas: «la evolución religiosa ha de ajustarse a la moral y a la intelectual»; esto es, como ha dicho uno de sus maestros, «ha de subordinarse a ellas».



Añádase, en fin, que el hombre no sufre en sí la dualidad; por lo cual el creyente experimenta una interna necesidad que le obliga a armonizar la fe con la ciencia, de modo que no disienta de la idea general que la ciencia da de este mundo universo. De lo que se concluye que la ciencia es totalmente independiente de la fe; pero que ésta, por el contrario, aunque se pregone como extraña a la ciencia, debe sometérsele.



Todo lo cual, venerables hermanos, es enteramente contrario a lo que Pío IX, nuestro predecesor, enseñaba cuando dijo: «Es propio de la filosofía, en lo que atañe a la religión, no dominar, sino servir; no prescribir lo que se ha de creer, sino abrazarlo con racional homenaje; no escudriñar la profundidad de los misterios de Dios, sino reverenciarlos pía y humildemente»(9). Los modernistas invierten sencillamente los términos: a los cuales, por consiguiente, puede aplicarse lo que ya Gregorio IX, también predecesor nuestro, escribía de ciertos teólogos de su tiempo: «Algunos entre vosotros, hinchados como odres por el espíritu de la vanidad, se empeñan en traspasar con profanas novedades los términos que fijaron los Padres, inclinando la inteligencia de las páginas sagradas… a la doctrina de la filosofía racional, no fiara algún provecho de los oyentes, sino para ostentación de la ciencia… Estos mismos, seducidos por varias y extrañas doctrinas, hacen de la cabeza cola, y fuerzan a la reina a servir a la esclava»(10).



17. Y todo esto, en verdad, se hará más patente al que considera la conducta de los modernistas, que se acomoda totalmente a sus enseñanzas. Pues muchos de sus escritos y dichos parecen contrarios, de suerte que cualquiera fácilmente reputaría a sus autores como dudosos e inseguros. Pero lo hacen de propósito y con toda consideración, por el principio que sostienen sobre la separación mutua de la fe y de la ciencia. De aquí que tropecemos en sus libros con cosas que los católicos aprueban completamente; mientras que en la siguiente página hay otras que se dirían dictadas por un racionalista. Por consiguiente, cuando escriben de historia no hacen mención de la divinidad de Cristo; pero predicando en los templos la confiesan firmísimamente. Del mismo modo, en las explicaciones de historia no hablan de concilios ni Padres; mas, si enseñan el catecismo, citan honrosamente a unos y otros. De aquí que distingan también la exégesis teológica y pastoral de la científica e histórica.



Igualmente, apoyándose en el principio de que la ciencia de ningún modo depende de la fe, al disertar acerca de la filosofía, historia y crítica, muestran de mil maneras su desprecio de los maestros católicos, Santos Padres, concilios ecuménicos y Magisterio eclesiástico, sin horrorizarse de seguir las huellas de Lutero(11); y si de ello se les reprende, quejánse de que se les quita la libertad.



Confesando, en fin, que la fe ha de subordinarse a la ciencia, a menudo y abiertamente censuran a la Iglesia, porque tercamente se niega a someter y acomodar sus dogmas a las opiniones filosóficas; por lo tanto, desterrada con este fin la teología antigua, pretenden introducir otra nueva que obedezca a los delirios de los filósofos.







a) La fe



18. Aquí ya, venerables hermanos, se nos abre la puerta para examinar a los modernistas en el campo teológico. Mas, porque es materia muy escabrosa, la reduciremos a pocas palabras.



Se trata, pues, de conciliar la fe con la ciencia, y eso de tal suerte que la una se sujete a la otra. En este género, el teólogo modernista usa de los mismos principios que, según vimos, usaba el filósofo, y los adapta al creyente; a saber: los principios de la inmanencia y el simbolismo. Simplicísimo es el procedimiento. El filósofo afirma: el principio de la fe es inmanente; el creyente añade: ese principio es Dios; concluye el teólogo: luego Dios es inmanente en el hombre. He aquí la inmanencia teológica. De la misma suerte es cierto para el filósofo que las representaciones del objeto de la fe son sólo simbólicas; para el creyente lo es igualmente que el objeto de la fe es Dios en sí: el teólogo, por tanto, infiere: las representaciones de la realidad divina son simbólicas. He aquí el simbolismo teológico.



Errores, en verdad grandísimos; y cuán perniciosos sean ambos, se descubrirá al verse sus consecuencias. Pues, comenzando desde luego por el simbolismo, como los símbolos son tales respecto del objeto, a la vez que instrumentos respecto del creyente, ha de precaverse éste ante todo, dicen, de adherirse más de lo conveniente a la fórmula, en cuanto fórmula, usando de ella únicamente para unirse a la verdad absoluta, que la fórmula descubre y encubre juntamente, empeñándose luego en expresarlas, pero sin conseguirlo jamás. A esto añaden, además, que semejantes fórmulas debe emplearlas el creyente en cuanto le ayuden, pues se le han dado para su comodidad y no como impedimento; eso sí, respetando el honor que, según la consideración social, se debe a las fórmulas que ya el magisterio público juzgó idóneas para expresar la conciencia común y en tanto que el mismo magisterio no hubiese declarado otra cosa distinta.



Qué opinan realmente los modernistas sobre la inmanencia, difícil es decirlo: no todos sienten una misma cosa. Unos la ponen en que Dios, por su acción, está más íntimamente presente al hombre que éste a sí mismo; lo cual nada tiene de reprensible si se entendiera rectamente. Otros, en que la acción de Dios es una misma cosa con la acción de la naturaleza, como la de la causa primera con la de la segunda; lo cual, en verdad, destruye el orden sobrenatural. Por último, hay quienes la explican de suerte que den sospecha de significación panteísta, lo cual concuerda mejor con el resto de su doctrina.



19. A este postulado de la inmanencia se junta otro que podemos llamar de permanencia divina: difieren entre sí, casi del mismo modo que difiere la experiencia privada de la experiencia transmitida por tradición. Aclarémoslo con un ejemplo sacado de la Iglesia y de los sacramentos. La Iglesia, dicen, y los sacramentos no se ha de creer, en modo alguno, que fueran instituidos por Cristo. Lo prohíbe el agnosticismo, que en Cristo no reconoce sino a un hombre, cuya conciencia religiosa se formó, como en los otros hombres, poco a poco; lo prohíbe la ley de inmanencia, que rechaza las que ellos llaman externas aplicaciones; lo prohíbe también la ley de la evolución, que pide, a fin de que los gérmenes se desarrollen, determinado tiempo y cierta serie de circunstancias consecutivas; finalmente, lo prohíbe la historia, que enseña cómo fue en realidad el verdadero curso de los hechos. Sin embargo, debe mantenerse que la Iglesia y los sacramentos fueron instituidos mediatamente por Cristo. Pero ¿de qué modo? Todas las conciencias cristianas estaban en cierta manera incluidas virtualmente, como la planta en la semilla, en la ciencia de Cristo. Y como los gérmenes viven la vida de la simiente, así hay que decir que todos los cristianos viven la vida de Cristo. Mas la vida de Cristo, según la fe, es divina: luego también la vida de los cristianos. Si, pues, esta vida, en el transcurso de las edades, dio principio a la Iglesia y a los sacramentos, con toda razón se dirá que semejante principio proviene de Cristo y es divino. Así, cabalmente concluyen que son divinas las Sagradas Escrituras y divinos los dogmas.



A esto, poco más o menos, se reduce, en realidad, la teología de los modernistas: pequeño caudal, sin duda, pero sobreabundante si se mantiene que la ciencia debe ser siempre y en todo obedecida.



Cada uno verá por sí fácilmente la aplicación de esta doctrina a todo lo demás que hemos de decir.







b) El dogma



20. Hasta aquí hemos tratado del origen y naturaleza de la fe. Pero, siendo muchos los brotes de la fe, principalmente la Iglesia, el dogma, el culto, los libros que llamamos santos, conviene examinar qué enseñan los modernistas sobre estos puntos. Y comenzando por el dogma, cuál sea su origen y naturaleza, arriba lo indicamos. Surge aquél de cierto impulso o necesidad, en cuya virtud el creyente trabaja sobre sus pensamientos propios, para así ilustrar mejor su conciencia y la de los otros. Todo este trabajo consiste en penetrar y pulir la primitiva fórmula de la mente, no en sí misma, según el desenvolvimiento lógico, sino según las circunstancias o, como ellos dicen con menos propiedad, vitalmente. Y así sucede que, en torno a aquélla, se forman poco a poco, como ya insinuamos, otras fórmulas secundarias; las cuales, reunidas después en un cuerpo y en un edificio doctrinal, así que son sancionadas por el magisterio público, puesto que responden a la conciencia común, se denominan dogma. A éste se han de contraponer cuidadosamente las especulaciones de los teólogos, que, aunque no vivan la vida de los dogmas, no se han de considerar del todo inútiles, ya para conciliar la religión con la ciencia y quitar su oposición, ya para ilustrar extrínsecamente y defender la misma religión; y acaso también podrán ser útiles para allanar el camino a algún nuevo dogma futuro.



En lo que mira al culto sagrado, poco habría que decir a no comprenderse bajo este título los sacramentos, sobre los cuales defienden los modernistas gravísimos errores. El culto, según enseñan, brota de un doble impulso o necesidad; porque en su sistema, como hemos visto, todo se engendra, según ellos aseguran, en virtud de impulsos íntimos o necesidades. Una de ellas es para dar a la religión algo de sensible; la otra a fin de manifestarla; lo que no puede en ningún modo hacerse sin cierta forma sensible y actos santificantes, que se han llamado sacramentos. Estos, para los modernistas, son puros símbolos o signos; aunque no destituidos de fuerza. Para explicar dicha fuerza, se valen del ejemplo de ciertas palabras que vulgarmente se dice haber hecho fortuna, pues tienen la virtud de propagar ciertas nociones poderosas e impresionan de modo extraordinario los ánimos superiores. Como esas palabras se ordenan a tales nociones, así los sacramentos se ordenan al sentimiento religioso: nada más. Hablarían con mayor claridad si afirmasen que los sacramentos se instituyeron únicamente para alimentar la fe; pero eso ya lo condenó el concilio de Trento(12): «Si alguno dijere que estos sacramentos no fueron instituidos sino sólo para alimentar la fe, sea excomulgado».







c) Los libros sagrados



21. Algo hemos indicado ya sobre la naturaleza y origen de los libros sagrados. Conforme al pensar de los modernistas, podría no definirlos rectamente como una colección de experiencias, no de las que estén al alcance de cualquiera, sino de las extraordinarias e insignes, que suceden en toda religión.



Eso cabalmente enseñan los modernistas sobre nuestros libros, así del Antiguo como del Nuevo Testamento. En sus opiniones, sin embargo, advierten astutamente que, aunque la experiencia pertenezca al tiempo presente, no obsta para que tome la materia de lo pasado y aun de lo futuro, en cuanto el creyente, o por el recuerdo de nuevo vive lo pasado a manera de lo presente, o por anticipación hace lo propio con lo futuro. Lo que explica cómo pueden computarse entre los libros sagrados los históricos y apocalípticos. Así, pues, en esos libros Dios habla en verdad por medio del creyente; mas, según quiere la teología de los modernistas, sólo por la inmanencia y permanencia vital.



Se preguntará: ¿qué dicen, entonces, de la inspiración? Esta, contestan, no se distingue sino, acaso, por el grado de vehemencia, del impulso que siente el creyente de manifestar su fe de palabra o por escrito. Algo parecido tenemos en la inspiración poética; por lo que dijo uno: «Dios está en nosotros: al agitarnos El, nos enardecemos». Así es como se debe afirmar que Dios es el origen de la inspiración de los Sagrados Libros.



Añaden, además, los modernistas que nada absolutamente hay en dichos libros que carezca de semejante inspiración. En cuya afirmación podría uno creerlos más ortodoxos que a otros modernos que restringen algo la inspiración, como, por ejemplo, cuando excluyen de ellas las citas que se llaman tácitas. Mero juego de palabras, simples apariencias. Pues si juzgamos la Biblia según el agnosticismo, a saber: como una obra humana compuesta por los hombres para los hombres, aunque se dé al teólogo el derecho de llamarla divina por inmanencia, ¿cómo, en fin, podrá restringirse la inspiración? Aseguran, sí, los modernistas la inspiración universal de los libros sagrados, pero en el sentido católico no admiten ninguna.







d) La Iglesia



22. Más abundante materia de hablar ofrece cuanto la escuela modernista fantasea acerca de la Iglesia.



Ante todo, suponen que debe su origen a una doble necesidad: una, que existe en cualquier creyente, y principalmente en el que ha logrado alguna primitiva y singular experiencia para comunicar a otros su fe; otra, después que la fe ya se ha hecho común entre muchos, está en la colectividad, y tiende a reunirse en sociedad para conservar, aumentar y propagar el bien común. ¿Qué viene a ser, pues, la Iglesia? Fruto de la conciencia colectiva o de la unión de las ciencias particulares, las cuales, en virtud de la permanencia vital, dependen de su primer creyente, esto es, de Cristo, si se trata de los católicos.



Ahora bien: cualquier sociedad necesita de una autoridad rectora que tenga por oficio encaminar a todos los socios a un fin común y conservar prudentemente los elementos de cohesión, que en una sociedad religiosa consisten en la doctrina y culto. De aquí surge, en la Iglesia católica, una tripe autoridad: disciplinar, dogmática, litúrgica.



La naturaleza de esta autoridad se ha de colegir de su origen: y de su naturaleza se deducen los derechos y obligaciones. En las pasadas edades fue un error común pensar que la autoridad venía de fuera a la Iglesia, esto es, inmediatamente de Dios; y por eso, con razón, se la consideraba como autocrática. Pero tal creencia ahora ya está envejecida. Y así como se dice que la Iglesia nace de la colectividad de las conciencias, por igual manera la autoridad procede vitalmente de la misma Iglesia. La autoridad, pues, lo mismo que la Iglesia, brota de la conciencia religiosa, a la que, por lo tanto, está sujeta: y, si desprecia esa sujeción, obra tiránicamente. Vivimos ahora en una época en que el sentimiento de la libertad ha alcanzado su mayor altura. En el orden civil, la conciencia pública introdujo el régimen popular. Pero la conciencia del hombre es una sola, como la vida. Luego si no se quiere excitar y fomentar la guerra intestina en las conciencias humanas, tiene la autoridad eclesiástica el deber de usar las formas democráticas, tanto más cuanto que, si no las usa, le amenaza la destrucción. Loco, en verdad, sería quien pensara que en el ansia de la libertad que hoy florece pudiera hacerse alguna vez cierto retroceso. Estrechada y acorralada por la violencia, estallará con más fuerza, y lo arrastrará todo —Iglesia y religión— juntamente.



Así discurren los modernistas, quienes se entregan, por lo tanto, de lleno a buscar los medios para conciliar la autoridad de la Iglesia con la libertad de los creyentes.



23. Pero no sólo dentro del recinto doméstico tiene la Iglesia gentes con quienes conviene que se entienda amistosamente: también las tiene fuera. No es ella la única que habita en el mundo; hay asimismo otras sociedades a las que no puede negar el trato y comunicación. Cuáles, pues, sean sus derechos, cuáles sus deberes en orden a las sociedades civiles es preciso determinar; pero ello tan sólo con arreglo a la naturaleza de la Iglesia, según los modernistas nos la han descrito.



En lo cual se rigen por las mismas reglas que para la ciencia y la fe mencionamos. Allí se hablaba de objetos, aquí de fines. Y así como por razón del objeto, según vimos, son la fe y la ciencia extrañas entre sí, de idéntica suerte lo son el Estado y la Iglesia por sus fines: es temporal el de aquél, espiritual el de ésta. Fue ciertamente licito en otra época subordinar lo temporal a lo espiritual y hablar de cuestiones mixtas, en las que la Iglesia intervenía cual reina y señora, porque se creía que la Iglesia había sido fundada inmediatamente por Dios, como autor del orden sobrenatural. Pero todo esto ya está rechazado por filósofos e historiadores. Luego el Estado se debe separar de la Iglesia; como el católico del ciudadano. Por lo cual, todo católico, al ser también ciudadano, tiene el derecho y la obligación, sin cuidarse de la autoridad de la Iglesia, pospuestos los deseos, consejos y preceptos de ésta, y aun despreciadas sus reprensiones, de hacer lo que juzgue más conveniente para utilidad de la patria. Señalar bajo cualquier pretexto al ciudadano el modo de obrar es un abuso del poder eclesiástico que con todo esfuerzo debe rechazarse.



Las teorías de donde estos errores manan, venerables hermanos, son ciertamente las que solemnemente condenó nuestro predecesor Pío VI en su constitución apostólica Auctorem fidei(13).



24. Mas no le satisface a la escuela de los modernistas que el Estado sea separado de la Iglesia. Así como la fe, en los elementos —que llaman— fenoménicos, debe subordinarse a la ciencia, así en los negocios temporales la Iglesia debe someterse al Estado. Tal vez no lo digan abiertamente, pero por la fuerza del raciocinio se ven obligados a admitirlo. En efecto, admitido que en las cosas temporales sólo el Estado puede poner mano, si acaece que algún creyente, no contento con los actos interiores de religión, ejecuta otros exteriores, como la administración y recepción de sacramentos, éstos caerán necesariamente bajo el dominio del Estado. Entonces, ¿que será de la autoridad eclesiástica? Como ésta no se ejercita sino por actos externos, quedará plenamente sujeta al Estado. Muchos protestantes liberales, por la evidencia de esta conclusión, suprimen todo culto externo sagrado, y aun también toda sociedad externa religiosa, y tratan de introducir la religión que llaman individual.



Y si hasta ese punto no llegan claramente los modernistas, piden entre tanto, por lo menos, que la Iglesia, de su voluntad, se dirija adonde ellos la empujan y que se ajuste a las formas civiles. Esto por lo que atañe a la autoridad disciplinar.



Porque muchísimo peor y más pernicioso es lo que opinan sobre la autoridad doctrinal y dogmática. Sobre el magisterio de la Iglesia, he aquí cómo discurren. La sociedad religiosa no puede verdaderamente ser una si no es una la conciencia de los socios y una la fórmula de que se valgan. Ambas unidas exigen una especie de inteligencia universal a la que incumba encontrar y determinar la fórmula que mejor corresponda a la conciencia común, y a aquella inteligencia le pertenece también toda la necesaria autoridad para imponer a la comunidad la fórmula establecida. Y en esa unión como fusión, tanto de la inteligencia que elige la fórmula cuanto de la potestad que la impone, colocan los modernistas el concepto del magisterio eclesiástico. Como, en resumidas cuentas, el magisterio nace de las conciencias individuales y para bien de las mismas conciencias se le ha impuesto el cargo público, síguese forzosamente que depende de las mismas conciencias y que, por lo tanto, debe someterse a las formas populares. Es, por lo tanto, no uso, sino un abuso de la potestad que se concedió para utilidad prohibir a las conciencias individuales manifestar clara y abiertamente los impulsos que sienten, y cerrar el camino a la crítica impidiéndole llevar el dogma a sus necesarias evoluciones.



De igual manera, en el uso mismo de la potestad, se ha de guardar moderación y templanza. Condenar y proscribir un libro cualquiera, sin conocimiento del autor, sin admitirle ni explicación ni discusión alguna, es en verdad algo que raya en tiranía.



Por lo cual se ha de buscar aquí un camino intermedio que deje a salvo los derechos todos de la autoridad y de la libertad. Mientras tanto, el católico debe conducirse de modo que en público se muestre muy obediente a la autoridad, sin que por ello cese de seguir las inspiraciones de su propia personalidad.



En general, he aquí lo que imponen a la Iglesia: como el fin único de la potestad eclesiástica se refiere sólo a cosas espirituales, se ha de desterrar todo aparato externo y la excesiva magnificencia con que ella se presenta ante quienes la contemplan. En lo que seguramente no se fijan es en que, si la religión pertenece a las almas, no se restringe, sin embargo, sólo a las almas, y que el honor tributado a la autoridad recae en Cristo, que la fundó.







e) La evolución



25. Para terminar toda esta materia sobre la fe y sus «variantes gérmenes» resta, venerables hermanos, oír, en último lugar, las doctrinas de los modernistas acerca del desenvolvimiento de entrambas cosas.



Hay aquí un principio general: en toda religión que viva, nada existe que no sea variable y que, por lo tanto, no deba variarse. De donde pasan a lo que en su doctrina es casi lo capital, a saber: la evolución. Si, pues, no queremos que el dogma, la Iglesia, el culto sagrado, los libros que como santos reverenciamos y aun la misma fe languidezcan con el frío de la muerte, deben sujetarse a las leyes de la evolución. No sorprenderá esto si se tiene en cuenta lo que sobre cada una de esas cosas enseñan los modernistas. Porque, puesta la ley de la evolución, hallamos descrita por ellos mismos la forma de la evolución. Y en primer lugar, en cuanto a la fe. La primitiva forma de la fe, dicen, fue rudimentaria y común para todos los hombres, porque brotaba de la misma naturaleza y vida humana. Hízola progresar la evolución vital, no por la agregación externa de nuevas formas, sino por una creciente penetración del sentimiento religioso en la conciencia. Aquel progreso se realizó de dos modos: en primer lugar, negativamente, anulando todo elemento extraño, como, por ejemplo, el que provenía de familia o nación; después, positivamente, merced al perfeccionamiento intelectual y moral del hombre; con ello, la noción de lo divino se hizo más amplia y más clara, y el sentimiento religioso resultó más elevado. Las mismas causas que trajimos antes para explicar el origen de la fe hay que asignar a su progreso. A lo que hay que añadir ciertos hombres extraordinarios (que nosotros llamamos profetas, entre los cuales el más excelente fue Cristo), ya porque en su vida y palabras manifestaron algo de misterioso que la fe atribuía a la divinidad, ya porque lograron nuevas experiencias, nunca antes vistas, que respondían a la exigencia religiosa de cada época.



Mas la evolución del dogma se origina principalmente de que hay que vencer los impedimentos de la fe, sojuzgar a los enemigos y refutar las contradicciones. Júntese a esto cierto esfuerzo perpetuo para penetrar mejor todo cuanto en los arcanos de la fe se contiene. Así, omitiendo otros ejemplos, sucedió con Cristo: aquello más o menos divino que en él admitía la fe fue creciendo insensiblemente y por grados hasta que, finalmente, se le tuvo por Dios.



En la evolución del culto, el factor principal es la necesidad de acomodarse a las costumbres y tradiciones populares, y también la de disfrutar el valor que ciertos actos han recibido de la costumbre.



En fin, la Iglesia encuentra la exigencia de su evolución en que tiene necesidad de adaptarse a las circunstancias históricas y a las formas públicamente ya existentes del régimen civil.



Así es como los modernistas hablan de cada cosa en particular.



Aquí, empero, antes de seguir adelante, queremos que se advierta bien esta doctrina de las necesidades o indigencias (o sea, en lenguaje vulgar, dei bisogni, como ellos la llaman más expresivamente), pues ella es como la base y fundamento no sólo de cuanto ya hemos visto, sino también del famoso método que ellos denominan histórico.



26. Insistiendo aún en la doctrina de la evolución, debe además advertirse que, si bien las indigencias o necesidades impulsan a la evolución, si la evolución fuese regulada no más que por ellas, traspasando fácilmenté los fines de la tradición y arrancada, por lo tanto, de su primitivo principio vital, se encaminará más bien a la ruina que al progreso. Por lo que, ahondando más en la mente de los modernistas, diremos que la evolución proviene del encuentro opuesto de dos fuerzas, de las que una estimula el progreso mientras la otra pugna por la conservación.



La fuerza conservadora reside vigorosa en la Iglesia y se contiene en la tradición. Represéntala la autoridad religiosa, y eso tanto por derecho, pues es propio de la autoridad defender la tradición, como de hecho, puesto que, al hallarse fuera de las contingencias de la vida, pocos o ningún estímulo siente que la induzcan al progreso. Al contrario, en las conciencias de los individuos se oculta y se agita una fuerza que impulsa al progreso, que responde a interiores necesidades y que se oculta y se agita sobre todo en las conciencias de los particulares, especialmente de aquellos que están, como dicen, en contacto más particular e íntimo con la vida. Observad aquí, venerables hermanos, cómo yergue su cabeza aquella doctrina tan perniciosa que furtivamente introduce en la Iglesia a los laicos como elementos de progreso.



Ahora bien: de una especie de mutuo convenio y pacto entre la fuerza conservadora y la progresista, esto es, entre la autoridad y la conciencia de los particulares, nacen el progreso y los cambios. Pues las conciencias privadas, o por lo menos algunas de ellas, obran sobre la conciencia colectiva; ésta, a su vez, sobre las autoridades, obligándolas a pactar y someterse a lo ya pactado.



Fácil es ahora comprender por qué los modernistas se admiran tanto cuando comprenden que se les reprende o castiga. Lo que se les achaca como culpa, lo tienen ellos como un deber de conciencia.



Nadie mejor que ellos comprende las necesidades de las conciencias, pues la penetran más íntimamente que la autoridad eclesiástica. En cierto modo, reúnen en sí mismos aquellas necesidades, y por eso se sienten obligados a hablar y escribir públicamente. Castíguelos, si gusta, la autoridad; ellos se apoyan en la conciencia del deber, y por íntima experiencia saben que se les debe alabanzas y no reprensiones. Ya se les alcanza que ni el progreso se hace sin luchas ni hay luchas sin víctimas: sean ellos, pues, las víctimas, a ejemplo de los profetas y Cristo. Ni porque se les trate mal odian a la autoridad; confiesan voluntariamente que ella cumple su deber. Sólo se quejan de que no se les oiga, porque así se retrasa el «progreso» de las almas; llegará, no obstante, la hora de destruir esas tardanzas, pues las leyes de la evolución pueden refrenarse, pero no del todo aniquilarse. Continúan ellos por el camino emprendido; lo continúan, aun después de reprendidos y condenados, encubriendo su increíble audacia con la máscara de una aparente humildad. Doblan fingidamente sus cervices, pero con sus hechos y con sus planes prosiguen más atrevidos lo que emprendieron. Y obran así a ciencia y conciencia, ora porque creen que la autoridad debe ser estimulada y no destruida, ora porque les es necesario continuar en la Iglesia, a fin de cambiar insensiblemente la conciencia colectiva. Pero, al afirmar eso, no caen en la cuenta de que reconocen que disiente de ellos la conciencia colectiva, y que, por lo tanto, no tienen derecho alguno de ir proclamándose intérpretes de la misma.



27. Así, pues, venerables hermanos, según la doctrina y maquinaciones de los modernistas, nada hay estable, nada inmutable en la Iglesia. En la cual sentencia les precedieron aquellos de quienes nuestro predecesor Pío IX ya escribía: «Esos enemigos de la revelación divina, prodigando estupendas alabanzas al progreso humano, quieren, con temeraria y sacrílega osadía, introducirlo en la religión católica, como si la religión fuese obra de los hombres y no de Dios, o algún invento filosófico que con trazas humanas pueda perfeccionarse»(14).



Cuanto a la revelación, sobre todo, y a los dogmas, nada se halla de nuevo en la doctrina de los modernistas, pues es la misma reprobada ya en el Syllabus, de Pío IX, y enunciada así: «La revelación divina es imperfecta, y por lo mismo sujeta a progreso continuo e indefinido que corresponda al progreso de la razón humana»(15), y con más solemnidad en el concilio Vaticano, por estas palabras: «Ni, pues, la doctrina de la fe que Dios ha revelado se propuso como un invento filosófico para que la perfeccionasen los ingenios humanos, sino como un depósito divino se entregó a la Esposa de Cristo, a fin de que la custodiara fielmente e infaliblemente la declarase. De aquí que se han de retener también los dogmas sagrados en el sentido perpetuo que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, ni jamás hay que apartarse de él con color y nombre de más alta inteligencia»(16); con esto, sin duda, el desarrollo de nuestros conocimientos, aun acerca de la fe, lejos de impedirse, antes se facilita y promueve. Por ello, el mismo concilio Vaticano prosigue diciendo: «Crezca, pues, y progrese mucho e incesantemente la inteligencia, ciencia, sabiduría, tanto de los particulares como de todos, tanto de un solo hombre como de toda la Iglesia, al compás de las edades y de los siglos; pero sólo en su género, esto es, en el mismo dogma, en el mismo sentido y en la misma sentencia»(17).



28. Después que, entre los partidarios del modernismo, hemos examinado al filósofo, al creyente, al teólogo, resta que igualmente examinemos al historiador, al crítico, al apologista y al reformador.



Algunos de entre los modernistas, que se dedican a escribir historia, se muestran en gran manera solícitos por que no se les tenga como filósofos; y aun alardean de no saber cosa alguna de filosofía. Astucia soberana: no sea que alguien piense que están llenos de prejuicios filosóficos y que no son, por consiguiente, como afirman, enteramente objetivos. Es, sin embargo, cierto que toda su historia y crítica respira pura filosofía, y sus conclusiones se derivan, mediante ajustados raciocinios, de los principios filosóficos que defienden, lo cual fácilmente entenderá quien reflexione sobre ello.



Los tres primeros cánones de dichos historiadores o críticos son aquellos principios mismos que hemos atribuido arriba a los filósofos; es a saber: el agnosticismo, el principio de la transfiguración de las cosas por la fe, y el otro, que nos pareció podía llamarse de la desfiguración. Vamos a ver las conclusiones de cada uno de ellos.



Según el agnosticismo, la historia, no de otro modo que la ciencia, versa únicamente sobre fenómenos. Luego, así Dios como cualquier intervención divina en lo humano, se han de relegar a la fe, como pertenecientes tan sólo a ella.



Por lo tanto, si se encuentra algo que conste de dos elementos, uno divino y otro humano —como sucede con Cristo, la Iglesia, los sacramentos y muchas otras cosas de ese género—, de tal modo se ha de dividir y separar, que lo humano vaya a la historia, lo divino a la fe. De aquí la conocida división, que hacen los modernistas, del Cristo histórico y el Cristo de la fe; de la Iglesia de la historia, y la de la fe; de los sacramentos de la historia, y los de la fe; y otras muchas a este tenor.



Después, el mismo elemento humano que, según vemos, el historiador reclama para sí tal cual aparece en los monumentos, ha de reconocerse que ha sido realzado por la fe mediante la transfiguración más allá de las condiciones históricas. Y así conviene de nuevo distinguir las adiciones hechas por la fe, para referirlas a la fe misma y a la historia de la fe; así, tratándose de Cristo, todo lo que sobrepase a la condición humana, ya natural, según enseña la psicología, ya la correspondiente al lugar y edad en que vivió.



Además, en virtud del tercer principio filosófico, han de pasarse también como por un tamiz las cosas que no salen de la esfera histórica; y eliminan y cargan a la fe igualmente todo aquello que, según su criterio, no se incluye en la lógica de los hechos, como dicen, o no se acomoda a las personas. Pretenden, por ejemplo, que Cristo no dijo nada que pudiera sobrepasar a la inteligencia del vulgo que le escuchaba. Por ello borran de su historia real y remiten a la fe cuantas alegorías aparecen en sus discursos. Se preguntará, tal vez, ¿según qué ley se hace esta separación? Se hace en virtud del carácter del hombre, de su condición social, de su educación, del conjunto de circunstancias en que se desarrolla cualquier hecho; en una palabra: si no nos equivocamos, según una norma que al fin y al cabo viene a parar en meramente subjetiva. Esto es, se esfuerzan en identificarse ellos con la persona misma de Cristo, como revistiéndose de ella; y le atribuyen lo que ellos hubieran hecho en circunstancias semejantes a las suyas.



Así, pues, para terminar, a priori y en virtud de ciertos principios filosóficos —que sostienen, pero que aseguran no saber—, afirman que en la historia que llaman real Cristo no es Dios ni ejecutó nada divino; como hombre, empero, realizó y dijo lo que ellos, refiriéndose a los tiempos en que floreció, le dan derecho de hacer o decir.



29. Así como de la filosofía recibe sus conclusiones la historia, así la crítica de la historia. Pues el crítico, siguiendo los datos que le ofrece el historiador, divide los documentos en dos partes: lo que queda después de la triple partición, ya dicha, lo refieren a la historia real; lo demás, a la historia de la fe o interna. Distinguen con cuidado estas dos historias, y adviértase bien cómo oponen la historia de la fe a la historia real en cuanto real. De donde se sigue que, como ya dijimos, hay dos Cristos: uno, el real, y otro, el que nunca existió de verdad y que sólo pertenece a la fe; el uno, que vivió en determinado lugar y época, y el otro, que sólo se encuentra en las piadosas especulaciones de la fe. Tal, por ejemplo, es el Cristo que presenta el evangelio de San Juan, libro que no es, en todo su contenido, sino una mera especulación.



No termina con esto el dominio de la filosofía sobre la historia. Divididos, según indicamos, los documentos en dos partes, de nuevo interviene el filósofo con su dogma de la inmanencia vital, y hace saber que cuanto se contiene en la historia de la Iglesia se ha de explicar por la emanación vital. Y como la causa o condición de cualquier emanación vital se ha de colocar en cierta necesidad o indigencia, se deduce que el hecho se ha de concebir después de la necesidad y que, históricamente, es aquél posterior a ésta.



¿Qué hace, en ese caso, el historiador? Examinando de nuevo los documentos, ya los que se hallan en los Sagrados Libros, ya los sacados de dondequiera, teje con ellos un catálogo de las singulares necesidades que, perteneciendo ora al dogma, ora al culto sagrado, o bien a otras cosas, se verificaron sucesivamente en la Iglesia. Una vez terminado el catálogo, lo entrega al crítico. Y éste pone mano en los documentos destinados a la historia de la fe, y los distribuye de edad en edad, de forma que cada uno responda al catálogo, guiado siempre por aquel principio de que la necesidad precede al hecho y el hecho a la narración. Puede alguna vez acaecer que ciertas partes de la Biblia, como las epístolas, sean el mismo hecho creado por la necesidad. Sea de esto lo que quiera, hay una regla fija, y es que la fecha de un documento cualquiera se ha de determinar solamente según la fecha en que cada necesidad surgió en la Iglesia.



Hay que distinguir, además, entre el comienzo de cualquier hecho y su desarrollo; pues lo que puede nacer en un día no se desenvuelve sino con el transcurso del tiempo. Por eso debe el crítico dividir los documentos, ya distribuidos, según hemos dicho, por edades, en dos partes —separando los que pertenecen al origen de la cosa y los que pertenecen a su desarrollo—, y luego de nuevo volverá a ordenarlos según los diversos tiempos.



30. En este punto entra de nuevo en escena el filósofo, y manda al historiador que ordene sus estudios conforme a lo que prescriben los preceptos y leyes de la evolución. El historiador vuelve a escudriñar los documentos, a investigar sutilmente las circunstancias y condiciones de la Iglesia en cada época, su fuerza conservadora, sus necesidades internas y externas que la impulsaron al progreso, los impedimentos que sobrevinieron; en una palabra: todo cuanto contribuya a precisar de qué manera se cumplieron las leyes de la evolución. Finalmente, y como consecuencia de este trabajo, puede ya trazar a grandes rasgos la historia de la evolución. Viene en ayuda el crítico, y ya adopta los restantes documentos. Ya corre la pluma, ya sale la historia concluida.



Ahora preguntamos: ¿a quién se ha de atribuir esta historia? ¿Al historiador o al crítico? A ninguno de ellos, ciertamente, sino al filósofo. Allí todo es obra de apriorismo, y de un apriorismo que rebosa en herejías. Causan verdaderamente lástima estos hombres, de los que el Apóstol diría: «Desvaneciéronse en sus pensamientos…, pues, jactándose de ser sabios, han resultado necios»(18); pero ya llegan a molestar, cuando ellos acusan a la Iglesia por mezclar y barajar los documentos en forma tal que hablen en su favor. Achacan, a saber, a la Iglesia aquello mismo de que abiertamente les acusa su propia conciencia.



31. De esta distribución y ordenación —por edades— de los documentos necesariamente se sigue que ya no pueden atribuirse los Libros Sagrados a los autores a quienes realmente se atribuyen. Por esa causa, los modernistas no vacilan a cada paso en asegurar que esos mismos libros, y en especial el Pentateuco y los tres primeros evangelios, de una breve narración que en sus principios eran, fueron poco a poco creciendo con nuevas adiciones e interpolaciones, hechas a modo de interpretación, ya teológica, ya alegórica, o simplemente intercaladas tan sólo para unir entre sí las diversas partes.



Y para decirlo con más brevedad y claridad: es necesario admitir la evolución vital de los Libros Sagrados, que nace del desenvolvimiento de la fe y es siempre paralela a ella.



Añaden, además, que las huellas de esa evolución son tan manifiestas, que casi se puede escribir su historia. Y aun la escriben en realidad con tal desenfado, que pudiera creerse que ellos mismos han visto a cada uno de los escritores que en las diversas edades trabajaron en la amplificación de los Libros Sagrados.



Y, para confirmarlo, se valen de la crítica que denominan textual, y se empeñan en persuadir que este o aquel otro hecho o dicho no está en su lugar, y traen otras razones por el estilo. Parece en verdad que se han formado como ciertos modelos de narración o discursos, y por ellos concluyen con toda certeza sobre lo que se encuentra como en su lugar propio y qué es lo que está en lugar indebido.



Por este camino, quiénes puedan ser aptos para fallar, aprécielo el que quiera. Sin embargo, quien los oiga hablar de sus trabajos sobre los Libros Sagrados, en los que es dado descubrir tantas incongruencias, creería que casi ningún hombre antes de ellos los ha hojeado, y que ni una muchedumbre casi infinita de doctores, muy superiores a ellos en ingenio, erudición y santidad de vida, los ha escudriñado en todos sus sentidos. En verdad que estos sapientísimos doctores tan lejos estuvieron de censurar en nada las Sagradas Escrituras, que cuanto más íntimamente las estudiaban mayores gracias daban a Dios porque así se dignó hablar a los hombres. Pero ¡ay, que nuestros doctores no estudiaron los Libros Sagrados con los auxilios con que los estudian los modernistas! Esto es, no tuvieron por maestra y guía a una filosofía que reconoce su origen en la negación de Dios ni se erigieron a sí mismos como norma de criterio.



32. Nos parece que ya está claro cuál es el método de los modernistas en la cuestión histórica. Precede el filósofo; sigue el historiador; luego ya, de momento, vienen la crítica interna y la crítica textual. Y porque es propio de la primera causa comunicar su virtud a las que la siguen, es evidente que semejante crítica no es una crítica cualquiera, sino que con razón se la llama agnóstica, inmanentista, evolucionista; de donde se colige que el que la profesa y usa, profesa los errores implícitos de ella y contradice a la doctrina católica.



Siendo esto así, podría sorprender en gran manera que entre católicos prevaleciera este linaje de crítica. Pero esto se explica por una doble causa: la alianza, en primer lugar, que une estrechamente a los historiadores y críticos de este jaez, por encima de la variedad de patria o de la diferencia de religión; además, la grandísima audacia con que todos unánimemente elogian y atribuyen al progreso científico lo que cualquiera de ellos profiere y con que todos arremeten contra el que quiere examinar por sí el nuevo portento, y acusan de ignorancia al que lo niega mientras aplauden al que lo abraza y defiende. Y así se alucinan muchos que, si considerasen mejor el asunto, se horrorizarían.



A favor, pues, del poderoso dominio de los que yerran y del incauto asentimiento de ánimos ligeros se ha creado una como corrompida atmósfera que todo lo penetra, difundiendo su pestilencia.



33. Pasemos al apologista. También éste, entre los modernistas, depende del filósofo por dos razones: indirectamente, ante todo, al tomar por materia la historia escrita según la norma, como ya vimos, del filósofo; directamente, luego, al recibir de él sus dogmas y sus juicios. De aquí la afirmación, corriente en la escuela modernista, que la nueva apología debe dirimir las controversias de religión por medio de investigaciones históricas y psicológicas. Por lo cual los apologistas modernistas emprenden su trabajo avisando a los racionalistas que ellos defienden la religión, no con los Libros Sagrados o con historias usadas vulgarmente en la Iglesia, y que estén escritas por el método antiguo, sino con la historia real, compuesta según las normas y métodos modernos. Y eso lo dicen no cual si arguyesen ad hominem, sino porque creen en realidad que sólo tal historia ofrece la verdad. De asegurar su sinceridad al escribir no se cuidan; son ya conocidos entre los racionalistas y alabados también como soldados que militan bajo una misma bandera; y de esas alabanzas, que el verdadero católico rechazaría, se congratulan ellos y las oponen a las reprensiones de la Iglesia.



Pero veamos ya cómo uno de ellos compone la apología. El fin que se propone alcanzar es éste: llevar al hombre, que todavía carece de fe, a que logre acerca de la religión católica aquella experiencia que es, conforme a los principios de los modernistas, el único fundamento de la fe. Dos caminos se ofrecen para esto: uno objetivo, subjetivo el otro. El primero brota del agnosticismo y tiende a demostrar que hay en la religión, principalmente en la católica, tal virtud vital, que persuade a cualquier psicólogo y lo mismo a todo historiador de sano juicio, que es menester que en su historia se oculte algo desconocido. A este fin urge probar que la actual religión católica es absolutamente la misma que Cristo fundó, o sea, no otra cosa que el progresivo desarrollo del germen introducido por Cristo. Luego, en primer lugar, debemos señalar qué germen sea ése; y ellos pretenden significarlo. mediante la fórmula siguiente: Cristo anunció que en breve se establecería el advenimiento del reino de Dios, del que él sería el Mesías, esto es, su autor y su organizador, ejecutor, por divina ordenación. Tras esto se ha de mostrar cómo dicho germen, siempre inmanente en la religión católica y permanente, insensiblemente y según la historia, se desenvolvió y adaptó a las circunstancias sucesivas, tomando de éstas para sí vitalmente cuanto le era útil en las formas doctrinales, culturales, eclesiásticas, y venciendo al mismo tiempo los impedimentos, si alguno salía al paso, desbaratando a los enemigos y sobreviviendo a todo género de persecuciones y luchas. Después que todo esto, impedimentos, adversarios, persecuciones, luchas, lo mismo que la vida, fecundidad de la Iglesia y otras cosas a ese tenor, se mostraren tales que, aunque en la historia misma de la Iglesia aparezcan incólumes las leyes de la evolución, no basten con todo para explicar plenamente la misma historia; entonces se presentará delante y se ofrecerá espontáneamente lo incógnito. Así hablan ellos. Mas en todo este raciocinio no advierten una cosa: que aquella determinación del germen primitivo únicamente se debe al apriorismo del filósofo agnóstico y evolucionista, y que la definición que dan del mismo germen es gratuita y creada según conviene a sus propósitos.



34. Estos nuevos apologistas, al paso que trabajan por afirmar y persuadir la religión católica con las argumentaciones referidas, aceptan y conceden de buena gana que hay en ella muchas cosas que pueden ofender a los ánimos. Y aun llegan a decir públicamente, con cierta delectación mal disimulada, que también en materia dogmática se hallan errores y contradicciones, aunque añadiendo que no sólo admiten excusa, sino que se produjeron justa y legítimamente: afirmación que no puede menos de excitar el asombro. Así también, según ellos, hay en los Libros Sagrados muchas cosas científica o históricamente viciadas de error; pero dicen que allí no se trata de ciencia o de historia, sino sólo de la religión y las costumbres. Las ciencias y la historia son allí a manera de una envoltura, con la que se cubren las experiencias religiosas y morales para difundirlas más fácilmente entre el vulgo; el cual, como no las entendería de otra suerte, no sacaría utilidad, sino daño de otra ciencia o historia más perfecta. Por lo demás, agregan, los Libros Sagrados, como por su naturaleza son religiosos, necesariamente viven una vida; mas su vida tiene también su verdad y su lógica, distintas ciertamente de la verdad y lógica racional, y hasta de un orden enteramente diverso, es a saber: la verdad de la adaptación y proporción, así al medio (como ellos dicen) en que se desarrolla la vida como al fin por el que se vive. Finalmente, llegan hasta afirmar, sin ninguna atenuación, que todo cuanto se explica por la vida es verdadero y legítimo.



35. Nosotros, ciertamente, venerables hermanos, para quienes la verdad no es más que una, y que consideramos que los Libros Sagrados, como «escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor»(19), aseguramos que todo aquello es lo mismo que atribuir a Dios una mentira de utilidad u oficiosa, y aseveramos con las palabras de San Agustín: «Una vez admitida en tan alta autoridad alguna mentira oficiosa, no quedará ya ni la más pequeña parte de aquellos libros que, si a alguien le parece o difícil para las costumbres o increíble para la fe, no se refiera por esa misma perniciosísima regla al propósito o a la condescendencia del autor que miente»(20). De donde se seguirá, como añade. el mismo santo Doctor, «que en aquéllas (es a saber, en las Escrituras) cada cual creerá lo que quiera y dejará de creer lo que no quiera». Pero los apologistas modernistas, audaces, aún van más allá. Conceden, además, que en los Sagrados Libros ocurren a veces, para probar alguna doctrina, raciocinios que no se rigen por ningún fundamento racional, cuales son los que se apoyan en las profecías; pero los defienden también como ciertos artificios oratorios que están legitimados por la vida. ¿Qué más? Conceden y aun afirman que el mismo Cristo erró manifiestamente al indicar el tiempo del advenimiento del reino de Dios, lo cual, dicen, no debe maravillar a nadie, pues también El estaba sujeto a las leyes de la vida.



¿Qué suerte puede caber después de esto a los dogmas de la Iglesia? Estos se hallan llenos de claras contradicciones; pero, fuera de que la lógica vital las admite, no contradicen a la verdad simbólica, como quiera que se trata en ellas del Infinito, el cual tiene infinitos aspectos. Finalmente, todas estas cosas las aprueban y defienden, de suerte que no dudan en declarar que no se puede atribuir al Infinito honor más excelso que el afirmar de El cosas contradictorias.



Mas, cuando ya se ha legitimado la contradicción, ¿qué habrá que no pueda legitimarse?



36. Por otra parte, el que todavía no cree no sólo puede disponerse a la fe con argumentos objetivos, sino también con los subjetivos. Para ello los apologistas modernistas se vuelven a la doctrina de la inmanencia. En efecto, se empeñan en persuadir al hombre de que en él mismo, y en lo más profundo de su naturaleza y de su vida, se ocultan el deseo y la exigencia de alguna religión, y no de una religión cualquiera, sino precisamente la católica; pues ésta, dicen, la reclama absolutamente el pleno desarrollo de la vida.



En este lugar conviene que de nuevo Nos lamentemos grandemente, pues entre los católicos no faltan algunos que, si bien rechazan la doctrina de la inmanencia como doctrina; la emplean, no obstante, para una finalidad apologética; y esto lo hacen tan sin cautela, que parecen admitir en la naturaleza humana no sólo una capacidad y conveniencia para el orden sobrenatural —lo cual los apologistas católicos lo demostraron siempre, añadiendo las oportunas salvedades-—, sino una verdadera y auténtica exigencia.



Mas, para decir verdad, esta exigencia de la religión católica la introducen sólo aquellos modernistas que quieren pasar por más moderados, pues los que llamaríamos integrales pretenden demostrar cómo en el hombre, que todavía no cree, está latente el mismo germen que hubo en la conciencia de Cristo, y que él transmitió a los hombres.



Así, pues, venerables hermanos, reconocemos que el método apologético de los modernistas, que sumariamente dejamos descrito, se ajusta por completo a sus doctrinas; método ciertamente lleno de errores, como las doctrinas mismas; apto no para edificar, sino para destruir; no para hacer católicos, sino para arrastrar a los mismos católicos a la herejía y aun a la destrucción total de cualquier religión.



37. Queda, finalmente, ya hablar sobre el modernista en cuanto reformador. Ya cuanto hasta aquí hemos dicho manifiesta de cuán vehemente afán de novedades se hallan animados tales hombres; y dicho afán se extiende por completo a todo cuanto es cristiano. Quieren que se renueve la filosofía, principalmente en los seminarios: de suerte que, relegada la escolástica a la historia de la filosofía, como uno de tantos sistemas ya envejecidos, se enseñe a los alumnos la filosofía moderna, la única verdadera y la única que corresponde a nuestros tiempos.



Para renovar la teología quieren que la llamada racional tome por fundamento la filosofía moderna, y exigen principalmente que la teología positiva tenga como fundamento la historia de los dogmas. Reclaman también que la historia se escriba y enseñe conforme a su método y a las modernas prescripciones.



Ordenan que los dogmas y su evolución deben ponerse en armonía con la ciencia y la historia.



Por lo que se refiere a la catequesis, solicitan que en los libros para el catecismo no se consignen otros dogmas sino los que hubieren sido reformados y que estén acomodados al alcance del vulgo.



Acerca del sagrado culto, dicen que hay que disminuir las devociones exteriores y prohibir su aumento; por más que otros, más inclinados al simbolismo, se muestran en ello más indulgentes en esta materia.



Andan clamando que el régimen de la Iglesia se ha de reformar en todos sus aspectos, pero principalmente en el disciplinar y dogmático, y, por lo tanto, que se ha de armonizar interior y exteriormente con lo que llaman conciencia moderna, que íntegramente tiende a la democracia; por lo cual, se debe conceder al clero inferior y a los mismos laicos cierta intervención en el gobierno y se ha de repartir la autoridad, demasiado concentrada y centralizada.



Las Congregaciones romanas deben asimismo reformarse, y principalmente las llamadas del Santo Oficio y del Índice.



Pretenden asimismo que se debe variar la influencia del gobierno eclesiástico en los negocios políticos y sociales, de suerte que, al separarse de los ordenamientos civiles, sin embargo, se adapte a ellos para imbuirlos con su espíritu.



En la parte moral hacen suya aquella sentencia de los americanistas: que las virtudes activas han de ser antepuestas a las pasivas, y que deben practicarse aquéllas con preferencia a éstas.



Piden que el clero se forme de suerte que presente su antigua humildad y pobreza, pero que en sus ideas y actuación se adapte a los postulados del modernismo.



Hay, por fin, algunos que, ateniéndose de buen grado a sus maestros protestantes, desean que se suprima en el sacerdocio el celibato sagrado.



¿Qué queda, pues, intacto en la Iglesia que no deba ser reformado por ellos y conforme a sus opiniones?



38. En toda esta exposición de la doctrina de los modernistas, venerables hermanos, pensará por ventura alguno que nos hemos detenido demasiado; pero era de todo punto necesario, ya para que ellos no nos acusaran, como suelen, de ignorar sus cosas; ya para que sea manifiesto que, cuando tratamos del modernismo, no hablamos de doctrinas vagas y sin ningún vínculo de unión entre sí, sino como de un cuerpo definido y compacto, en el cual si se admite una cosa de él, se siguen las demás por necesaria consecuencia. Por eso hemos procedido de un modo casi didáctico, sin rehusar algunas veces los vocablos bárbaros de que usan los modernistas.



Y ahora, abarcando con una sola mirada la totalidad del sistema, ninguno se maravillará si lo definimos afirmando que es un conjunto de todas las herejías. Pues, en verdad, si alguien se hubiera propuesto reunir en uno el jugo y como la esencia de cuantos errores existieron contra la fe, nunca podría obtenerlo más perfectamente de lo que han hecho los modernistas. Pero han ido tan lejos que no sólo han destruido la religión católica, sino, como ya hemos indicado, absolutamente toda religión. Por ello les aplauden tanto los racionalistas; y entre éstos, los más sinceros y los más libres reconocen que han logrado, entre los modernistas, sus mejores y más eficaces auxiliares.



39. Pero volvamos un momento, venerables hermanos, a aquella tan perniciosa doctrina del agnosticismo. Según ella, no existe camino alguno intelectual que conduzca al hombre hacia Dios; pero el sentimiento y la acción del alma misma le deparan otro mejor. Sumo absurdo, que todos ven. Pues el sentimiento del ánimo responde a la impresión de las cosas que nos proponen el entendimiento o los sentidos externos. Suprimid el entendimiento, y el hombre se irá tras los sentidos exteriores con inclinación mayor aún que la que ya le arrastra. Un nuevo absurdo: pues todas las fantasías acerca del sentimiento religioso no destruirán el sentido común; y este sentido común nos enseña que cualquier perturbación o conmoción del ánimo no sólo no nos sirve de ayuda para investigar la verdad, sino más bien de obstáculo. Hablamos de la verdad en sí; esa otra verdad subjetiva, fruto del sentimiento interno y de la acción, si es útil para formar juegos de palabras, de nada sirve al hombre, al cual interesa principalmente saber si fuera de él hay o no un Dios en cuyas manos debe un día caer.



Para obra tan grande le señalan, como auxiliar, la experiencia. Y ¿qué añadiría ésta a aquel sentimiento del ánimo? Nada absolutamente; y sí tan sólo una cierta vehemencia, a la que luego resulta proporcional la firmeza y la convicción sobre la realidad del objeto. Pero, ni aun con estas dos cosas, el sentimiento deja de ser sentimiento, ni le cambian su propia naturaleza siempre expuesta al engaño, si no se rige por el entendimiento; aun le confirman y le ayudan en tal carácter, porque el sentimiento, cuanto más intenso sea, más sentimiento será.



En materia de sentimiento religioso y de la experiencia religiosa en él contenida (y de ello estamos tratando ahora), sabéis bien, venerables hermanos, cuánta prudencia es necesaria y al propio tiempo cuánta doctrina para regir a la misma prudencia. Lo sabéis por el trato de las almas, principalmente de algunas de aquellas en las cuales domina el sentimiento; lo sabéis por la lectura de las obras de ascética: obras que los modernistas menosprecian, pero que ofrecen una doctrina mucho más sólida y una sutil sagacidad mucho más fina que las que ellos se atribuyen a sí mismos.



40. Nos parece, en efecto, una locura, o, por lo menos, extremada imprudencia, tener por verdaderas, sin ninguna investigación, experiencias íntimas del género de las que propalan los modernistas. Y si es tan grande la fuerza y la firmeza de estas experiencias, ¿por qué, dicho sea de paso, no se atribuye alguna semejante a la experiencia que aseguran tener muchos millares de católicos acerca de lo errado del camino por donde los modernistas andan? Por ventura ¿sólo ésta sería falsa y engañosa? Mas la inmensa mayoría de los hombres profesan y profesaron siempre firmemente que no se logra jamás el conocimiento y la experiencia sin ninguna guía ni luz de la razón. Sólo resta otra vez, pues, recaer en el ateísmo y en la negación de toda religión.



Ni tienen por qué prometerse los modernistas mejores resultados de la doctrina del simbolismo que profesan: pues si, como dicen, cualesquiera elementos intelectuales no son otra cosa sino símbolos de Dios, ¿por qué no será también un símbolo el mismo nombre de Dios o el de la personalidad divina? Pero si es así, podría llegarse a dudar de la divina personalidad; y entonces ya queda abierto el camino que conduce al panteísmo.



Al mismo término, es a saber, a un puro y descarnado panteísmo, conduce aquella otra teoría de la inmanencia divina, pues preguntamos: aquella inmanencia, ¿distingue a Dios del hombre, o no? Si lo distingue, ¿en qué se diferencia entonces de la doctrina católica, o por qué rechazan la doctrina de la revelación externa? Mas si no lo distingue, ya tenemos el panteísmo. Pero esta inmanencia de los modernistas pretende y admite que todo fenómeno de conciencia procede del hombre en cuanto hombre; luego entonces, por legítimo raciocinio, se deduce de ahí que Dios es una misma cosa con el hombre, de donde se sigue el panteísmo.



Finalmente, la distinción que proclaman entre la ciencia y la fe no permite otra consecuencia, pues ponen el objeto de la ciencia en la realidad de lo cognoscible, y el de la fe, por lo contrario, en la de lo incognoscible. Pero la razón de que algo sea incognoscible no es otra que la total falta de proporción entre la materia de que se trata y el entendimiento; pero este defecto de proporción nunca podría suprimirse, ni aun en la doctrina de los modernistas; luego lo incognoscible lo será siempre, tanto para el creyente como para el filósofo. Luego si existe alguna religión, será la de una realidad incognoscible. Y, entonces, no vemos por qué dicha realidad no podría ser aun la misma alma del mundo, según algunos racionalistas afirman.



Pero, por ahora, baste lo dicho para mostrar claramente por cuántos caminos el modernismo conduce al ateísmo y a suprimir toda religión. El primer paso lo dio el protestantismo; el segundo corresponde al modernismo; muy pronto hará su aparición el ateísmo.







II. CAUSAS Y REMEDIOS



41. Para un conocimiento más profundo del modernismo, así como para mejor buscar remedios a mal tan grande, conviene ahora, venerables hermanos, escudriñar algún tanto las causas de donde este mal recibe su origen y alimento.



La causa próxima e inmediata es, sin duda, la perversión de la inteligencia. Se le añaden, como remotas, estas dos: la curiosidad y el orgullo. La curiosidad, si no se modera prudentemente, basta por sí sola para explicar cualesquier errores.



Con razón escribió Gregorio XVI, predecesor nuestro(21): «Es muy deplorable hasta qué punto vayan a parar los delirios de la razón humana cuando uno está sediento de novedades y, contra el aviso del Apóstol, se esfuerza por saber más de lo que conviene saber, imaginando, con excesiva confianza en sí mismo, que se debe buscar la verdad fuera de la Iglesia católica, en la cual se halla sin el más mínimo sedimento de error».



Pero mucho mayor fuerza tiene para obcecar el ánimo, e inducirle al error, el orgullo, que, hallándose como en su propia casa en la doctrina del modernismo, saca de ella toda clase de pábulo y se reviste de todas las formas. Por orgullo conciben de sí tan atrevida confianza, que vienen a tenerse y proponerse a sí mismos como norma de todos los demás. Por orgullo se glorían vanísimamente, como si fueran los únicos poseedores de la ciencia, y dicen, altaneros e infatuados: “No somos como los demás hombres”; y para no ser comparados con los demás, abrazan y sueñan todo género de novedades, por muy absurdas que sean. Por orgullo desechan toda sujeción y pretenden que la autoridad se acomode con la libertad. Por orgullo, olvidándose de sí mismos, discurren solamente acerca de la reforma de los demás, sin tener reverencia alguna a los superiores ni aun a la potestad suprema. En verdad, no hay camino más corto y expedito para el modernismo que el orgullo. ¡Si algún católico, sea laico o sacerdote, olvidado del precepto de la vida cristiana, que nos manda negarnos a nosotros mismos si queremos seguir a Cristo, no destierra de su corazón el orgullo, ciertamente se hallará dispuesto como el que más a abrazar los errores de los modernistas!



Por lo cual, venerables hermanos, conviene tengáis como primera obligación vuestra resistir a hombres tan orgullosos, ocupándolos en los oficios más oscuros e insignificantes, para que sean tanto más humillados cuanto más alto pretendan elevarse, y para que, colocados en lugar inferior, tengan menos facultad para dañar. Además, ya vosotros mismos personalmente, ya por los rectores de los seminarios, examinad diligentemente a los alumnos del sagrado clero, y si hallarais alguno de espíritu soberbio, alejadlo con la mayor energía del sacerdocio: ¡ojalá se hubiese hecho esto siempre con la vigilancia y constancia que era menester!



42. Y si de las causas morales pasamos a las que proceden de la inteligencia, se nos ofrece primero y principalmente la ignorancia.



En verdad que todos los modernistas, sin excepción, quieren ser y pasar por doctores en la Iglesia, y aunque con palabras grandilocuentes subliman la escolástica, no abrazaron la primera deslumbrados por sus aparatosos artificios, sino porque su completa ignorancia de la segunda les privó del instrumento necesario para suprimir la confusión en las ideas y para refutar los sofismas. Y del consorcio de la falsa filosofía con la fe ha nacido el sistema de ellos, inficionado por tantos y tan grandes errores.







Táctica modernista



En cuya propagación, ¡ojalá gastaran memos empeño y solicitud! Pero es tanta su actividad, tan incansable su trabajo, que da verdadera tristeza ver cómo se consumen, con intención de arruinar la Iglesia, tantas fuerzas que, bien empleadas, hubieran podido serle de gran provecho. De dos artes se valen para engañar los ánimos: procuran primero allanar los obstáculos que se oponen, y buscan luego con sumo cuidado, aprovechándolo con tanto trabajo como constancia, cuanto les puede servir.



Tres son principalmente las cosas que tienen por contrarias a sus conatos: el método escolástico de filosofar, la autoridad de los Padres y la tradición, el magisterio eclesiástico. Contra ellas dirigen sus más violentos ataques. Por esto ridiculizan generalmente y desprecian la filosofía y teología escolástica, y ya hagan esto por ignorancia o por miedo, o, lo que es más cierto, por ambas razones, es cosa averiguada que el deseo de novedades va siempre unido con el odio del método escolástico, y no hay otro más claro indicio de que uno empiece a inclinarse a la doctrina del modernismo que comenzar a aborrecer el método escolástico. Recuerden los modernistas y sus partidarios la condenación con que Pío IX estimó que debía reprobarse la opinión de los que dicen(22): «El método y los principios con los cuales los antiguos doctores escolásticos cultivaron la teología no corresponden a las necesidades de nuestro tiempo ni al progreso de la ciencia. Por lo que toca a la tradición, se esfuerzan astutamente en pervertir su naturaleza y su importancia, a fin de destruir su peso y autoridad».



Pero, esto no obstante, los católicos venerarán siempre la autoridad del concilío II de Nicea, que condenó «a aquellos que osan…, conformándose con los criminales herejes, despreciar las tradiciones eclesiásticas e inventar cualquier novedad…, o excogitar torcida o astutamente para desmoronar algo de las legítimas tradiciones de la Iglesia católica». Estará en pie la profesión del concilio IV Constantinopolitano: «Así, pues, profesamos conservar y guardar las reglas que la santa, católica y apostólica Iglesia ha recibido, así de los santos y celebérrimos apóstoles como de los concilios ortodoxos, tanto universales como particulares, como también de cualquier Padre inspirado por Dios y maestro de la Iglesia». Por lo cual, los Pontífices Romanos Pío IV y Pío IX decretaron que en la profesión de la fe se añadiera también lo siguiente: «Admito y abrazo firmísimamente las tradiciones apostólicas y eclesiásticas y las demás observancias y constituciones de la misma Iglesia».



Ni más respetuosamente que sobre la tradición sienten los modernistas sobre los santísimos Padres de la Iglesia, a los cuales, con suma temeridad, proponen públicamente, como muy dignos de toda veneración, pero como sumamente ignorantes de la crítica y de la historia: si no fuera por la época en que vivieron, serían inexcusables.



43. Finalmente, ponen su empeño todo en menoscabar y debilitar la autoridad del mismo ministerio eclesiástico, ya pervirtiendo sacrílegamente su origen, naturaleza y derechos, ya repitiendo con libertad las calumnias de los adversarios contra ella. Cuadra, pues, bien al clan de los modernistas lo que tan apenado escribió nuestro predecesor:



«Para hacer despreciable y odiosa a la mística Esposa de Cristo, que es verdadera luz, los hijos de las tinieblas acostumbraron a atacarla en público con absurdas calumnias, y llamarla, cambiando la fuerza y razón de los nombres y de las cosas, amiga de la oscuridad, fautora de la ignorancia y enemiga de la luz y progreso de las ciencias.»(23)



Por ello, venerables hermanos, no es de maravillar que los modernistas ataquen con extremada malevolencia y rencor a los varones católicos que luchan valerosamente por la Iglesia. No hay ningún género de injuria con que no los hieran; y a cada paso les acusan de ignorancia y de terquedad. Cuando temen la erudición y fuerza de sus adversarios, procuran quitarles la eficacia oponiéndoles la conjuración del silencio. Manera de proceder contra los católicos tanto más odiosa cuanto que, al propio tiempo, levantan sin ninguna moderación, con perpetuas alabanzas, a todos cuantos con ellos consienten; los libros de éstos, llenos por todas partes de novedades, recíbenlos con gran admiración y aplauso; cuanto con mayor audacia destruye uno lo antiguo, rehúsa la tradición y el magisterio eclesiástico, tanto más sabio lo van pregonando. Finalmente, ¡cosa que pone horror a todos los buenos!, si la Iglesia condena a alguno de ellos, no sólo se aúnan para alabarle en público y por todos medios, sino que llegan a tributarle casi la veneración de mártir de la verdad.



Con todo este estrépito, así de alabanzas como de vituperios, conmovidos y perturbados los entendimientos de los jóvenes, por una parte para no ser tenidos por ignorantes, por otra para pasar por sabios, a la par que estimulados interiormente por la curiosidad y la soberbia, acontece con frecuencia que se dan por vencidos y se entregan al modernismo.



44. Pero esto pertenece ya a los artificios con que los modernistas expenden sus mercancías. Pues ¿qué no maquinan a trueque de aumentar el número de sus secuaces? En los seminarios y universídades andan a la caza de las cátedras, que convierten poco a poco en cátedras de pestilencia. Aunque sea veladamente, inculcan sus doctrinas predicándolas en los púlpitos de las iglesias; con mayor claridad las publican en sus reuniones y las introducen y realzan en las instituciones sociales. Con su nombre o seudónimos publican libros, periódicos, revistas. Un mismo escritor usa varios nombres para así engañar a los incautos con la fingida muchedumbre de autores. En una palabra: en la acción, en las palabras, en la imprenta, no dejan nada por intentar, de suerte que parecen poseídos de frenesí.



Y todo esto, ¿con qué resultado? ¡Lloramos que un gran número de jóvenes, que fueron ciertamente de gran esperanza y hubieran trabajado provechosamente en beneficio de la Iglesia, se hayan apartado del recto camino! Nos son causa de dolor muchos más que, aun cuando no hayan llegado a tal extremo, como inficionados por un aire corrompido, se acostumbraron a pensar, hablar y escribir con mayor laxitud de lo que a católicos conviene. Están entre los seglares; también entre los sacerdotes, y no faltan donde menos eran de esperarse: en las mismas órdenes religiosas. Tratan los estudios bíblicos conforme a las reglas de los modernistas. Escriben historias donde, so pretexto de aclarar la verdad, sacan a luz con suma diligencia y con cierta manifiesta fruición todo cuanto parece arrojar alguna mácula sobre la Iglesia. Movidos por cierto apriorismo, usan todos los medios para destruir las sagradas tradiciones populares; desprecian las sagradas reliquias celebradas por su antigüedad. En resumen, arrástralos el vano deseo de que el mundo hable de ellos, lo cual piensan no lograr si dicen solamente las cosas que siempre y por todos se dijeron. Y entre tanto, tal vez estén convencidos de que prestan un servicio a Dios y a la Iglesia; pero, en realidad, perjudican gravísimamente, no sólo con su labor, sino por la intención que los guía y porque prestan auxilio utilísimo a las empresas de los modernistas.







Remedios eficaces



45. Nuestro predecesor, de feliz recuerdo, León XIII, procuró oponerse enérgicamente, de palabra y por obra, a este ejército de tan grandes errores que encubierta y descubiertamente nos acomete. Pero los modernistas, como ya hemos visto, no se intimidan fácilmente con tales armas, y simulando sumo respeto o humildad, han torcido hacia sus opiniones las palabras del Pontífice Romano y han aplicado a otros cualesquiera sus actos; así, el daño se ha hecho de día en día más poderoso.



Por ello, venerables hermanos, hemos resuelto sin más demora acudir a los más eficaces remedios. Os rogamos encarecidamente que no sufráis que en tan graves negocios se eche de menos en lo más mínimo vuestra vigilancia, diligencia y fortaleza; y lo que os pedimos, y de vosotros esperamos, lo pedimos también y lo esperamos de los demás pastores de almas, de los educadores y maestros de la juventud clerical, y muy especialmente de los maestros superiores de las familias religiosas.



46. I. En primer lugar, pues, por lo que toca a los estudios, queremos, y definitivamente mandamos, que la filosofía escolástica se ponga por fundamento de los estudios sagrados.



A la verdad, «si hay alguna cosa tratada por los escolásticos con demasiada sutileza o enseñada inconsideradamente, si hay algo menos concorde con las doctrinas comprobadas de los tiempos modernos, o finalmente, que de ningún modo se puede aprobar, de ninguna manera está en nuestro ánimo proponerlo para que sea seguido en nuestro tiempo»(24).



Lo principal que es preciso notar es que, cuando prescribimos que se siga la filosofía escolástica, entendemos principalmente la que enseñó Santo Tomás de Aquino, acerca de la cual, cuanto decretó nuestro predecesor queremos que siga vigente y, en cuanto fuere menester, lo restablecemos y confirmamos, mandando que por todos sea exactamente observado. A los obispos pertenecerá estimular y exigir, si en alguna parte se hubiese descuidado en los seminarios, que se observe en adelante, y lo mismo mandamos a los superiores de las órdenes religiosas. Y a los maestros les exhortamos a que tengan fijamente presente que el apartarse del Doctor de Aquino, en especial en las cuestiones metafísicas, nunca dejará de ser de gran perjuicio.



47. Colocado ya así este cimiento de la filosofía, constrúyase con gran diligencia el edificio teológico.



Promoved, venerables hermanos, con todas vuestras fuerzas el estudio de la teología, para que los clérigos salgan de los seminarios llenos de una gran estima y amor a ella y que la tengan siempre por su estudio favorito. Pues «en la grande abundancia y número de disciplinas que se ofrecen al entendimiento a codicioso de la verdad, a nadie se le oculta que la sagrada teología reclama para sí el lugar primero; tanto que fue sentencia antigua de los sabios que a las demás artes y ciencias les pertenecía la obligación de servirla y prestarle, su obsequio como criadas»(25).



A esto añadimos que también nos parecen dignos de alabanza algunos que, sin menoscabo de la reverencia debida a la Tradición, a los Padres y al Magisterio eclesiástico, se esfuerzan por ilustrar la teología positiva con las luces tomadas de la verdadera historia, conforme al juicio prudente y a las normas católicas (lo cual no se puede decir igualmente de todos). Cierto, hay que tener ahora más cuenta que antiguamente de la teología positiva; pero hagamos esto de modo que no sufra detrimento la escolástica, y reprendamos a los que de tal manera alaban la teología positiva, que parecen con ello despreciar la escolástica, a los cuales hemos de considerar como fautores de los modernistas.



48. Sobre las disciplinas profanas, baste recordar lo que sapientísimamente dijo nuestro predecesor (26): «Trabajad animosamente en el estudio de las cosas naturales, en el cual los inventos ingeniosos y los útiles atrevimientos de nuestra época, así como los admiran con razón los contemporáneos, así los venideros los celebrarán con perenne aprobación y alabanzas». Pero hagamos esto sin daño de los estudios sagrados, lo cual avisa nuestro mismo predecesor, continuando con estas gravísimas palabras(27): «La causa de los cuales errores, quien diligentemente la investigare, hallará que consiste principalmente en que en estos nuestros tiempos, cuanto mayor es el fervor con que se cultivan las ciencias naturales, tanto más han decaído las disciplinas más graves y elevadas, de las que algunas casi yacen olvidadas de los hombres; otras se tratan con negligencia y superficialmente y (cosa verdaderamente indigna) empañando el esplendor de su primera dignidad, se vician con doctrinas perversas y con las más audaces opiniones». Mandamos, pues, que los estudios de las ciencias naturales se conformen a esta regla en los sagrados seminarios.



49. II. Preceptos estos nuestros y de nuestro predecesor, que conviene tener muy en cuenta siempre que se trate de elegir los rectores y maestros de los seminarios o de las universidades católicas.



Cualesquiera que de algún modo estuvieren imbuidos de modernismo, sin miramiento de ninguna clase sean apartados del oficio, así de regir como de enseñar, y si ya lo ejercitan, sean destituidos; asimismo, los que descubierta o encubiertamente favorecen al modernismo, ya alabando a los modernistas, y excusando su culpa, ya censurando la escolástica, o a los Padres, o al Magisterio eclesiástico, o rehusando la obediencia a la potestad eclesiástica en cualquiera que residiere, y no menos los amigos de novedades en la historia, la arqueología o las estudios bíblicos, así como los que descuidam la ciencia sagrada o parecen anteponerle las profanas. En esta materia, venerables hermanos, principalmente en la elección de maestros, nunca será demasiada la vigilancia y la constancia; pues los discípulos se forman las más de las veces según el ejemplo de sus profesores; por lo cual, penetrados de la obligación de vuestro oficio, obrad en ello con prudencia y fortaleza.



Con semejante severidad y vigilancia han de ser examinados y elegidos los que piden las órdenes sagradas; ¡lejos, muy lejos de las sagradas órdenes el amor de las novedades! Dios aborrece los ánimos saberbios y contumaces.



Ninguno en lo sucesivo reciba el doctorado en teología o derecho canónico si antes no hubiere seguido los cursos establecidos de filosofía escolástica; y si lo recibiese, sea inválido.



Lo que sobre la asistencia a las universidades ordenó la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares en 1896 a los clérigos de Italia, así seculares como regulares, decretamos que se extienda a todas las naciones(28).



Los clérigos y sacerdotes que se matricularen en cualquier universidad o instituto católico, no estudien en la universidad oficial las ciencias de que hubiere cátedras en los primeros. Si en alguna parte se hubiere permitido esto, mandamos que no se permita en adelante.



Los obispos que estén al frente del régimen de dichos institutos o universidades procuren con toda diligencia que se observe constantemente todo lo mandado hasta aquí.



50. III- También es deber de los obispos cuidar que los escritos de los modernistas o que saben a modernismo o lo promueven, si han sido publicados, no sean leídos; y, si no lo hubieren sido, no se publiquen.



No se permita tampoco a los adolescentes de los seminarios, ni a los alumnos de 1as universidades, cualesquier libros, periódicos y revistas de este género, pues no les harían menos daño que los contrarios a las buenas costumbres; antes bien, les dañarían más por cuanto atacan los principios mismos de la vida cristiana.



Ni hay que formar otro juicio de los escritos de algunos católicos, hombres, por lo demás, sin mala intención; pero que, ignorantes de la ciencia teológica y empapados en la filosofía moderna, se esfuerzan por concordar ésta con la fe, pretendiendo, como dicen, promover la fe por este camino. Tales escritos, que se leen sin temor, precisamente por el buen nombre y opinión de sus autores, tienen mayor peligro para inducir paulatinamente al modernismo.



Y, en general, venerables hermanos, para poner orden en tan grave materia, procurad enérgicamente que cualesquier libros de perniciosa lectura que anden en la diócesis de cada uno de vosotros, sean desterrados, usando para ello aun de la solemne prohibición. Pues, por más que la Sede Apostólica emplee todo su esfuerzo para quitar de en medio semejantes escritos, ha crecido ya tanto su número, que apenas hay fuerzas capaces de catalogarlos todos; de donde resulta que algunas veces venga la medicina demasiado tarde, cuando el mal ha arraigado por la demasiada dilación. Queremos, pues, que los prelados de la Iglesia, depuesto todo temor, y sin dar oídos a la prudencia de la carne ni a los clamores de los malos, desempeñen cada uno su cometido, con suavidad, pero constantemente, acordándose de lo que en la constitución apostólica Officiorum prescribió León XIII: «Los ordinarios, aun como delegados de la Sede Apostólica, procuren proscribir y quitar de manos de los fieles los libros y otros escritos nocivos publicados o extendidos en la diócesis»(29), con las cuales palabras, si por una parte se concede el derecho, por otra se impone el deber. Ni piense alguno haber cumplido con esta parte de su oficio con delatarnos algún que otro libro, mientras se consiente que otros muchos se esparzan y divulguen por todas partes.



Ni se os debe poner delante, venerables hermanos, que el autor de algún libro haya obtenido en otra diócesis la facultad que llaman ordinariamente Imprimatur; ya porque puede ser falsa, ya porque se pudo dar con negligencia o por demasiada benignidad, o por demasiada confianza puesta en el autor; cosa esta última que quizá ocurra alguna vez en las órdenes religiosas. Añádase que, así como no a todos convienen los mismos manjares, así los libros que son indiferentes en un lugar, pueden, en otro, por el conjunto de las circunstancias, ser perjudiciales; si, pues, el obispo, oída la opinión de personas prudentes, juzgare que debe prohibir algunos de estos libros en su diócesis, le damos facultad espontáneamente y aun le encomendamos esta obligación. Hágase en verdad del modo más suave, limitando la prohibición al clero, si esto bastare; y quedando en pie la obligación de los libreros católicos de no exponer para la venta los libros prohibidos por el obispo.



Y ya que hablamos de los libreros, vigilen los obispos, no sea que por codicia del lucro comercien con malas mercancías. Ciertamente, en los catálogos de algunos se anuncian en gran número los libros de los modernistas, y no con pequeños elogios. Si, pues, tales libreros se niegan a obedecer, los obispos, después de haberles avisado, no vacilen en privarles del título de libreros católicos, y mucho más del de episcopales, si lo tienen, y delatarlos a la Sede Apostólica si están condecorados con el título pontificio.



Finalmente, recordamos a todos lo que se contiene en la mencionada constitución apostólica Officiorum, artículo 26: «Todos los que han obtenido facultad apostólica de leer y retener libros prohibidos, no pueden, por eso sólo, leer y retener cualesquier libros o periódicos prohibidos por los ordinarios del lugar, salvo en el caso de que en el indulto apostólico se les hubiere dado expresamente la facultad de leer y retener libros condenados por quienquiera que sea».



51. IV. Pero tampoco basta impedir la venta y lectura de los malos libros, sino que es menester evitar su publicación; por lo cual, los obispos deben conceder con suma severidad la licencia para imprimirlos.



Mas porque, conforme a la constitución Officiorum, son muy numerosas las publicaciones que solicitan el permiso del ordinario, y el obispo no puede por sí mismo enterarse de todas, en algunas diócesis se nombran, para hacer este reconocimiento, censores ex officio en suficiente número. Esta institución de censores nos merece los mayores elogios, y no sólo exhortamos, sino que absolutamente prescribimos que se extienda a todas las diócesis. En todas las curias episcopales haya, pues, censores de oficio que reconozcan las cosas que se han de publicar: elíjanse de ambos cleros, sean recomendables por su edad, erudición y prudencia, y tales que sigan una vía media y segura en el aprobar y reprobar doctrinas. Encomiéndese a éstos el reconocimiento de los escritos que, según los artículos 41 y 42 de la mencionada constitución, necesiten licencia para publicarse. El censor dará su sentencia por escrito; y, si fuere favorable, el obispo otorgará la licencia de publicarse, con la palabra Imprimatur, a la cual se deberá anteponer la fórmula Nihil obstat, añadiendo el nombre del censor.



En la curia romana institúyanse censores de oficio, no de otra suerte que en todas las demás, los cuales designará el Maestro del Sacro Palacio Apostólico, oído antes el Cardenal-Vicario del Pontífice in Urbe, y con la anuencia y aprobación del mismo Sumo Pontífice. El propio Maestro tendrá a su cargo señalar los censores que deban reconocer cada escrito, y darán la facultad, así él como el Cardenal-Vicario del Pontífice, o el Prelado que hiciere sus veces, presupuesta la fórmula de aprobación del censor, como arriba decimos, y añadido el nombre del mismo censor.



Sólo en circunstancias extraordinarias y muy raras, al prudente arbitrio del obispo, se podrá omitir la mención del censor. Los autores no lo conocerán nunca, hasta que hubiere declarado la sentencia favorable, a fin de que no se cause a los censores alguna molestia, ya mientras reconocen los escritos, ya en el caso de que no aprobaran su publicación.



Nunca se elijan censores de las órdenes religiosas sin oír antes en secreto la opinión del superior de la provincia o, cuando se tratare de Roma, del superior general; el cual dará testimonio, bajo la responsabilidad de su cargo, acerca de las costumbres, ciencia e integridad de doctrina del elegido.



Recordamos a los superiores religiosos la gravísima obligación que les incumbe de no permitir nunca que se publique escrito alguno por sus súbditos sin que medie la licencia suya y la del ordinario.



Finalmente, mandamos y declaramos que el título de censor, de que alguno estuviera adornado, nada vale ni jamás puede servir para dar fuerza a sus propias opiniones privadas.



52. Dichas estas cosas en general, mandamos especialmente que se guarde con diligencia lo que en el art. 42 de la constitución Officiorum se decreta con estas palabras: «Se prohíbe a los individuos del clero secular tomar la dirección de diarios u hojas periódicas sin previa licencia de su ordinario». Y si algunos usaren malamente de esta licencia, después de avisados sean privados de ella.



Por lo que toca a los sacerdotes que se llaman corresponsales o colaboradores, como acaece con frecuencia que publiquen en los periódicos o revistas escritos inficionados con la mancha del modernismo, vigílenles bien los obispos; y si faltaren, avísenles y hasta prohíbanles seguir escribiendo. Amonestamos muy seriamente a los superiores religiosos para que hagan lo mismo; y si obraren con alguna negligencia, provean los ordinarios como delegados del Sumo Pontífice.



Los periódicos y revistas escritos por católicos tengan, en cuanto fuere posible, censor señalado; el cual deberá leer oportunamente todas las hojas o fascículos, luego de publicados; y si hallare algo peligrosamente expresado, imponga una rápida retractación. Y los obispos tendrán esta misma facultad, aun contra el juicio favorable del censor.



53. V. Más arriba hemos hecho mención de los congresos y públicas asambleas, por ser reuniones donde los modernistas procuran defender públicamente y propagar sus opiniones.



Los obispos no permitirán en lo sucesivo que se celebren asambleas de sacerdotes sino rarísima vez; y si las permitieren, sea bajo condición de que no se trate en ellas de cosas tocantes a los obispos o a la Sede Apostólica; que nada se proponga o reclame que induzca usurpación de la sagrada potestad, y que no se hable en ninguna manera de cosa alguna que tenga sabor de modernismo, presbiterianismo o laicismo.



A estos congresos, cada uno de los cuales deberá autorizarse por escrito y en tiempo oportuno, no podrán concurrir sacerdotes de otras diócesis sin Letras comendaticias del propio obispo.



Y todos los sacerdotes tengan muy fijo en el ánimo lo que recomendó León XIII con estas gravísimas palabras(30): «Consideren los sacerdotes como cosa intangible la autoridad de sus prelados, teniendo por cierto que el ministerio sacerdotal, si no se ejercitare conforme al magisterio de los obispos, no será ni santo, ni muy útil, ni honroso».



54. VI. Pero ¿de qué aprovechará, venerables hermanos, que Nos expidamos mandatos y preceptos si no se observaren puntual y firmemente? Lo cual, para que felizmente suceda, conforme a nuestros deseos, nos ha parecido conveniente extender a todas las diócesis lo que hace muchos años decretaron prudentísimamente para las suyas los obispos de Umbría(31): «Para expulsar —decían— los errores ya esparcidos y para impedir que se divulguen más o que salgan todavía maestros de impiedad que perpetúen los perniciosos efectos que de aquella divulgación procedieron, el Santo Sínodo, siguiendo las huellas de San Carlos Borromeo, decreta que en cada diócesis se instituya un Consejo de varones probados de uno y otro clero, al cual pertenezca vigilar qué nuevos errores y con qué artificios se introduzcan o diseminen, y avisar de ello al obispo, para que, tomado consejo, ponga remedio con que este daño pueda sofocarse en su mismo principio, para que no se esparza más y más, con detrimento de las almas, o, lo que es peor, crezca de día en día y se confirme».



Mandamos, pues, que este Consejo, que queremos se llame de Vigilancia, sea establecido cuanto antes en cada diócesis, y los varones que a él se llamen podrán elegirse del mismo o parecido modo al que fijamos arriba respecto de los censores. En meses alternos y en día prefijado se reunirán con el obispo y quedarán obligados a guardar secreto acerca de lo que allí se tratare o dispusiere.



Por razón de su oficio tendrán las siguientes incumbencias: investigarán con vigilancia los indicios y huellas de modernismo, así en los libros como en las cátedras; prescribirán prudentemente, pero con prontitud y eficacia, lo que conduzca a la incolumidad del clero y de la juventud.



Eviten la novedad de los vocablos, recordando los avisos de León XIII(32): «No puede aprobarse en los escritos de los católicos aquel modo de hablar que, siguiendo las malas novedades, parece ridiculizar la piedad de los fieles y anda proclamando un nuevo orden de vida cristiana, nuevos preceptos de la Iglesia, nuevas aspiraciones del espíritu moderno, nueva vocación social del clero, nueva civilización cristiana y otras muchas cosas por este estilo». Tales modos de hablar no se toleren ni en los libros ni en las lecciones.



No descuiden aquellos libros en que se trata de algunas piadosas tradiciones locales o sagradas reliquias; ni permitan que tales cuestiones se traten en los periódicos o revistas destinados al fomento de la piedad, ni con palabras que huelan a desprecio o escarnio, ni con sentencia definitiva; principalmente, si, como suele acaecer, las cosas que se afirman no salen de los límites de la probabilidad o estriban en opiniones preconcebidas.



55. Acerca de las sagradas reliquias, obsérvese lo siguiente: Si los obispos, a quienes únicamente compete esta facultad, supieren de cierto que alguna reliquia es supuesta, retírenla del culto de los fieles. Si las «auténticas» de alguna reliquia hubiesen perecido, ya por las revoluciones civiles, ya por cualquier otro caso fortuito, no se proponga a la pública veneración sino después de haber sido convenientemente reconocida por el obispo. El argumento de la prescripción o de la presunción fundada sólo valdrá cuando el culto tenga la recomendación de la antigüedad, conforme a lo decretado en 1896 por la Sagrada Congregación de Indulgencias y Sagradas Reliquias, al siguiente tenor: «Las reliquias antiguas deben conservarse en la veneración que han tenido hasta ahora, a no ser que, en algún caso particular, haya argumento cierto de ser falsas o supuestas».



Cuando se tratare de formar juicio acerca de las piadosas tradiciones, conviene recordar que la Iglesia usa en esta materia de prudencia tan grande que no permite que tales tradiciones se refieran por escrito sino con gran cautela y hecha la declaración previa ordenada por Urbano VIII, y aunque esto se haga como se debe, la Iglesia no asegura, con todo, la verdad del hecho; se limita a no prohibir creer al presente, salvo que falten humanos argumentos de credibilidad. Enteramente lo mismo decretaba hace treinta años la Sagrada Congregación de Ritos(33): «Tales apariciones o revelaciones no han sido aprobadas ni reprobadas por la Sede Apostólica, la cual permite sólo que se crean píamente, con mera fe humana, según la tradición que dicen existir, confirmada con idóneos documentos, testimonios y monumentos». Quien siguiere esta regla estará libre de todo temor, pues la devoción de cualquier aparición, en cuanto mira al hecho mismo y se llama relativa, contiene siempre implícita la condición de la verdad del hecho; mas, en cuanto es absoluta, se funda siempre en la verdad, por cuanto se dirige a la misma persona de los Santos a quienes honramos. Lo propio debe afirmarse de las reliquias.



Encomendamos, finalmente, al mencionado Consejo de Vigilancia que ponga los ojos asidua y diligentemente, así en las instituciones sociales como en cualesquier escritos de materias sociales, para que no se esconda en ellos algo de modernismo, sino que concuerden con los preceptos de los Pontífices Romanos.



56. VII. Para que estos mandatos no caigan en olvido, queremos y mandamos que los obispos de cada diócesis, pasado un año después de la publicación de las presentes Letras, y en adelante cada tres años, den cuenta a la Sede Apostólica, con Relación diligente y jurada, de las cosas que en esta nuestra epístola se ordenan; asimismo, de las doctrinas que dominan en el clero y, principalmente, en los seminarios y en los demás institutos católicos, sin exceptuar a los exentos de la autoridad de los ordinarios. Lo mismo mandamos a los superiores generales de las órdenes religiosas por lo que a sus súbditos se refiere.







CONCLUSIÓN



Estas cosas, venerables hermanos, hemos creído deberos escribir para procurar la salud de todo creyente. Los adversarios de la Iglesia abusarán ciertamente de ellas para refrescar la antigua calumnia que nos designa como enemigos de la sabiduría y del progreso de la humanidad. Mas para oponer algo nuevo a estas acusaciones, que refuta con perpetuos argumentos la historia de la religión cristiana, tenemos designio de promover con todas nuestras fuerzas una Institución particular, en la cual, con ayuda de todos los católicos insignes por la fama de su sabiduría, se fomenten todas las ciencias y todo género de erudición, teniendo por guía y maestra la verdad católica. Plegue a Dios que podamos realizar felizmente este propósito con el auxilio de todos los que aman sinceramente a la Iglesia de Cristo. Pero de esto os hablaremos en otra ocasión.



Entre tanto, venerables hermanos, para vosotros, en cuyo celo y diligencia tenemos puesta la mayor confianza, con toda nuestra alma pedimos la abundancia de luz muy soberana que, en medio de los peligros tan grandes para las almas a causa de los errores que de doquier nos invaden, os ilumine en cuanto os incumbe hacer y para que os entreguéis con enérgica fortaleza a cumplir lo que entendiereis. Asístaos con su virtud Jesucristo, autor y consumador de nuestra fe; y con su auxilio e intercesión asístaos la Virgen Inmaculada, destructora de todas las herejías, mientras Nos, en prenda de nuestra caridad y del divino consuelo en la adversidad, de todo corazón os damos, a vosotros y a vuestro clero y fieles, nuestra bendición apostólica.



Dado en Roma, junto a San Pedro, el 8 de septiembre de 1907, año quinto de nuestro pontificado.





--------------------------------------------------------------------------------



Notas



1. Hch 20,30.



2. Tit 1,10.



3. 2 Tim 3,13.



4. De revelat. can.l.



5. Ibíd., can.2.



6. De fide can.2.



7. De revelat. can.3.



8. Gregorio XVI, enc. Singulari Nos, 25 junio 1834.



9. Brev. ad ep. Wratislav., 13 jun. 1857.



10. Ep. ad Magistros Theolog. París, non. iul. 1223.



11. Prop. 29 damn. a Leone X, Bulla Exsurge Domine, 16 maii 1520: «Hásenos abierto el camino de enervar la autoridad de los concilios, contradecir libremente sus hechos, juzgar sus decretos y confesar confiadamente lo que parezca verdadero, ya lo apruebe, ya lo repruebe cualquier concilio».



12. Sess. 7. De sacramentis in genere can. 5.



13. Prop. 2: «La proposición que dice que la potestad ha sido dada por Dios a la Iglesia para comunicarla a los Pastores, que son sus ministros, en orden a la salvación de las almas; entendida de modo que de la comunidad de los fieles se deriva en los Pastores el poder del ministerio y régimen eclesiástico, es herética». Prop. 3: «Además, la que afirma que el Pontífice Romano es cabeza ministerial, explicada de suerte que el Romano Pontífice, no de Cristo en la persona de San Pedro, sino de la Iglesia reciba la potestad de ministerio que, como sucesor de Pedro, verdadero Vicario de Cristo y cabeza de toda la Iglesia, posee en la universal Iglesia, es herética».



14. Enc. Qui pluribus, 8 nov. 1846



15. Syll. pr.5.



16. Const. Dei Filius c.4.



17. L. c.



18. Rom 1,21.22.



19. Conc. Vat. I, De revelat. c.2.



20. Ep. 28,3.



21. Enc. Singulari Nos.



22. Syll. pr.13.



23. Motu pr. Ut mysticam, 11 mart. 1891.



24. León XIII, Enc. Aeterni Patris.



25. León XIII, Litt. ap. In magna, 10 dic. 1889.



26. Alloc. 7 mar 1880.



27. L. c.



28. Cf. ASS 29 (1896) 359.



29. Ibíd., 30 (1897) 39.



30. Enc. Nobilissima Gallorum, 10 febr. 1884.



31. Act. Consess. Ep. Umbriae, nov. 1849, tit.2 a.6.



32. Instr. S. C. NN. EE. EE., 27 en. 1902.



33. Decr. 2 mayo 1877.









Notre charge apostolique

29 noviembre, 2011

en Doctrina, Le SIllon, San Pío XNotre charge apostolique supone una palabra condenatoria de un movimiento (“sillonista”) que, habiendo partido del seno de la Iglesia, se iba separando poco a poco de ésta, adquiriendo una tendencia democrática y amparadora de la libertad religiosa. San Pío X condena precisamente estos errores de aquel movimiento, que finalmente se sometió a la autoridad papal y acabó disolviéndose.



Documento en pdf (con breve explicación sobre el movimiento “sillonista”)



A nuestros amadísimos hijos,



Pierre-Hector Couillé, Cardenal de la S.I.R., Arzobispo de Lyon;



Louis-Henry Luçon, Cardenal de la S.I.R., Arzobispo de Reims;



Paulin-Pierre Andrieu, Cardenal de la S.I.R., Arzobispo de Burdeos;



y a todos los demás venerables hermanos, los arzobisopos y obispos franceses.



VENERABLES HERMANOS,



SALUD Y BENDICIÓN APOSTÓLICA







[1] Nuestro cargo apostólico nos obliga a vigilar por la pureza de la fe y por la integridad de la disciplina católica; a preservar a los fieles de los peligros del error y del mal, sobre todo cuando el error y el mal les son presentados con un lenguaje atrayente, que, ocultando la vaguedad de las ideas y el equívoco de las expresiones bajo el ardor del sentimiento y la sonoridad de las palabras, puede encender los corazones a favor de causas seductoras, pero funestas. Tales han sido en otro tiempo las doctrinas de las llamados filósofos del siglo XVIII, las de la Revolución y las del liberalismo, tantas veces condenadas; tales son también hoy día las teorías del Sillon, que, bajo sus brillantes y generosas apariencias, faltan con mucha frecuencia a la claridad, a la lógica y a la verdad, y, bajo este aspecto, no realzan el genio católico y francés.



[2] Hemos dudado mucho tiempo, venerables hermanos, decir pública y solemnemente nuestro pensamiento sobre el Sillon. Ha sido necesario que vuestras preocupaciones vinieran a unirse a las nuestras para decidirnos a hacerlo. Porque amamos a la valerosa juventud enrolada bajo la bandera del Sillon y la juzgamos digna, en muchos aspectos, de elogio y de admiración. Amamos a sus jefes, en quienes Nos reconocemos gustosamente almas elevadas, superiores a las pasiones vulgares y animadas del más noble entusiasmo por el bien. Vosotros mismos los habéis visto, venerables hermanos, penetrados de un sentimiento muy vivo de la fraternidad humana, marchar al frente de los que trabajan y sufren, para ayudarlos, sostenidos en su entrega por su amor a Jesucristo y la práctica ejemplar de la religión.







I.- DESVIACIÓN DEL MOVIMIENTO SILLONISTA



[3] Era el día siguiente de la memorable encíclica de nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII sobre la situación de los obreros. La Iglesia, por boca de su jefe supremo, había derramado sobre los humildes y los pequeños todas las ternuras de su corazón materno y parecía llamar con sus deseos a campeones cada día más numerosos de la restauración del orden y de la justicia en nuestra sociedad perturbada. ¿No venían los fundadores del Sillon, en el momento oportuno, a poner a su servicio tropas jóvenes y creyentes para la realización de sus deseos y de sus esperanzas? De hecho, el Sillon levantó entre las clases obreras el estandarte de Jesucristo, la señal de salvación para los individuos y las naciones, alimentando su actividad social en las fuentes de la gracia, imponiendo el respeto de la religión en los medios menos favorables, acostumbrando a los ignorantes y a los impíos a oír hablar de Dios, y frecuentemente, en conferencias polémicas, frente a un auditorio hostil, levantándose, estimulado por un pregunta o un sarcasmo, para proclamar altamente y valerosamente su fe. Eran los buenos tiempos del Sillon; es su lado positivo, que explica los alientos y las aprobaciones que le han concedido el episcopado y la Santa Sede, hasta el punto de que este fervor religioso ha podido velar el verdadero carácter del movimiento “Sillonista”.



[4] Porque hay que decirlo, venerables hermanos, nuestras esperanzas se han visto en gran parte defraudadas. Vino un día en que el Sillon acusó, para los ojos clarividentes, tendencias inquietantes. El Sillon se desviaba. ¿Podía ser de otro modo? Sus fundadores, jóvenes, entusiastas y llenos de confianza en sí mismos, no estaban suficientemente equipados de ciencia histórica, de sana filosofía y de sólida teología para afrontar sin peligro los difíciles problemas sociales hacia los que eran arrastrados por su actividad y su corazón, y para precaverse, en el terreno de la doctrina y de la obediencia, contra las infiltraciones liberales y protestantes.



[5] Los consejos no les faltaron; tras los consejos vinieron las amonestaciones; pero hemos tenido el dolor de ver que tanto los avisos como las amonestaciones resbalaban sobre sus almas esquivas y quedaban sin resultado. Las cosas han llegado a tal punto, que Nos traicionaríamos nuestro deber si guardáramos silencio por más tiempo. Nos somos deudores de la verdad a nuestros queridos hijos del Sillon, a quienes un ardor generoso ha puesto en un camino tan falso como peligroso. Somos deudores a un gran número de seminaristas y de sacerdotes que el Sillon ha substraído, si no a la autoridad, sí al menos a la dirección y a la influencia de sus obispos; somos deudores, finalmente, a la Iglesia, en la que el Sillon siembra la división y cuyos intereses compromete.



[6] En primer lugar conviene notar severamente la pretensión del Sillon de substraerse a la dirección de la autoridad eclesiástica. Los jefes del Sillon, en efecto, alegan que se desenvuelven sobre un terreno que no es el de la Iglesia; que no persiguen más que intereses del orden temporal y no del orden espiritual; que el “Sillonista” es sencillamente un católico consagrado a la causa de las clases trabajadoras, a las obras democráticas, bebiendo en las prácticas de su fe la energía de su consagración; que ni más ni menos que los artesanos, los trabajadores, los economistas y los políticos católicos, permanece sometido a las reglas de la moral comunes a todos, sin separarse, ni más ni menos que ellos, de un modo especial, de la autoridad eclesiástica.



[7] La respuesta a estos subterfugios es muy fácil. ¿Quién creerá, en efecto, que los “Sillonistas” católicos, que los sacerdotes y los seminaristas enrolados en sus filas no tienen a la vista en su actividad social más que los intereses temporales de las clases trabajadoras? Juzgamos que sostener esta afirmación sería injuriarlos. La verdad es que los jefes del Sillon se proclaman idealistas irreductibles, que pretenden levantar a las clases trabajadoras, exaltando en ellas, en primer lugar, la conciencia humana; que tienen una doctrina social y principios filosóficos y religiosos para reconstruir la sociedad sobre un plano nuevo; que tienen una concepción especial de la dignidad humana, de la libertad, de la justicia y de la fraternidad, y que, para justificar sus sueños sociales, apelan al Evangelio interpretado a su manera, y, lo que es más grave todavía, a un Cristo desfigurado y mermado. Además, estas ideas las enseñan en sus círculos de estudio, las inculcan a sus camaradas, las realizan en sus obras. Son, por tanto, verdaderamente profesores de moral social, política y religiosa; y, sean las que sean las modificaciones que puedan introducir en la organización del movimiento “Sillonista”, Nos tenemos el derechos de decir que el fin del Sillon, su carácter, su acción, caen dentro del dominio moral, que es el dominio propio de la Iglesia, y que, en consecuencia, los “Sillonistas” incurren en una ilusión cuando creen desenvolverse sobre un terreno en cuyos confines terminan los derechos del poder doctrinal y directivo de la autoridad eclesiástica.







Los errores doctrinales



[8] Si sus doctrinas estuviesen exentas de error, habría sido ya una falta muy grave contra la disciplina católica substraerse obstinadamente a la dirección de aquellos que han recibido del cielo la misión de guiar a los individuos y a las sociedades por el recto camino de la verdad y del bien. Pero el mal es más profundo, lo hemos dicho ya: el Sillon, impulsado por un amor mal entendido a los débiles, ha incurrido en el error.



[9] En efecto, el Sillon se propone la exaltación y la regeneración de la clase obrera. Ahora bien, sobre esta materia los principios de la doctrina católica están fijamente establecidos, y la historia de la civilización cristiana está ahí para atestiguar la benéfica fecundidad de aquellos. Nuestro predecesor, de feliz memoria, los ha recordado en páginas magistrales, que los católicos consagrados a las cuestiones sociales deben estudiar y tener siempre ante los ojos. Ha enseñado expresamente que la democracia cristiana debe “mantener la diversidad de las clases, que es propio ciertamente de todo Estado bien constituido, y querer para la sociedad humana la forma y carácter que Dios, su autor, ha impreso en ella” . Ha condenado “una democracia que llega al grado de perversidad que consiste en atribuir en la sociedad la soberanía al pueblo y en procurar la supresión y la nivelación de las clases”. Al mismo tiempo, León XIII imponía a los católicos un programa de acción, el único programa capaz de volver a colocar y de mantener a la sociedad sobre sus bases cristianas seculares. Pero ¿qué han hecho los jefes del Sillon? No solamente han adoptado un programa y una enseñanza diferentes de los de León XIII (lo cual sería ya singularmente audaz por parte de laicos, que se convertirían así, simultáneamente con el Soberano Pontífice, en directores de la actividad social en la Iglesia), sino que han rechazado abiertamente el programa trazado por León XIII y han adoptado otro diametralmente opuesto; además, rechazan la doctrina recordada por León XIII sobre los principios esenciales de la sociedad, colocando la autoridad en el pueblo o casi suprimiéndola y tomando como ideal para realizar la nivelación de las clases. Caminan, por consiguiente, al margen de la doctrina católica, hacia un ideal condenado.



[10] Nos sabemos muy bien que se glorían de exaltar la dignidad humana y la condición demasiado menospreciada de la clase trabajadora, de hacer justas y perfectas las leyes del trabajo y las relaciones entre el capital y los asalariados; finalmente, de hacer reinar sobre la tierra una justicia mejor y una mayor caridad, y de promover, por medio de movimientos sociales profundos y fecundos, en la humanidad un progreso inesperado. Nos, ciertamente, no reprochamos estos esfuerzos, que serían, desde todos los puntos de vista, excelentes si los “Sillonistas” no olvidasen que el progreso de un ser consiste en vigorizar sus facultades naturales por medio de energías nuevas y en facilitarle el juego de su actividad dentro del cuadro y de una manera conforme a las leyes de su constitución; y que, por el contrario, al lesionar sus órganos esenciales, al romper el cuadro de su actividad, se impulsa a ese ser, no hacia el progreso, sino hacia la muerte. Esto es, sin embargo, lo que quieren hacer de la sociedad humana; éste es su sueño de cambiar las bases naturales y tradicionales de la sociedad y de prometer una ciudad futura edificada sobre otros principios, que ellos tienen la osadía de declarar más fecundos, más beneficiosos que los principios sobre los cuales reposa la ciudad cristiana actual.



[11] No, venerables hermanos –hay que recordarlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual, en que cada individuo se convierte en doctor y legislador–, no se edificará la ciudad de un modo distinto a como Dios la ha edificado; no se levantará la sociedad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar, ni la ciudad nueva por construir en las nubes. Ha existido, existe; es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques siempre nuevos de la utopía malsana, de la revolución y de la impiedad: omnia instaurare in Christo.



[12] Y para que no se nos acuse de juzgar demasiado someramente y con un rigor injustificado las teorías sociales del Sillon, Nos queremos recordar aquí los puntos esenciales de éstas.







II. EXAMEN DE LAS TEORÍAS SOCIALES DE “LE SILLON”



La triple emancipación



[13] El Sillon tiene la noble preocupación de la dignidad humana. Pero esta dignidad la entiende a la manera de algunos filósofos, de los que la Iglesia está lejos de tener que alabarse. El primer elemento de esta dignidad es la libertad, entendida en el sentido de que, salvo en materia religiosa, cada hombre es autónomo. De este principio fundamental deduce las conclusiones siguientes: hoy día el pueblo está bajo la tutela de una autoridad distinta del pueblo; debe liberarse de ella: emancipación política. Está bajo la dependencia de patronos que, reteniendo sus instrumentos de trabajo, lo explotan, oprimen y rebajan; debe sacudir su yugo: emancipación económica. Está dominado, finalmente, por una casta llamada dirigente, a la cual su desarrollo intelectual asegura una preponderancia indebida en la dirección de los asuntos; debe substraerse a su dominación: emancipación intelectual. La nivelación de las condiciones, desde este triple punto de vista, establecerá entre los hombres la igualdad, y esta igualdad es la verdadera justicia humana. Una organización política y social fundada sobre esta doble base, la libertad y la igualdad (a las cuales se unirá bien pronto la fraternidad), he aquí lo que los “Sillonistas” llaman democracia.



[14] Sin embargo, la libertad y la igualdad no constituyen más que el lado, por así decirlo, negativo de la democracia. Lo que hace propiamente y positivamente la democracia es la participación más grande posible de todos en el gobierno de la cosa pública. Y esto comprende un triple elemento: político, económico y moral.



[15] En primer lugar, en política, el Sillon no suprime la autoridad; por el contrario, la juzga necesaria; pero quiere repartirla, o, por mejor decir, multiplicarla de tal manera que cada ciudadano quede convertido en una especia de rey. La autoridad, es cierto, deriva de Dios, pero reside primordialmente en el pueblo y deriva de éste por vía de elección, o mejor todavía, de selección, sin que por esto abandone al pueblo y se haga independiente de él; será exterior, pero solamente en apariencia; en realidad será interior, porque será una autoridad consentida.



[16] Guardadas debidas proporciones, lo mismo sucederá en el orden económico. Substraída de las manos de una clase particular, la cualidad de patrono quedará tan multiplicada, que cada obrero vendrá a ser una especie de patrono. La forma llamada a realizar este ideal económico no es, se afirma, la del socialismo; es un sistema de cooperativas suficientemente multiplicadas para provocar una concurrencia fecunda y para salvaguardar la independencia de los obreros, que no quedarán encadenados a ninguna de ellas.



[17] He aquí ahora el elemento capital, el elemento moral. Como la autoridad, lo hemos visto, es muy reducida, es necesaria otra fuerza para suplirla y para oponer una reacción permanente al egoísmo individual. Este nuevo principio, esta fuerza, es el amor del interés profesional y del interés público, es decir, del fin mismo de la profesión y de la sociedad. Imaginad una sociedad en la que en el alma de cada ciudadano, con el amor innato del bien individual y del bien familiar, reinar el amor del bien profesional y del bien público; en la que en la conciencia de cada ciudadano estos amores se subordinaran de tal manera que el bien superior prevaleciese siempre sobre el bien inferior , ¿no podría esta sociedad prescindir por completo de la autoridad y no ofrecería el ideal de la dignidad humana, teniendo cada ciudadano un alma de rey y cada obrero un alma de patrono? Liberado de la estrechez de sus intereses privados y levantado a los intereses de su profesión, y más arriba, a los de la nación entera, y más arriba todavía, a los de la humanidad (porque el horizonte del Sillon no se detiene en las fronteras de la patria, se extiende a todos los hombres hasta los confines del mundo), el corazón humano, dilatado por el amor del bien común, abrazaría a todos los camaradas de la misma profesión, a todos los compatriotas, a todos los hombres. Y he aquí la grandeza y la nobleza humana ideal realizada por la célebre trilogía: libertad, igualdad, fraternidad.



[18] Ahora bien, estos tres elementos, político, económico y moral, están subordinados el uno al otro, y es el elemento moral, lo hemos dicho, el principal. Porque ninguna democracia política es viable si no tiene puntos de arraigo profundos en la democracia económica. A su vez, ni la una ni la otra son posibles si no arraigan en un estado de espíritu en el que la conciencia se halle investida de responsabilidades y de energías morales proporcionadas. Pero suponed este estado de espíritu hecho sobre la base de una responsabilidad consciente y de fuerzas morales: la democracia económica brotará naturalmente de él, traduciendo en hechos esta conciencia y estas energías; de la misma manera, y por el mismo camino, del régimen corporativo brotará la democracia política; y la democracia política y económica, ésta implicando aquella, se encontrarán fijamente establecidas en la conciencia misma del pueblo sobre ejes inquebrantables.



[19] Tal es, en resumen, la teoría, se podría decir el sueño del Sillon, y es a esto a lo que tiende su enseñanza y es esto lo que él llama la educación democrática del pueblo, es decir, llevar al máximum la conciencia y la responsabilidad cívica de cada individuo, de donde brotará la democracia económica y política y el reino de la justicia, de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad.







Falseamiento de las nociones sociales y políticas fundamentales



[20] Esta rápida exposición, venerables hermanos, os demuestra ya claramente cuánta razón tenemos al decir que el Sillon opone una doctrina a otra doctrina; que levanta su ciudad sobre una teoría contraria a la verdad católica, y que falsea las nociones esenciales y fundamentales que regulan las relaciones sociales en toda sociedad humana. Esta oposición aparecerá más clara todavía con las consideraciones.







Autoridad y obediencia



[21] El Sillon coloca primordialmente la autoridad pública en el pueblo, del cual deriva inmediatamente a los gobernantes, de tal manera, sin embargo, que continúa residiendo en el pueblo. Ahora bien, León XIII ha condenado formalmente esta doctrina en su encíclica Diuturnum illud sobre el poder político, donde dice: “Muchos de nuestros contemporáneos, siguiendo las huellas de aquellos que en el siglo pasado se dieron a sí mismos el nombre de filósofos, afirman que toda autoridad viene del pueblo; por lo cual, los que ejercen el poder no lo ejercen como cosa propia, sino como mandato o delegación del pueblo, y de tal manera que tiene rango de ley la afirmación de que la misma voluntad que entregó el poder puede revocarlo a su antojo. Muy diferente es en este punto la doctrina católica, que pone en Dios, como en principio natural y necesario, el origen de la autoridad política”. Sin duda el Sillon hace derivar en Dios esta autoridad que coloca primeramente en el pueblo, pero de tal suerte que la “autoridad sube de abajo hacia arriba, mientras que, en la organización de la Iglesia, el poder desciende de arriba hacia abajo”. Pero, además de que es anormal que la delegación ascienda, puesto que por su misma naturaleza desciende, León XIII ha refutado de antemano esta tentativa de conciliación de la doctrina católica con el error de filosofismo. Porque prosigue: “Es importante advertir en este punto que los que han de gobernar el Estado pueden ser elegidos en determinados casos por la voluntad y el juicio de la multitud, sin que la doctrina católica se oponga o contradiga esta elección. Con esta elección se designa el gobernante, pero no se le confieren los derechos del poder. Ni se entrega el poder como un mandato, sino que se establece la persona que lo ha de ejercer”.



[22] Por otra parte, si el pueblo permanece como sujeto detentador del poder, ¿en qué queda convertida la autoridad? Una sombra, un mito; no hay ya ley propiamente dicha, no existe ya la obediencia. El Sillon lo ha reconocido; porque, como exige, en nombre de la dignidad humana, la triple emancipación política, económica e intelectual, la ciudad futura por la que trabaja no tendrá ya ni dueños ni servidores; en ella todos los ciudadanos serán libres, todos camaradas, todos reyes. Una orden, un precepto, sería un atentado contra la libertad; la subordinación a una superioridad cualquiera sería una disminución del hombre; la obediencia, una decadencia. ¿Es así, venerables hermanos, como la doctrina tradicional de la Iglesia nos presenta las relaciones sociales en la ciudad, incluso en la más perfecta posible? ¿Es que acaso toda sociedad de seres independientes y desiguales por naturaleza no tiene necesidad de una autoridad que dirija su actividad hacia el bien común y que imponga su ley? Y si en la sociedad se hallan seres perversos (los habrá siempre), ¿no deberá la autoridad ser tanto más fuerte cuanto más amenazador sea el egoísmo de los malvados? Además, ¿se puede afirmar con alguna sombra de razón que hay incompatibilidad entre la autoridad y la libertad, a menos que uno se engañe groseramente sobre el concepto de libertad? ¿Se puede enseñar que la obediencia es contraria a la dignidad humana y que el ideal sería sustituir la obediencia por la “autoridad consentida”? ¿Es que acaso el apóstol San Pablo no tuvo a la vista la sociedad humana en todas sus etapas posibles, cuando ordenaba a los fieles estar sometidos a toda autoridad? ¿Es que la obediencia a los hombres en cuanto representantes legítimos de Dios, es decir, en fin de cuentas, la obediencia a Dios, rebaja al hombre y lo sitúa vilmente por debajo de sí mismo? ¿Es que el estado religioso, fundado sobre la obediencia, sería contrario al ideal de la naturaleza humana? ¿Es que los santos, que han sido los más obedientes de los hombres, eran esclavos o degenerados? ¿Es que, finalmente, podemos imaginar un estado social en el que Jesucristo, venido de nuevo a la tierra, no diera ya el ejemplo de la obediencia y no dijera ya: Dad al César lo que el del César y a Dios lo que es de Dios?







Justicia e igualdad



[23] El Sillon, que enseña estas doctrinas y las practica en su vida interior, siembra, por tanto, entre vuestra juventud católica nociones erróneas y funestas sobre la autoridad, la libertad y la obediencia. No es diferente lo que sucede con la justicia y la igualdad. El Sillon se esfuerza, así lo dice, por realizar una era de igualdad, que sería, por esto mismo, una era de justicia mejor. ¡Por esto, para él, toda desigualdad de condición es una injusticia o, al menos, una justicia menor! Principio totalmente contrario a la naturaleza de las cosas, productor de envidias y de injusticias y subversivo de todo orden social. ¡De esta manera la democracia es la única que inaugurará el reino de la perfecta justicia! ¿No es esto una injuria hecha a las restantes formas de gobierno, que quedan rebajadas de esta suerte al rango de gobiernos impotentes y peores? Pero, además, el Sillon tropieza también en este punto con la enseñanza de León XIII. Habría podido leer en la encíclica ya citada sobre el poder político que, “salvada la justicia, no está prohibida a los pueblos la adopción de aquel sistema de gobierno que sea más apto y conveniente a su manera de ser o a las instituciones y costumbres de sus mayores” , y la encíclica hace alusión a la triple forma de gobierno de todos conocida. Supone, pues, que la justicia es compatible con cada una de ellas. Y la encíclica sobre la condición de los obreros, ¿no afirma claramente la posibilidad de restaurar la justicia en las organizaciones actuales de la sociedad, al indicar los medios de esta restauración? Ahora bien, sin duda alguna, León XIII hablaba no de una justicia cualquiera, sino de la justicia perfecta. Al enseñar, pues, que la justicia es compatible con las tres formas de gobierno conocidas, enseñaba que, en este aspecto, la democracia no goza de un privilegio especial. Los “Sillonistas”, que pretenden lo contrario, o bien rehúsan oír a la Iglesia o bien se forman de la justicia y de la igualdad un concepto que no es católico.







Fraternidad y tolerancia



[24] Lo mismo sucede con la noción de la fraternidad, cuya base colocan en el amor de los intereses comunes, o, por encima de todas las filosofías y de todas las religiones, en la simple noción de humanidad, englobando así en un mismo amor y en una igual tolerancia a todos los hombres con todas sus miserias, tanto intelectuales y morales como físicas y temporales. Ahora bien, la doctrina católica nos enseña que el primer deber de la caridad no está en la tolerancia de las opiniones erróneas, por muy sinceras que sean, ni en la indiferencia teórica o práctica ante el error o el vicio en que vemos caídos a nuestros hermanos, sino en el celo por su mejoramiento intelectual y moral no menos que en el celo por su bienestar material. Esta misma doctrina católica nos enseña también que la fuente del amor del prójimo se halla en el amor de Dios, Padre común y fin común de toda la familia humana, y en el amor de Jesucristo, cuyos miembros somos, hasta el punto de que aliviar a un desgraciado es hacer un bien al mismo Jesucristo. Todo otro amor es ilusión o sentimiento estéril y pasajero. Ciertamente, la experiencia humana está ahí, en las sociedades paganas o laicas de todos los tiempos, para probar que, en determinadas ocasiones, la consideración de los intereses comunes o de la semejanza de naturaleza pesa muy poco ante las pasiones y las codicias del corazón. No, venerables hermanos, no hay verdadera fraternidad fuera de la caridad cristiana, que por amor a Dios y a su Hijo Jesucristo, nuestro Salvador, abraza a todos los hombres, para ayudarlos a todos y para llevarlos a todos a la misma fe y a la misma felicidad del cielo. Al separar la fraternidad de la caridad cristiana así entendida, la democracia, lejos de ser un progreso, constituiría un retroceso desastroso para la civilización. Porque, si se quiere llegar, y Nos lo deseamos con toda nuestra alma, a la mayor suma de bienestar posible para la sociedad y para cada uno de sus miembros por medio de la fraternidad, o, como también se dice, por medio de la solidaridad universal, en necesaria la unión de los espíritus en la verdad, la unión de las voluntades en la moral, la unión de los corazones en el amor de Dios y de su Hijo Jesucristo. Esta unión no es realizable más que por medio de la caridad católica, la cual es, por consiguiente, la única que puede conducir a los pueblos en la marcha del progreso hacia el ideal de la civilización.







Dignidad de la persona humana



[25] Finalmente, en la base de todas las falsificaciones de las nociones sociales fundamentales, el Sillon coloca una idea falsa de la dignidad humana. Según él, el hombre no será verdaderamente hombre, digno de este nombre, más que en el día en que haya adquirido una conciencia luminosa, fuerte, independiente, autónoma, pudiendo prescindir de todo maestro, no obedeciendo más que a sí mismo, y capaz de asumir y de cumplir sin falta las más graves responsabilidades. Grandilocuentes palabras, con las que se exalta el sentimiento del orgullo humano; sueño que arrastra al hombre sin luz, sin guía y sin auxilios por el camino de la ilusión, en el que, aguardando el gran día de la plena conciencia, será devorado por el error y las pasiones. Además, ¿cuándo vendrá este gran día? A menos que cambie la naturaleza humana (cosa que no está al alcance del Sillon), ¿vendrá ese día alguna vez? ¿Es que los santos, que han llevado la dignidad humana a su apogeo, tenían esa pretendida dignidad? Y los humildes de la tierra, que no pueden subir tan alto y que se contentan con abrir modestamente su surco en el puesto que la Providencia les ha señalado, cumpliendo enérgicamente sus deberes en la humildad, la obediencia y la paciencia cristiana, ¿no serán dignos de llamarse hombres, ellos a quienes el Señor sacará un día de su condición obscura para colocarlos en el cielo entre los príncipes de su pueblo?







III EXAMEN DE LA ACCIÓN SOCIAL DE “LE SILLON”



[26] Detenemos aquí nuestras reflexiones sobre los errores del Sillon. No pretendemos agotar la materia, porque tendríamos que llamar vuestra atención sobre otros puntos igualmente falsos y peligrosos, como, por ejemplo, su manera de entender el poder coercitivo de la Iglesia. Importa, sin embargo, ver la influencia de estos errores sobre la conducta práctica del Sillon y sobre su acción social.



[27] Las doctrinas del Sillon no quedan en el dominio de la abstracción filosófica. Son enseñadas a la juventud católica y, además, se hacen ensayos para vivirlas. El Sillon se considera como el núcleo de la ciudad futura; la refleja, por consiguiente, lo más fielmente posible. En efecto, no hay jerarquía en el Sillon. La minoría que lo dirige se ha destacado de la masa por selección, es decir, imponiéndose a ella por su autoridad moral y por sus virtudes. La entrada es libre, como es libre también la salida. Los estudios se hacen allí sin maestro; todo lo más, con un consejero. Los círculos de estudio son verdaderas cooperativas intelectuales, en las que cada uno es al mismo tiempo maestro y discípulo. La camaradería más absoluta reina entre los miembros y pone en contacto total sus almas; de aquí el alma común del Sillon. Se la ha definido “una amistad”. El mismo sacerdote, cuando entra en él, abate la eminente dignidad de su sacerdocio y, por la más extraña inversión de papeles, se hace discípulo, se pone al nivel de sus jóvenes amigos y no es más que un camarada.







Carencia de toda jerarquía



[28] En estas costumbres democráticas y en las teorías sobre la ciudad ideal que las inspira, reconoceréis, venerables hermanos, causa secreta de los fallos disciplinarios que tan frecuentemente habéis debido reprochar al Sillon. No es extraño que no hayáis encontrado en los jefes y en sus camaradas así formados, fuesen seminaristas o sacerdotes, el respeto, la docilidad y la obediencia que son debidos a vuestra persona y a vuestra autoridad; que sintáis de parte de ellos una sorda oposición, y que tengáis el dolor de verlos apartarse totalmente, o, cuando son forzados por la obediencia, de entregarse con disgusto a las obras no “Sillonistas”. Vosotros sois el pasado; ellos son los pioneros de la civilización futura. Vosotros representáis la jerarquía, las desigualdades sociales, la autoridad y la obediencia: instituciones envejecidas, a las cuales las almas de ellos, estimuladas por otro ideal, no pueden plegarse. Nos tenemos sobre este estado de espíritu el testimonio de hechos dolorosos, capaces de arrancar lágrimas; y Nos no podemos, a pesar de nuestra longanimidad, substraernos a un justo sentimiento de indignación. ¡Porque se inspira a vuestra juventud católica la desconfianza hacia la Iglesia, su madre; se le enseña que, después de diecinueve siglos, la Iglesia no ha logrado todavía en el mundo constituir la sociedad sobre sus verdaderas bases; que no ha comprendido las nociones sociales de la autoridad, de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad y de la dignidad humana; que los grandes obispos y los grandes monarcas que han creado y han gobernado tan gloriosamente a Francia no han sabido dar a su pueblo ni la verdadera justicia ni la verdadera felicidad, porque no tenían el ideal del Sillon!



[29] El soplo de la Revolución ha pasado por aquí, y Nos podemos concluir que, si las doctrinas sociales del Sillon son erróneas, su espíritu es peligroso, y su educación, funesta.



[30] Pero, entonces, ¿qué debemos pensar de la acción del Sillon en la Iglesia, del Sillon, cuyo catolicismo es tan puntilloso que, si no se abraza su causa, se sería a sus ojos un enemigo interior del catolicismo y no se comprendería para nada ni el Evangelio ni a Jesucristo? Juzgamos necesario insistir sobre esta cuestión, porque es precisamente su ardor católico el que ha valido al Sillon, hasta en estos últimos tiempos, valiosos alientos e ilustres sufragios. Pues bien, ante las palabras y los hechos, Nos estamos obligados a decir que, tanto en su acción como en su doctrina, el Sillon no satisface a la Iglesia.







Defensa exclusivista de la democracia política



[31] En primer lugar, su catolicismo no se acomoda más que a la forma de gobierno democrática, que juzga ser la más favorable a la Iglesia e identificarse por así decirlo con ella; enfeuda, pues, su religión a un partido político. Nos no tenemos que demostrar que el advenimiento de la democracia universal no significa nada para la acción de la Iglesia en el mundo; hemos recordado ya que la Iglesia ha dejado siempre a las naciones la preocupación de darse el gobierno que juzguen más ventajoso para sus intereses. Lo que Nos queremos afirmar una vez más, siguiendo a nuestro predecesor, es que hay un error y un peligro de enfeudar, por principio, el catolicismo a una forma de gobierno; error y peligro que son tanto más grandes cuando se identifica la religión con un género de democracia cuyas doctrinas son erróneas. Este es el caso del Sillon, el cual, comprometiendo de hecho a la Iglesia a favor de una forma política especial, divide a los católicos, arranca a la juventud, e incluso a los sacerdotes y a los seminaristas, de la acción simplemente católica y malgasta, a fondo perdido, las fuerzas vivas de una parte de la nación.







Se niega a defender a la Iglesia atacada



[32] Y he aquí, venerables hermanos, una admirable contradicción. Es precisamente porque la religión debe trascender sobre todos los partidos por lo que, invocando este principio, se abstiene el Sillon de defender a la Iglesia atacada. Ciertamente no es la Iglesia la que ha bajado a la arena política; se la ha arrastrado hasta ésta para mutilarla y para despojarla. La obligación de todo católico, ¿no es la de usar las armas políticas que tiene a mano para defenderla, y también para forzar a la política a permanecer en su dominio y a no ocuparse de la Iglesia más que para darle lo que le es debido? Pues bien, frente a la Iglesia así violentado, se tiene con frecuencia el dolor de ver a los “Sillonista” cruzarse de brazos, a no ser que la defensa de la Iglesia redunde en ventaja del Sillon; se les ve dictar o sostener un programa que ni en parte alguna ni en grado alguno revela al católico. Lo cual no impide a estos mismos hombres, en plena lucha política, bajo el golpe de una provocación, alardear públicamente de su fe. ¿Qué significa esto sino que hay dos hombres en el “Sillonista”: el individuo que es católico; el “Sillonista”, hombre de acción, que es neutral?







Incurre en el indiferentismo



[33] Hubo un tiempo en que el Sillon, como tal, era formalmente católico. En materia de fuerza moral, no reconocía más que una, la fuerza católica, e iba proclamando que la democracia sería católica o no sería democracia. Vino un momento en que se operó una revisión. Dejó a cada uno su religión o su filosofía. Cesó de llamarse católico, y a la fórmula “La democracia será católica” substituyó esta otra: “La democracia no será anticatólica”, de la misma manera que no será antijudía o antibudista. Esta fue la época del plus grand Sillon. Se llamó para la construcción de la ciudad futura a todos los obreros de todas las religiones y de todas las sectas. Sólo se les exigió abrazar el mismo ideal social, respetar todas las creencias y aportar una cierta cantidad de fuerzas morales. Es cierto, se proclamaba, “los jefes del Sillon ponen su fe religiosa por encima de todo. Pero ¿pueden negar a los demás el derecho de beber su energía moral allí donde les es posible? En compensación, quieren que los demás respeten a ellos su derecho de beberla en la fe católica. Exigen, por consiguiente, a todos aquellos que quieren transformar la sociedad presente en el sentido de la democracia, no rechazarse mutuamente a causa de las convicciones filosóficas o religiosas que pueden separarlos, sino marchar unidos, sin renunciar a sus convicciones, pero intentando hacer sobre el terreno de las realidades prácticas la prueba de la excelencia de sus convicciones personales. Tal vez sobre este terreno de la emulación entre almas adheridas a diferentes convicciones religiosas o filosóficas podrá realizarse la unión”. Y se declara al mismo tiempo (¿cómo podía realizarse esto?) que el pequeño Sillon católico sería el alma del gran Sillon cosmopolita.



[34] Recientemente, el nombre del plus grand Sillon ha desaparecido, y una nueva organización ha intervenido, sin modificar, todo lo contrario, el espíritu y el fondo de las cosas “para poner orden en el trabajo y organizar las diversas fuerzas de actividad. El Sillon queda siempre como un alma, un espíritu, que se mezclará a los grupos e inspirará su actividad”. Y todos los grupos nuevos quedan en apariencia autónomos: a los católicos, a los protestantes, a los librepensadores se les pide que se pongan a trabajar. “Los camaradas católicos trabajarán entre ellos en una organización especial para instruirse y educarse. Los demócratas protestantes y librepensadores harán lo mismo por su parte. Todos, católicos, protestante y librepensadores, tendrán muy en su corazón armar a la juventud, no para un lucha fraticida, sino para una generosa emulación en el terreno de las virtudes sociales y cívicas”.



[35] Estas declaraciones y esta nueva organización de la acción “Sillonista” provocan graves reflexiones.



[36] He aquí, fundada por católicos, una asociación interconfesional para trabajar en la reforma de la civilización, obra religiosa de primera clase; porque no hay verdadera civilización sin la civilización moral, y no hay verdadera civilización moral sin la verdadera religión: ésta es una verdad demostrada, éste es un hecho histórico. Y los nuevos “Sillonistas” no podrán pretextar que ellos trabajarán solamente “en el terreno de las realidades prácticas”, en el que la diversidad de las creencias no importa. Su jefe siente tan claramente esta influencia de las convicciones de espíritu sobre el resultado de la acción, que les invita, sea la que sea la religión a que pertenecen, a “hacer en el terreno de las realidades prácticas la prueba de la excelencia de sus convicciones personales”. Y con razón, porque las realizaciones prácticas revisten el carácter de las convicciones religiosas, de la misma manera que los miembros de un cuerpo hasta en sus últimas extremidades reciben su forma del principio vital que los anima.



[37] Esto supuesto, ¿qué pensar de la promiscuidad en que se encontrarán colocados los jóvenes católicos con heterodoxos e incrédu­los de toda clase en una obra de esta naturaleza? ¿No es ésta mil veces más peligrosa para ellos que una asociación neutra? ¿Qué pensar de este llamamiento a todos los heterodoxos y a todos los incrédulos para probar la excelencia de sus convicciones sobre el terreno social, en una especie de concurso apologético, como si este concurso no durase ya hace diecinueve siglos, en condiciones menos peligrosas para la fe de los fieles y con toda honra de la Iglesia católica? ¿Qué pensar de este respeto a todos los errores y de la extraña invitación, hecha por un católico, a todos los disidentes para fortificar sus convicciones por el estudio y para hacer de ellas fuentes siempre más abundantes de fuerzas nuevas? ¿Qué pensar de una asociación en que todas las religiones e incluso el librepensamiento pueden manifestarse en alta voz, a su capricho? Porque, los “Sillonistas”, que en las conferencias públicas y en otras partes proclaman enérgicamente su fe individual, no pretenden ciertamente cerrar la boca a los demás e impedir al protestante afirmar su protestantismo y al escéptico su escepticismo. ¿Qué pensar, finalmente, de un católico que al entrar en su círculo de estudios deja su catolicismo a la puerta para no asustar a sus camaradas, que, “soñando en una acción social desinteresada, rechazan subordinarla al triunfo de intereses, de grupos o incluso de convicciones, sean las que sean”? Tal es la profesión de fe del nuevo comité democrático de acción social, que ha heredado el defecto mayor de la antigua organización y que, dice, “rompiendo el equívoco mantenido en torno al plus grand Sillon, tanto en los medios reaccionarios como en los medios anticlericales”, está abierto a todos los hombres “respetuosos de las fuerzas morales y religiosas y convencidos de que ninguna emancipación social verdadera es posible sin el fermento de un generoso idealismo”







Provoca una perturbación general



[38] Si, por desgracia, el equívoco está deshecho; la acción social del Sillon ya no es católica; el “Sillonista”, como tal, no trabaja para un grupo, y “la Iglesia, dice, no podrá ser por título alguno beneficiaria de las simpatías que su acción podrá suscitar” ¡Insinuación verdaderamente extraña! Se teme que la Iglesia se aproveche de la acción social del Sillon con un fin egoísta e interesado, como si todo lo que aprovecha a la Iglesia no aprovechase a la humanidad. Extraña inversión de ideas: es la Iglesia la que sería la beneficiaria de la acción social, como si los más grandes economistas no hubieran reconocido y demostrado que es esta acción social la que, para ser seria y fecunda, debe beneficiarse de la Iglesia. Pero más extrañas todavía, tremendas y dolorosas a la vez, son la audacia y la ligereza de espíritu de los hombres que se llaman católicos, que sueñan con volver a fundar la sociedad en tales condiciones y con establecer sobre la tierra, por encima de la Iglesia católica, “el reino de la justicia y del amor”, con obreros venidos de todas partes, de todas las religiones o sin religión, con o sin creencias, con tal que olviden lo que les divide: sus convicciones filosóficas y religiosas, y que pongan en común lo que les une: un generoso idealismo y fuerzas morales tomadas “donde les sea posible”. Cuando se piensa en todo lo que ha sido necesario de fuerzas, de ciencia, de virtudes sobrenaturales para establecer la ciudad cristiana, y los sufrimientos de millones de mártires, y las luces de los Padres y de los doctores de la Iglesia, y la abnegación de todos los héroes de la caridad, y una poderosa jerarquía nacida del cielo, y los ríos de gracia divina y todo lo edificado, unido, compenetrado por la Vida y el Espíritu de Jesucristo, Sabiduría de Dios, Verbo hecho hombre; cuando se piensa, decimos, en todo esto, queda uno admirado de ver a los nuevos apóstoles esforzarse por mejorarlo con la puesta en común de un vago idealismo y de las virtudes cívicas. ¿Qué va a producir? ¿Qué es lo que va a salir de esta colaboración? Una construcción puramente verbal y quimérica, en la que veremos reflejarse desordenadamente y en una confusión seductora las palabras de libertad, justicia, fraternidad y amor, igualdad y exaltación humana, todo basado sobre una dignidad humana mal entendida. Será una agitación tumultuosa, estéril para el fin pretendido y que aprovechará a los agitadores de las masas menos utopistas. Sí, verdaderamente se puede afirmar que el Sillon se ha hecho compañero de viaje del socialismo, puesta la mirada sobre una quimera.



[39] Nos tenemos algo todavía peor. El resultado de esta promiscuidad en el trabajo, el beneficiario de esta acción social cosmopolita no puede ser otro que una democracia que no será ni católica, ni protestante, ni judía; una religión (porque el Sillonismo, sus jefes lo han dicho, es una religión) más universal que la Iglesia católica, reuniendo a todos los hombres, convertidos, finalmente, en hermanos y camaradas en “el reino de Dios”. “No se trabaja para la Iglesia, se trabaja para la humanidad”.







¡“Le Sillon” se ha desviado!



[40] Y ahora, penetrados de la más viva tristeza, Nos nos preguntamos, venerables hermanos, en qué ha quedado convertido el catolicismo de Sillon. Desgraciadamente, el que daba en otro tiempo tan bellas esperanzas, este río límpido e impetuoso, ha sido captado en su marcha por los enemigos modernos de la Iglesia y no forma ya en adelante más que un miserable afluente del gran movimiento de apostasía, organizado, en todos los países, para el establecimiento de una Iglesia universal que no tendrá ni dogmas, ni jerarquía, ni regla para el espíritu, ni freno para las pasiones, y que, so pretexto de libertad y de dignidad humana, consagraría en el mundo, si pudiera triunfar, el reino legal de la astucia y de la fuerza y la opresión de los débiles, de los que sufren y trabajan.



[41] Nos conocemos muy bien los sombríos talleres en que se elaboran estas doctrinas deletéreas, que no deberían seducir a los espíritus clarividentes. Los jefes del Sillon no han podido defenderse de ellas; la exaltación de sus sentimientos, la ciega bondad de su corazón, su misticismo filosófico, mezclado con una parte de iluminismo, los han arrastrado hacia un nuevo evangelio, en el que han creído ver el verdadero Evangelio del Salvador, hasta el punto de que osan tratar a Nuestro Señor Jesucristo con una familiaridad soberanamente irrespetuosa y de que, al estar su ideal emparentado con el de la Revolución, no temen hacer entre el Evangelio y la Revolución aproximaciones blasfemas, que no tienen la excusa de haber brotado de cierta improvisación apresurada.







Deformación del Evangelio



[42] Nos queremos llamar vuestra atención, venerables hermanos, sobre esta deformación del Evangelio y del carácter sagrado de Nuestro Señor Jesucristo, Dios y hombre, practicada en el Sillon y en otras partes. Cuando se aborda la cuestión social, está de moda en algunos medios eliminar primeramente la divinidad de Jesucristo y luego no hablar más que de su soberana mansedumbre, de su compasión por todas las miserias humanas, de sus apremiantes exhortaciones al amor del prójimo y a la fraternidad. Ciertamente, Jesús nos ha amado con un amor inmenso, infinito, y ha venido a la tierra a sufrir y morir para que, reunidos alrededor de Él en la justicia y en el amor, animados de los mismos sentimientos de caridad mutua, todos los hombres vivan en la paz y en la felicidad. Pero a la realización de esta felicidad temporal y eterna ha puesto, con una autoridad soberana, la condición de que se forme parte de su rebaño, que acepte su doctrina, que se practique su virtud y que se deje uno enseñar y guiar por Pedro y sus sucesores. Porque, si Jesús ha sido bueno para los extraviados y los pecadores, no ha respetado sus convicciones erróneas, por muy sinceras que pareciesen; los ha amado a todos para instruirlos, convertirlos y salvarlos. Si ha llamado hacia sí, para aliviarlos, a los que padecen y sufren, no ha sido para predicarles el celo por una igualdad quimérica. Si ha levantado a los humildes, no ha sido para inspirarles el sentimiento de una dignidad independiente y rebelde a la obediencia. Si su corazón desbordaba mansedumbre para las almas de buena voluntad, ha sabido igualmente armarse de una santa indignación contra los profanadores de la casa de Dios, contra los miserables que escandalizan a los pequeños, contra las autoridades que agobian al pueblo bajo el peso de onerosas cargas sin poner en ellas ni un dedo para aliviarlas. Ha sido tan enérgico como dulce; ha reprendido, amenazado, castigado, sabiendo y enseñándonos que con frecuencia el temor es el comienzo de la sabiduría y que conviene a veces cortar un miembro para salvar al cuerpo. Finalmente, no ha anunciado para la sociedad futura el reino de una felicidad ideal, del cual el sufrimiento quedara desterrado, sino que con sus lecciones y con sus ejemplos ha trazado el camino de la felicidad posible en la tierra y de la felicidad perfecta en el cielo: el camino de la cruz. Estas son enseñanzas que se intentaría equivocadamente aplicar solamente a la vida individual con vistas a la salvación eterna; son enseñanzas eminentemente sociales, y nos demuestran en Nuestro Señor Jesucristo algo muy distinto de un humanitarismo sin consistencia y sin autoridad.







IV. MEDIDAS PRÁCTICAS



[43] Por lo que a vosotros toca, venerables hermanos, continuad activamente la obra del Salvador de los hombres por medio de la imitación de su dulzura y de su energía. Inclinaos hacia todas las miserias; que ningún dolor escape a vuestra solicitud pastoral, que ningún llanto os encuentre indiferentes. Pero también predicad enérgicamente sus deberes a los grandes y a los poderes públicos. La cuestión social estará muy cerca de ser resuelta cuando los unos y los otros, menos exigentes de sus derechos mutuos, cumplan más exactamente sus obligaciones.



[44] Además, como en el conflicto de los intereses, y sobre todo en la lucha con las fuerzas del mal, la virtud de un hombre, su santidad misma, no basta siempre para asegurarle el pan cotidiano, y como el engranaje social debería estar organizado de tal manera que con su juego natural paralizara los esfuerzos de los malos y haga asequible a toda buena voluntad su parte legítima de felicidad temporal, Nos deseamos vivamente que toméis una parte activa en la organización de la sociedad para este fin. Y con este objeto, mientras vuestros sacerdotes se entregan con ardor al trabajo de la santificación de las almas, de la defensa de la Iglesia, y a las obras de caridad propiamente dichas, elegiréis algunos de ellos, activos y de espíritu equilibrado, investidos de los grados de doctor en filosofía y en teología y poseyendo perfectamente la historia de la civilización antigua y moderna, y los consagraréis a los estudios menos elevados y más prácticos de la ciencia social para ponerlos, a su tiempo, al frente de vuestras obras de acción católica. Sin embargo, que estos sacerdotes no se dejen seducir, en el dédalo de las opiniones contemporáneas, por el espejuelo de una democracia falsa; que no tomen de la retórica de los peores enemigos de la Iglesia y del pueblo un lenguaje enfático lleno de promesas tan sonoras como irrealizables. Que estén convencidos que la cuestión social y la ciencia social no son de ayer; que en todos los tiempos la Iglesia y el Estado, felizmente concertados, han creado con este fin organizaciones fecundas; que la Iglesia, que nunca ha traicionado la dicha del pueblo con alianzas comprometedoras, no tiene que separarse del pasado, y que basta volver a tomar, con el concurso de los verdaderos obreros de la restauración social, los organismos rotos por la Revolución y adaptarlos, con el mismo espíritu cristiano que los ha inspirado, al nuevo medio creado por la evolución material de la sociedad contemporánea, porque los verdaderos amigos del pueblo no son ni revolucionarios ni innovadores, sino tradicionalistas.



[45] Esta obra eminentemente digna de vuestro celo pastoral, Nos deseamos que la juventud del Sillon, apartada de sus errores, lejos de ser un obstáculo para ella, aporte a ésta, en el orden y en la sumisión convenientes, un concurso leal y eficaz.







Llamamiento a la juventud de “Le Sillon”



[46] Dirigiéndonos, pues, a los jefes del Sillon, con la confianza de un padre que habla a sus hijos, Nos les pedimos por su bien, por el bien de la Iglesia y de Francia, que os cedan su puesto. Nos medimos ciertamente la extensión del sacrificio que de ellos solicitamos, pero sabemos que son suficientemente generosos para realizarlo, y de antemano, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, cuyo indigno representante somos, Nos les bendecimos por ello. En cuanto a los miembros del Sillon, queremos que se distribuyan por diócesis para trabajar bajo la dirección de sus obispos respectivos en la regeneración cristiana y católica del pueblo, al mismo tiempo que en el mejoramiento de su situación. Estos grupos diocesanos serán por el momento independientes los unos de los otros; y a fin de demostrar claramente que han roto con los errores del pasado, tomarán el nombre de Sillons catholiques, y cada uno de sus miembros añadirá a su título si “Sillonista” el mismo calificativo de catholique. No es necesario decir que todo “Sillonista” católico queda libre para conservar, por lo demás, sus preferencias políticas, depuradas de todo lo que no sea enteramente conforme en esta materia a la doctrina de la Iglesia. Porque si, venerables hermanos, algunos grupos rehusasen someterse a estas condiciones, deberéis considerar que rehúsan por el mismo hecho someterse a vuestra dirección, y entonces será necesario examinar si se mantienen en la política o en la economía pura o si perseveran en sus antiguos errores. En el primer caso, es claro que no tendréis que ocuparos de ellos más que del común de los fieles; en el segundo caso, deberéis obrar en consecuencia, con prudencia, pero con firmeza. Los sacerdotes deberán mantenerse totalmente fuera de los grupos disidentes y se limitarán a prestar el socorro del santo ministerio individualmente a sus miembros, aplicándoles en el tribunal de la penitencia las reglas comunes de la moral relativas a la doctrina y la conducta. En cuanto a los grupos católicos, los sacerdotes y los seminaristas, aun favoreciéndolos y secundándolos en todo, se abstendrán de agregarse a ellos como miembros; porque conviene que la milicia sacerdotal permanezca por encima de las asociaciones laicas, incluso las más útiles y animadas del mejor espíritu.



[47] Estas son las medidas prácticas con las cuales Nos hemos creído necesario sancionar esta carta sobre el Sillon y los “Sillonistas”. Que el Señor quiera, Nos se lo rogamos, desde el fondo del alma, hacer comprender a estos hombres y a estas juventudes las graves razones que la han dictado; que El les dé docilidad de corazón, con el valor de demostrar ante la Iglesia la sinceridad de su fervor católico; y a vosotros, venerables hermanos, Dios os inspire para ello, pues en adelante son ya vuestros, los sentimientos de un afecto enteramente paterno.



[48] Con esta esperanza, y para obtener estos resultados tan deseables, Nos os concedemos de todo corazón, así como a vuestro clero y a vuestro pueblo, la bendición apostólica:







Dado en Roma, junto a San Pedro, el 25 de agosto de 1910, año octavo de nuestro pontificado.







PIO PAPA X

Lamentabili sine exitu

27 noviembre, 2011

en Doctrina, Modernismo, San Pío XDocumento en pdf







Decreto del Santo Oficio sobre los errores del modernismo, aprobado por el Papa San Pío X el 3 de julio de 1907.



El documento condena una lista de 65 errores modernistas. A modo de Syllabus, San Pío X considera conveniente la proscripción de una lista de proposiciones que ya en su día comenzaron a proliferar en diversos ambientes.











LOS ERRORES DEL MODERNISMO



Son lamentables los resultados con que los tiempos actuales, refractarios a toda mesura, van tras las novedades que la investigación de las supremas razones de las cosas ofrece, y caen en gravísimos errores al mismo tiempo que desprecian lo que es como la herencia del género humano. Estos errores son mucho más graves cuando se trata de la ciencia sagrada, o de la interpretación de la Sagrada Escritura, o de los más importantes misterios de la fe. Es muy doloroso encontrar incluso no pocos escritores católicos que traspasan los límites puestos por los Santos Padres y por la Iglesia misma, y se dedican a desarrollar los dogmas de una manera que en realidad no es más que deformarlos; y esto con el pretexto de ofrecer una más profunda comprensión de los mismos y en nombre de la crítica histórica.



Estos errores se están difundiendo cada vez más entre los fieles; para que no arraiguen en ellos corrompiendo la pureza de su fe, nuestro Santísimo Padre el Papa Pío X ha encomendado a este Tribunal de la Santa Inquisición Romana Universal que señale y condene los principales de esos errores.



En consecuencia, después de un detenido examen, y con el voto de los Consultores, los Eminentísimos Cardenales, Inquisidores Generales en cuestiones de fe y de costumbres, creyeron conveniente condenar y proscribir las proposiciones siguientes, tal y como se reprueban y proscriben en este Decreto.







Autoridad doctrinal y disciplinar de la Iglesia



1.La ley eclesiástica, que ordena someter a censura previa los libros que tratan de la Sagrada Escritura, no afecta a los escritores que se dedican a la crítica o la exégesis científica de los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento.

2.No se debe menospreciar la interpretación que la Iglesia hace de los Libros Sagrados; sin embargo, debe estar sometida al juicio y corrección más profundos de los exegetas.

3.Los juicios y censuras de la Iglesia contra una exégesis libre y más científica hacen pensar que la fe propuesta por la Iglesia contradice a la historia, y que los dogmas católicos no pueden compaginarse con los verdaderos orígenes de la religión cristiana.

4.El Magisterio de la Iglesia no puede determinar, ni siquiera por medio de definiciones dogmáticas, el genuino sentido de las Sagradas Escrituras.

5.Dado que el depósito de la fe solamente contiene verdades reveladas, bajo ningún concepto corresponde a la Iglesia juzgar acerca de las afirmaciones de las ciencias humanas.

6.Es de tal índole la colaboración entre la Iglesia discente y la Iglesia docente para definir las verdades, que la Iglesia docente se limita a aprobar las opiniones comunes de la discente.

7.Cuando la Iglesia condena errores, no puede exigir a los fieles un asentimiento interno, por el que se adhieran a los juicios por ella emitidos.

8.Se han de considerar libres de culpa a quienes no tienen en cuenta las condenas emanadas de la Sagrada Congregación del Índice o de otras Sagradas Congregaciones Romanas (1).





Autoridad de las Sagradas Escrituras



9.Quienes creen que Dios es el verdadero autor de las Sagradas Escrituras demuestran ser exageradamente simples o ignorantes.

10.La inspiración de los libros del Antiguo Testamento consiste en que los escritores Israelitas transmitieron las doctrinas religiosas bajo un aspecto poco conocido o ignorado por los paganos.

11.La inspiración divina no abarca a toda la Sagrada Escritura, de manera que todas y cada una de sus partes carezcan de error.

12.Si el exegeta quiere dedicarse con provecho a los estudios bíblicos, lo primero que ha de hacer es rechazar cualquier idea preconcebida acerca del origen sobrenatural de la Sagrada Escritura, y proceder a interpretarla del mismo modo que cualesquiera otros documentos meramente humanos. (2)





Autoridad humana de los Libros Sagrados



13.Los mismos Evangelistas y los cristianos de la segunda y tercera generación fueron quienes elaboraron las parábolas evangélicas; de esta forma justificaban los exiguos frutos que produjo la predicación de Cristo a los judíos.

14.Los Evangelistas contaron en muchos de los relatos no tanto lo que era verdad como lo que, aún siendo falso, juzgaban que era más provechoso para los lectores.

15.Los Evangelios sufrieron añadiduras y correcciones, hasta que se definió y se fijó el canon; como consecuencia no quedó en ellos más que un tenue y dudoso vestigio de la doctrina de Cristo.

16.Las narraciones de San Juan no son propiamente historia, sino una contemplación mística del Evangelio; los discursos que el citado Evangelio contiene, son meditaciones teológicas sobre el misterio de la salvación, desprovistas de verdad histórica.

17.El Cuarto Evangelio exageró los milagros, no sólo para que pareciesen más extraordinarios, sino también con el fin de que fuesen más adecuados para simbolizar la obra y la gloria del Verbo Encarnado.

18.San Juan se irroga la condición de testigo de Cristo; pero en realidad no fue más que un testigo cualificado de la vida cristiana, o de la vida de Cristo en la Iglesia durante los últimos años del primer siglo.

19.Los exegetas heterodoxos han expresado el sentido verdadero de las Escrituras con mayor fidelidad que los exegetas católicos.





La Revelación y el dogma



20.La Revelación no ha podido ser otra cosa más que la conciencia que el hombre adquiere de su relación con Dios (3).

21.La Revelación, que constituye el objeto de la fe católica, no quedó cerrada con los Apóstoles.

22.Los dogmas que la Iglesia presenta como revelados no son verdades venidas del Cielo, sino sólo una interpretación de hechos religiosos, que la mente humana se ha proporcionado por medio de un esfuerzo laborioso.

23.Puede existir, y de hecho existe, oposición entre los hechos que la Sagrada Escritura narra y los dogmas de la Iglesia que en ellos se apoyan; por consiguiente, el crítico puede rechazar como falsos hechos que la Iglesia cree absolutamente ciertos.

24.No hay por qué condenar al exegeta que siente unas premisas de las cuales se sigue que los dogmas son históricamente falsos o dudosos, con tal de que no niegue directamente esos dogmas.

25.El asentimiento de la fe se apoya, en último término, en el número de probabilidades.

26.Los dogmas de la fe se han de admitir solamente según su sentido práctico; es decir, como normas preceptivas de conducta, no como normas de lo que hay que hacer.





La divinidad de Jesucristo



27.La divinidad de Jesucristo no se prueba por medio de los Evangelios; pero es un dogma que la conciencia cristiana deduce de la noción de Mesías (4).

28.En el ejercicio de su ministerio, Jesús no hablaba con la finalidad de enseñar que El era el Mesías, ni sus milagros iban encaminados a demostrarlo.

29.Se puede admitir que el Cristo que nos muestra la historia es muy inferior al Cristo que es objeto de la fe.

30.En todos los textos evangélicos el nombre de Hijo de Dios es equivalente sólo al nombre de Mesías, pero de ningún modo significa que Cristo es verdadero y natural Hijo de Dios.

31.La doctrina que acerca de Cristo nos han transmitido Pablo, Juan y los Concilios de Nicea, de Efeso y de Calcedonia no es lo que Jesús enseñó, sino lo que acerca de Jesús concibió la conciencia cristiana.

32.El sentido natural de los textos evangélicos no puede compaginarse con lo que nuestros teólogos enseñan acerca de la conciencia de Jesucristo y de su ciencia infalible.

33.Es evidente para cualquiera que no se deja llevar por ideas preconcebidas que, o bien Jesús estaba equivocado acerca del próximo advenimiento del Mesías, o bien la mayor parte de Su doctrina contenida en los Evangelios Sinópticos no es auténtica.

34.El crítico no puede atribuir a Cristo una ciencia sin límites, a no ser que se apoye en una hipótesis históricamente inconcebible y que repugna al sentido moral: que Cristo, en cuanto hombre, poseía la ciencia de Dios y, no obstante, no quiso comunicar ese conocimiento acerca de tantas cosas ni a los discípulos ni a la posteridad.

35.No siempre tuvo Cristo conciencia de su dignidad mesiánica.

36.La Resurrección del Salvador no es propiamente un hecho histórico, sino de orden meramente sobrenatural, ni demostrado ni demostrable, que la conciencia cristiana fue poco a poco derivando a partir de otros hechos.

37.En un comienzo, la fe en la Resurrección de Cristo no versó tanto sobre el mismo hecho de la Resurrección como sobre la vida inmortal de Cristo junto a Dios.

38.La doctrina acerca de la muerte expiatoria de Cristo no es evangélica, sino sólo paulina.





Los Sacramentos

39.Las opiniones acerca del origen de los Sacramentos, de que estaban imbuidos los Padres de Trento y que indudablemente influyeron en sus cánones dogmáticos, están muy lejos de las que ahora mantiene con razón la investigación histórica sobre el cristianismo.

40.Los Sacramentos tuvieron su origen en la idea que los Apóstoles y sus sucesores, movidos y convencidos por determinados acontecimientos y circunstancias, se formaron acerca de Cristo y de su intención.

41.Los Sacramentos no tienen más finalidad que la de mantener viva en el espíritu la presencia siempre beneficiosa del Creador.

42.Fue la comunidad cristiana la que introdujo la necesidad del bautismo, al adoptarlo como rito necesario y añadiéndole las obligaciones de la profesión cristiana.

43.La costumbre de bautizar a los niños fue una evolución de la disciplina, y fue una de las causas de que el Sacramento se dividiera en dos: Bautismo y la Penitencia.

44.Nada prueba que los Apóstoles practicasen el rito del Sacramento de la Confirmación; la distinción formal entre Bautismo y Confirmación es ajena a la historia del cristianismo primitivo.

45.No todo lo que San Pablo relata acerca de la institución de la Eucaristía (1 Cor 11, 23-25) ha de ser considerado como histórico.(5)

46.En la Iglesia primitiva no existía el concepto de pecador cristiano reconciliado por la autoridad de la Iglesia; ésta fue asimilando con gran lentitud el citado concepto. Es más, después de ser conocida la penitencia como una institución en la Iglesia, no se le daba el nombre de Sacramento, pues era considerado como un Sacramento infamante.

47.Las palabras del Señor: Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados, y a quienes les retuviereis, les serán retenidos (jn. 20,22 y 23), no se refieren en absoluto al Sacramento de la Penitencia, por más que lo afirmaran así los Padres de Trento.

48.Santiago, en su epístola (5, 14 y 15), no tuvo intención de promulgar un Sacramento de Cristo, sino recomendar una práctica piadosa. Si acaso ve en ello algún medio para obtener gracia, no lo entiende con el rigor con que lo han interpretado los teólogos que fijaron el concepto y el número de los Sacramentos. (6)

49.A medida que la Cena cristiana fue poco a poco convirtiéndose en acción litúrgica, quienes solían presidir la Cena adquirieron carácter sacerdotal.

50.Los ancianos que tenían la misión de atender a los grupos de cristianos fueron instituidos presbíteros u obispos por los Apóstoles, con el fin de que se ocuparan de la necesaria organización de las comunidades en auge, pero no con el fin de perpetuar la misión y la potestad apostólica.

51.El matrimonio no pudo convertirse en Sacramento de la nueva ley, sino hasta muy tarde en la Iglesia; puesto que para que el matrimonio se considerase como Sacramento era necesario que previamente se llegara a un pleno desarrollo teológico de la doctrina sobre la gracia y sobre los Sacramentos.





La Iglesia Católica y su doctrina.



52.Fue ajeno a la intención de Cristo fundar la Iglesia como sociedad que había de durar sobre la tierra durante largos siglos; por el contrario, Cristo pensaba que el reino de los Cielos junto con el fin del mundo estaba a punto de llegar.

53.La constitución orgánica de la Iglesia no es inmutable, pues la sociedad cristiana está sujeta, como toda sociedad humana, a una continua evolución.

54.Los dogmas, los Sacramentos, la Jerarquía – tanto en lo que se refiere a su concepto como a su realidad – no son más que interpretaciones y evoluciones de la mente cristiana, que hicieron crecer y perfeccionaron con añadiduras externas el germen diminuto latente en el Evangelio.

55.Nunca pensó Simón Pedro que Cristo le encomendara el primado en la Iglesia.

56.La Iglesia Romana se convirtió en cabeza de todas la Iglesias no por ordenación divina, sino meramente por circunstancias políticas.

57.La Iglesia se manifiesta enemiga de los progresos en las ciencias naturales y teológicas.

58.La verdad no es más inmutable que el hombre mismo, ya que con él, en él y por él evoluciona.

59.Cristo no enseñó un determinado cuerpo de doctrina aplicable en todo tiempo y a todos los hombres, sino que más bien inició un movimiento religioso adaptado o adaptable a los diversos tiempos y lugares.

60.La doctrina cristiana fue judaica en sus inicios, pero por medio de evoluciones sucesivas se hizo primero paulina, después joánica y por último helénica y universal.

61.Puede decirse, sin afirmar nada extraño, que ningún capítulo de la Escritura – desde el primero del Génesis hasta el último del Apocalipsis – contiene una doctrina idéntica a la que acerca de la misma materia enseña la Iglesia, por consiguiente, ningún capítulo de la Escritura tiene el mismo sentido para el crítico que para el teólogo.

62.Los principales artículos del Símbolo de los Apóstoles no tenían para los primeros cristianos la misma significación que tienen para los cristianos de hoy.

63.La Iglesia se muestra incapacitada para defender con eficacia la moral evangélica al adherirse obstinadamente a doctrinas inmutables, que no pueden estar en armonía con el progreso moderno.

64.El progreso de las ciencias está exigiendo una modificación de los conceptos acerca de Dios, de la Creación, de la Redención, de la Persona del Verbo Encarnado, de la Revelación.

65.El catolicismo actual no puede armonizarse con la verdadera ciencia, si no se transforma en un cristianismo no dogmático: en un protestantismo amplio y liberal (7).

Al día siguiente, jueves, 4 del mismo mes y año, dada cuenta de todo esto a nuestro Santísimo Señor Papa Pío X, Su Santidad aprobó y confirmó el Decreto de los Eminentísimos Padres, y ordenó que todas y cada una de la proposiciones antes relacionadas se tuvieran como reprobadas y proscritas. Petrus Palombelli



S.R.U.I. Notarius







(1) Esta ocho primeras proposiciones, aunque con otras palabras, no hacen más que repetir los antiguos errores protestantes y racionalista, que pretendían negar o desvirtuar la autoridad doctrinal y disciplinar de la Iglesia Católica.



(2) Las proposiciones 9, 10, 11 y 12 niegan, o al menos ponen en duda la autoridad de las Sagradas Escrituras; las proposiciones siguientes, hasta la 19 inclusive, niegan también la autoridad humana de los Libros Sagrados, principalmente la de los Evangelios sinópticos y más todavía la del Evangelio de San Juan.



(3) Las proposiciones siguientes (20-26), que intentan explicar la revelación y el dogma por medio de la conciencia y la evolución psicológica según los métodos del subjetivismo kantiano, se apoyan en los principios erróneos ya expuestos acerca de la Sagrada Escritura.



(4) Las restantes proposiciones se apoyan en el citado evolucionismo subjetivo, tanto las que se refieren a la persona misma de Jesucristo y a su muerte y resurrección (27-38), como las que atañen a la doctrina general y especial de los Sacramentos (39-51); y también las que conciernen directamente a la Iglesia, a su constitución y jerarquía, al primado de San Pedro y de la Iglesia de Roma, y a la verdad universal.



(5) Estas son la palabras de San Pablo: “Porque yo he recibido del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó el pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. Igualmente, después de cenar, tomó el cáliz diciendo: Este es el cáliz de la nueva alianza en mi sangre; cuantas veces lo bebáis haced esto en memoria mía.”



(6) Santiago se refiere al Sacramento de la Extremaunción o Unción de los enfermos: “¿Alguno de vosotros cae enfermo? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia, para que recen sobre él, ungiéndolo con óleo en nombre del Señor; y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor lo aliviará y, si tuviera pecado, obtendrá el perdón”.



(7) Las dos últimas proposiciones evolucionistas, que son más concretas, tienen una gran afinidad con las proposiciones ya condenadas por Pío IX en el Syllabus, 8 de diciembre de 1864, y también en el Concilio Vaticano I, año 1870.

E Supremi Apostolatus

24 noviembre, 2011

en Doctrina, San Pío XDocumento en pdf



Sobre la falta de doctrina y el deber de darla a conocer.



Primera encíclica de San Pío X, en la que muestra su honda preocupación por la formación del clero, exhortando a los obispos a no desentenderse de los sacerdotes, especialmente de aquellos más jóvenes. Y todo ello porque la gran enfermedad de la época de San Pío X era el abandono de Dios a lo cual pretende poner remedio con la frase que mejor resume el objetivo de su Pontificado: instaurarlo todo en Cristo, con todo lo que ello conlleva.







EPÍSTOLA ENCÍCLICA



Sanctissimi Domini Nostri divina providentia Pii Papæ X ad Patriarchas Primates Archiespíscopos Epíscopos aliosque locorum Ordinarios pacem et communiomem cum Apostolica Sede habentes.



VENERABILIS FRATRIBUS



PATRIARCHIS PRIMATIBUS ARCHIESPISCOPIS EPISCOPIS



ALIISQUE LOCORUM ORDINARIIS



PACEM ET COMUNIONEM CUM APORTOLICA SEDE HABENTIBUS







El peso del Pontificado



Al dirigirnos por primera vez a vosotros desde la suprema cátedra apostólica a la que hemos sido elevados por el inescrutable designio de Dios, no es necesario recordar con cuántas lágrimas y ora­ciones hemos intentado rechazar esta enorme carga del Pontificado. Podríamos, aunque Nuestro mérito es absolutamente inferior, aplicar a Nuestra situación la queja de aquel gran santo, Anselmo, cuando a pesar de su oposición, incluso de su aversión, fue obligado a aceptar el honor del episco­pado. Porque Nos tenemos que recurrir a las mis­mas muestras de desconsuelo que él profirió para exponer con qué ánimo, con qué actitud hemos aceptado la pesadísima carga del oficio de apacen­tar la grey de Cristo. Mis lágrimas son testimonio —esto dice—, así como mis quejas y los suspiros de lamento de mi corazón; cuales en ninguna oca­sión y por ningún dolor recuerdo haber derramado hasta el día en que cayó sobre mí la pesada suerte del arzobispado de Canterbury. No pudieron de­jar de advertirlo todos aquellos que en aquel día contemplaron mi rostro… Yo con un color más propio de un muerto que de una persona viva, pali­decía con doloroso estupor. A decir verdad, hasta ese momento hice todo lo posible por rechazar lejos de mí esa elección, o por mejor decir esa extorsión.



Pero ya, de grado o por fuerza, tengo que confesar que a diario los designios de Dios resisten más y más a mis planes, de modo que comprendo que es ab­solutamente imposible oponerme a ello. De ahí que, vencido por la fuerza no de los hombres sino de Dios, contra la que no hay defensa posible, entendí que mi deber era adoptar una única decisión: después de haber orado cuanto pude y haber inten­tado que, si era posible, ese cáliz pasara de mí sin beberlo… entreguéme por completo al sentir y a la voluntad de Dios, dejando de lado mi propio sentir y mi voluntad.







Los hombres están hoy apartados de Dios

Y efectivamente no Nos faltaron múltiples y gra­ves motivos para rehusar el Pontificado. Ante todo el que de ningún modo, por nuestra insignificancia, nos considerábamos dignos del honor del pontifica­do; ¿a quién no le conmovería ser designado suce­sor de aquel que gobernó la Iglesia con extrema prudencia durante casi veintiséis años, sobresalió en tanta agudeza de ingenio, tanto resplandor de virtudes que convirtió incluso a sus enemigos en admiradores y consagró la memoria de su nombre con hechos extraordinarios? Luego, dejando aparte otros motivos, Nos llenaba de temor sobre todo la tristísima situación en que se encuentra la huma­nidad. ¿Quién ignora, efectivamente, que la socie­dad actual, más que en épocas anteriores, está afligi­da por un íntimo y gravísimo mal que, agravándose por días, la devora hasta la raíz y la lleva a la muer­te? Comprendéis, Venerables Hermanos, cuál es el mal; la defección y la separación de Dios: nada más unido a la muerte que esto, según lo dicho por el Profeta: Pues he aquí que quienes se alejan de tí, perecerán. Detrás de la misión pontificia que se me ofrecía, Nos veíamos el deber de salir al paso de tan gran mal: Nos parecía que recaía en Nos el mandato del Señor: Hoy te doy sobre pueblos y rei­nos poder de destruir y arrancar, de edificar y plan­tar; pero, conocedor de Nuestra propia debilidad, Nos espantaba tener que hacer frente a un problema que no admitía ninguna dilación y sí tenía mu­chas dificultades.







«¡Instaurar todas las cosas en Cristo!»



Sin embargo, puesto que agradó a la divina vo­luntad elevar nuestra humildad a este supremo poder, descansamos el espíritu en aquel que Nos conforta y poniendo manos a la obra, apoyados en la fuerza de Dios, manifestamos que en la gestión de Nuestro pontificado tenemos un sólo propósito, instaurarlo todo en Cristo, para que efectivamente todo y en todos sea Cristo.



Habrá indudablemente quienes, porque miden a Dios con categorías humanas, intentarán escudriñar Nuestras intenciones y achacarlas a intereses y afanes de parte.



Para salirles al paso, aseguramos con toda firme­za que Nos nada que- remos ser, y con la gracia de Dios nada seremos ante la humanidad sino Minis­tro de Dios, de cuya autoridad somos instrumen­tos. Los intereses de Dios son Nuestros intereses; a ellos hemos decidido consagrar nuestras fuerzas y la vida misma. De ahí que si alguno Nos pide una frase simbólica, que exprese Nuestro propósito, siempre le daremos sólo esta: ¡instaurar todas las cosas en Cristo!







Los hombres contra Dios

Ciertamente, al hacernos cargo de una empresa de tal envergadura y al intentar sacarla adelante Nos proporciona, Venerables Hermanos, una extra­ordinaria alegría el hecho de tener la certeza de que todos vosotros seréis unos esforzados aliados para llevarla a cabo. Pues si lo dudáramos os califica­ríamos de ignorantes, cosa que ciertamente no sois, o de negligentes ante este funesto ataque que ahora en todo el mundo se promueve y se fomenta contra Dios; puesto que verdaderamente contra su Autor se han amotinado las gentes y traman las naciones planes vanos; parece que de todas partes se eleva la voz de quienes atacan a Dios: Apártate de nos­otros. Por eso, en la mayoría se ha extinguido el temor al Dios eterno y no se tiene en cuenta la ley de su poder supremo en las costumbres ni en pú­blico ni en privado: aún más, se lucha con denoda­do esfuerzo y con todo tipo de maquinaciones para arrancar de raíz incluso el mismo recuerdo y noción de Dios.



Es indudable que quien considere todo esto ten­drá que admitir de plano que esta perversión de las almas es como una muestra, como el prólogo de los males que debemos esperar en el fin de los tiempos; o incluso pensará que ya habita en este mundo el hijo de la perdiciónde quien habla el Apóstol. En verdad, con semejante osadía, con este desafuero de la virtud de la religión, se cuartea por doquier la piedad, los documentos de la fe revelada son im­pugnados y se pretende directa y obstinadamente apartar, destruir cualquier relación que medie entre Dios y el hombre. Por el contrario —esta es la señal propia del Anticristo según el mismo Apóstol—, el hombre mismo con temeridad extrema ha invadido el campo de Dios, exaltándose por encima de todo aquello que recibe el nombre de Dios; hasta tal punto que —aunque no es capaz de borrar dentro de sí la noción que de Dios tiene—, tras el rechazo de Su majestad, se ha consagrado a sí mismo este mundo visible como si fuera su templo, para que todos lo adoren. Se sentará en el templo de Dios, mostrándose como si fuera Dios.



Efectivamente, nadie en su sano juicio puede du­dar de cuál es la batalla que está librando la humani­dad contra Dios. Se permite ciertamente el hombre, en abuso de su libertad, violar el derecho y el poder del Creador; sin embargo, la victoria siempre está de la parte de Dios; incluso tanto más inminente es la derrota, cuanto con mayor osadía se alza el hom­bre esperando el triunfo. Estas advertencias nos hace el mismo Dios en las Escrituras Santas. Pasa por alto, en efecto, los pecados de los hombres, como olvidado de su poder y majestad: pero luego, tras simulada indiferencia, irritado como un borracho lleno de fuerza, romperá la cabeza a sus enemigospara que todos reconozcan que el rey de toda la tierra es Diosy sepan las gentes que no son más que hombres.



Todo esto, Venerables Hermanos, lo mantenemos y lo esperamos con fe cierta. Lo cual, sin embargo, no es impedimento para que, cada uno por su parte, también procure hacer madurar la obra de Dios: y eso, no sólo pidiendo con asiduidad: Álzate, Señor, no prevalezca al hombre, sino —lo que es más importante— con hechos y palabras, abiertamente a la luz del día, afirmando y reivindicando para Dios el supremo dominio sobre los hombres y las demás criaturas, de modo que Su derecho a gobernar y su poder reciba culto y sea fielmente ob­servado por todos.







El deseo de paz: dónde encontrarla

Esto es no sólo una exigencia natural, sino un be­neficio para todo el género humano. ¿Cómo no van a sentirse los espíritus invadidos, Hermanos Vene­rables, por el temor y la tristeza al ver que la mayor parte de la humanidad, al mismo tiempo que se en­orgullece, con razón, de sus progresos, se hace la guerra tan atrozmente que es casi una lucha de to­dos contra todos? El deseo de paz conmueve sin duda el corazón de todos y no hay nadie que no la recla­me con vehemencia. Sin embargo, una vez rechaza­do Dios, se busca la paz inútilmente porque la jus­ticia está desterrada de allí donde Dios está ausente; y quitada la justicia, en vano se espera la paz. La paz es obra de la justicia.







Sabemos que no son pocos los que, llevados por sus ansias de paz, de tranquilidad y de orden, se unen en grupos y facciones que llaman «de orden». ¡Oh, esperanza y preocupaciones vanas! El partido del orden que realmente puede traer una situación de paz después del desorden es uno sólo: el de quienes están de parte de Dios. Así pues, éste es necesario promover y a él habrá que atraer a todos, si son impulsados por su amor a la paz.



Y verdaderamente, Venerables Hermanos, esta vuelta de todas las naciones del mundo a la majes­tad y al imperio de Dios, nunca se producirá, sean cuales fueren nuestros esfuerzos, si no es por Jesús el Cristo. Pues advierte el Apóstol: Nadie puede po­ner otro fundamento, -fuera del que está ya puesto, que es Cristo Jesús“.Evidentemente es el mismo a quien el Padre santificó y envió al mundo; el es­plendor del Padre y la imagen de su sustancia, Dios verdadero y verdadero hombre: sin el cual nadie podría conocer a Dios como se debe; pues nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo.





Que los hombres vuelvan a Dios, por la Iglesia



De lo cual se concluye que instaurar todas las co­sas en Cristo y hacer que los hombres vuelvan a so­meterse a Dios es la misma cosa. Así, pues, es ahí a donde conviene dirigir nuestros cuidados para someter al género humano al poder de Cristo: con Él al frente, pronto volverá la humanidad al mismo Dios. A un Dios, que no es aquel despiadado, des­pectivo para los humanos que han imaginado en sus delirios los materialistas, sino el Dios vivo y verdadero, uno en naturaleza, trino en personas, creador del mundo, que todo lo prevé con suma sa­biduría, y también legislador justísimo que castiga a los pecadores y tiene dispuesto el premio a los vir­tuosos.



Por lo demás, tenemos ante los ojos el camino por el que llegar a Cristo: la Iglesia. Por eso, con razón, dice el Crisóstomo: Tú esperanza la Iglesia, tú salvación la Iglesia, tú refugio la Iglesia. Pues para eso la ha fundado Cristo, y la ha conquistado al precio de su sangre; y a ella encomendó su doc­trina y los preceptos de sus leyes, al tiempo que la enriquecía con los generosísimos dones de su divina gracia para la santidad y la salvación de los hombres.







El deber concreto de los Pastores



Ya veis, Venerables Hermanos, cuál es el oficio que en definitiva se confía tanto a Nos como a vosotros: que hagamos volver a la sociedad hu­mana, alejada de la sabiduría de Cristo, a la doctri­na de la Iglesia. Verdaderamente la Iglesia es de Cristo y Cristo es de Dios. Y si, con la ayuda de Dios, lo logramos, nos alegra- remos porque la ini­quidad habrá cedido ante la justicia y escuchare­mos gozosos una gran voz del cielo que dirá: “Ahora llega la salvación, el poder, el reino de nues­tro Dios y la autoridad de su Cristo”.







Ahora bien, para que el éxito responda a los de­seos, es preciso intentar por todos los medios y con todo esfuerzo arrancar de raíz ese crimen cruel y detestable, característico de esta época: el afán que el hombre tiene por colocarse en el lugar de Dios; habrá que devolver su antigua dignidad a los pre­ceptos y consejos evangélicos; habrá que proclamar con más firmeza las verdades transmitidas por la Iglesia, toda su doctrina sobre la santidad del ma­trimonio, la educación doctrinal de los niños, la propiedad de bienes y su uso, los deberes para y con quienes administran el Estado; en fin, deberá restablecerse el equilibrio entre los distintos órde­nes de la sociedad, la ley y las costumbres cristianas.







Los medios: formar buenos sacerdotes



Nos, por supuesto, secundando la voluntad de Dios, nos proponemos intentarlo en nuestro ponti­ficado y lo seguiremos haciendo en la medida de nuestras fuerzas. A vosotros. Venerables Herma­nos, os corresponde secundar Nuestros afanes con vuestra santidad, vuestra ciencia, vuestras vidas y vuestros anhelos, ante todo por la gloria de Dios; sin esperar ningún otro premio sino el hecho de que en todos se forme Cristo.



Y ya apenas es necesario hablar de los medios que nos pueden ayudar en semejante empresa, puesto que están tomados de la doctrina común. De vuestras preocupaciones, sea la primera formar a Cristo en aquellos que por razón de su oficio están destinados a formar a Cristo en los demás. Pienso en los sacerdotes. Venerables Hermanos. Que todos aquellos que se han iniciado en las órdenes sagra­das sean conscientes de que, en las gentes con quie­nes conviven, tienen asignada la provincia que Pablo declaró haber recibido con aquellas palabras llenas de cariño: Hijitos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vos­otros. Pues, ¿quiénes serán capaces de cumplir su misión si antes no se han revestido de Cristo? Y revestido de tal manera que puedan hacer suyo lo que también decía el Apóstol: ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Para mí la vida es Cris­to. Por eso, si bien a todos los fieles se dirige la exhortación que lleguemos a varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo, sin embargo se refiere sobre todo a aquel que desempeña el sacer­docio; pues se le denomina otro Cristo no sólo por la participación de su potestad, sino porque imita sus hechos, y de este modo lleva impresa en sí mis­mo la imagen de Cristo.



En esta situación, ¡qué cuidado debéis poner, Ve­nerables Hermanos, en la formación del clero para que sean santos! Es necesario que todas las demás tareas que se os presentan, sean cuales fueren, cedan ante ésta. Por eso, la parte mejor de vuestro celo debe emplearse en la organización y el régimen de los seminarios sagrados de modo que florezcan por la integridad de su doctrina y por la santidad de sus costumbres. Cada uno de vosotros tenga en el Seminario las delicias de su corazón, sin omitir para su buena marcha nada de lo que estableció con suma prudencia el Concilio de Trento.



Cuando llegue el momento de tener que iniciar a los candidatos en las órdenes sagradas, por favor no olvidéis la prescripción de Pablo a Timoteo: A nadie impongas las manos precipitadamente; con­siderad con atención que de ordinario los fieles se­rán tal cual sean aquellos a quienes destinéis al sa­cerdocio. Por tanto no tengáis la mira puesta en vuestra propia utilidad, mirad únicamente a Dios, a la Iglesia y la felicidad eterna de las almas, no sea que, como advierte el Apóstol, tengáis parte en los pecados de otros.







Cuidar a los sacerdotes jóvenes



Otra cosa: que los sacerdotes principiantes y los recién salidos del seminario no echen de menos vuestros cuidados. A éstos —os lo pedimos con toda el alma—, atraedlos con frecuencia hasta vuestro co­razón, que debe alimentarse del fuego celestial, encendedlos, inflamadlos de manera que anhelen sólo a Dios y el bien de las almas. Nos ciertamente, Ve­nerables Hermanos, proveeremos con la mayor dili­gencia para que estos hombres sagrados no sean atrapados por las insidias de esta ciencia nueva y engañosa que no tiene el buen olor de Cristo y que, con falsos y astutos argumentos, pretende impulsar los errores del racionalismo y el semirracionalismo; contra esto ya el Apóstol precavía a Timoteo cuando le escribía: Guarda el depósito que se te ha confiado, evitando las novedades profanas y las con­tradicciones de la falsa ciencia que algunos profesan extraviándose de la fe. Esto no impide que Nos estimemos dignos de alabanza los sacerdotes jóvenes que siguen estudios de ciencias útiles en cualquier campo de la sabiduría, para hacerse más instruidos en la guarda de la verdad y rechazar mejor las calumnias de los odiadores de la fe. Sin embargo, no podemos ocultar, antes al contrario lo manifesta­mos abiertamente, que serán siempre Nuestros predilectos quienes, sin menospreciar las disciplinas sagradas y profanas, se dedican ante todo al bien de las almas buscando para sí los dones que con­vienen a un sacerdote celoso por la gloria de Dios. Nos tenemos una gran tristeza y un dolor continuo en el corazón, al comprobar que es aplicable a nuestra época aquella lamentación de Jeremías: Los pequeños pidieron pan y no había quien se lo partiera. No faltan en el clero quienes, de acuer­do con sus propias cualidades, se afanan en cosas de una utilidad quizá no muy definida, mientras, por el contrario, no son tan numerosos los que, a ejemplo de Cristo, aceptan la voz del Profeta: El Espíritu me ungió, me envió para evangelizar a los pobres, para sanar a los contritos de corazón, para predicar a los cautivos la libertad y a los ciegos la recuperación de la vista.







La falta de doctrina: enseñar con caridad



¿A quién se le oculta, Venerables Hermanos, aho­ra que los hombres se rigen sobre todo por la razón y la libertad, que la enseñanza de la religión es el camino más importante para replantar el reino de Dios en las almas de los hombres? ¡Cuántos son los que odian a Cristo, los que aborrecen a la Iglesia y al Evangelio por ignorancia más que por maldad! De ellos podría decirse con razón: Blasfeman de todo lo que desconocen. Y este hecho se da no sólo entre el pueblo o en la gente sin formación que, por eso, es arrastrada fácilmente al error, sino también en las clases más cultas, e incluso en quienes sobresalen en otros campos por su erudición. Precisamente de aquí procede la falta de fe de muchos. Pues no hay que atribuir la falta de fe a los progresos de la ciencia, sino más bien a la falta de ciencia; de ma­nera que donde mayor es la ignorancia, más eviden­te es la falta de fe. Por eso Cristo mandó a los Após­toles: Id y enseñad a todas las gentes.



Y ahora, para que el trabajo y los desvelos de la enseñanza produzcan los esperados frutos y en to­dos se forme Cristo, quede bien grabado en la me­moria, Venerables Hermanos, que nada es más efi­caz que la caridad. Pues el Señor no está en la agi­tación. Es un error esperar atraer las almas a Dios con un celo amargo: es más, increpar con acri­tud los errores, reprender con vehemencia los vi­cios, a veces es más dañoso que útil. Ciertamente el Apóstol exhortaba a Timoteo: Arguye, exige, incre­pa, pero añadía, con toda paciencia.



También en esto Cristo nos dio ejemplo: Venid, así leemos que El dijo, venid a mí todos los que tra­bajáis y estáis cargados y Yo os aliviaré. Entendía por los que trabajaban y estaban cargados no a otros sino a quienes están dominados por el pecado y por el error. ¡Cuánta mansedumbre en aquel divino Maestro! ¡Qué suavidad, qué misericordia con los atormentados! Describió exactamente Su corazón Isaías con estas palabras: Pondré mi espíritu sobre él; no gritará, no hablará fuerte; no romperá la caña cascada, ni apagará la mecha que todavía humea.



Y es preciso que esta caridad, paciente y benig­nase extienda hasta aquellos que nos son hostiles o nos siguen con animosidad. Somos maldecidos y bendecimos, así hablaba Pablo de sí mismo, pade­cemos persecución y la soportamos; difamados, con­solamos. Quizá parecen peores de lo que son. Pues con el trato, con los prejuicios, con los consejos y ejemplos de los demás, y en fin con el mal conse­jero amor propio se han pasado al campo de los impíos: sin embargo, su voluntad no es tan depra­vada como incluso ellos pretenden parecer. ¿Cómo no vamos a esperar que el fuego de la caridad cris­tiana disipe la oscuridad de las almas y lleve consi­go la luz y la paz de Dios? Quizás tarde algún tiem­po el fruto de nuestro trabajo: pero la caridad nunca desfallece, consciente de que Dios no ha pro­metido el premio a los frutos del trabajo, sino a la voluntad con que éste se realiza.







El deber insustituible de los Obispos



Pero, Venerables Hermanos, no es mi intención que, en todo este esfuerzo tan arduo para restituir en Cristo a todas las gentes, no contéis vosotros y vuestro clero con ninguna ayuda. Sabemos que Dios ha dado mandatos a cada uno referentes al pró­jimo”.Así que trabajar por los intereses de Dios y de las almas es propio no sólo de quienes se han dedicado a las funciones sagradas, sino también de todos los fieles: y ciertamente cada uno no de acuerdo con su iniciativa y su talante, sino siempre bajo la guía y las indicaciones de los Obispos; pues presidir, enseñar, gobernar la Iglesia a nadie ha concedido sino a vosotros, a quienes el Espíritu Santo puso para regir la Iglesia de Dios.



Que los católicos formen asociaciones, con diver­sos propósitos pero siempre para bien de la reli­gión. Nuestros Predecesores desde ya hace tiempo las aprobaron y las sancionaron dándoles gran im­pulso. Y Nos no dudamos de honrar esa egregia institución con nuestra alabanza y deseamos ar­dientemente que se difunda y florezca en las ciudades y en los medios rurales. Sin embargo, de seme­jantes asociaciones Nos esperamos ante todo y sobre todo que cuantos se unen a ellas vivan siem­pre cristianamente. De poco sirve discutir con su­tilezas acerca de muchas cuestiones y disertar con elocuencia sobre derechos y deberes, si todo eso se separa de la acción. Pues acción piden los tiempos; pero una acción que se apoye en la observancia san­ta e íntegra de las leyes divinas y los preceptos de la Iglesia, en la profesión libre y abierta de la re­ligión, en el ejercicio de toda clase de obras de caridad, sin apetencias de provecho propio o de ventajas terrenas. Muchos ejemplos luminosos de éstos por parte de los soldados de Cristo, ten­drán más valor para conmover y arrebatar las almas que las exquisitas disquisiciones verbales: y será fácil que, rechazado el miedo y libres de prejuicios y de dudas, muchos vuelvan a Cristo y difundan por doquier su doctrina y su amor; todo esto es camino para una felicidad auténtica y sólida.



Por supuesto, si en las ciudades, si en cualquier aldea se observan fielmente los mandamientos de Dios, si se honran las cosas sagradas, si es frecuen­te el uso de los sacramentos, si se vive de acuerdo con las normas de vida cristiana, Venerables Her­manos, ya no habrá que hacer ningún esfuerzo para que todo se instaure en Cristo.



Y no se piense que con esto buscamos sólo la consecución de los bienes celestiales; también ayu­dará todo ello, y en grado máximo, a los intereses públicos de las naciones. Pues, una vez logrados esos objetivos, los próceres y los ricos asistirán a los más débiles con justicia y con caridad, y éstos a su vez llevarán en calma y pacientemente las an­gustias de su desigual fortuna; los ciudadanos no obedecerán a su ambición sino a las leyes; se acep­tará el respeto y el amor a los príncipes y a cuantos gobiernan el Estado, cuyo poder no procede, sino de Dios.¿Qué más? Entonces, finalmente, todos tendrán la persuasión de que la Iglesia, por cuanto fue fundada por Cristo, su creador, debe gozar de una libertad plena e íntegra y no estar sometida a un poder ajeno; y Nos al reivindicar esta misma li­bertad, no sólo defendemos los derechos sacrosan­tos de la religión, sino que velamos por el bien co­mún y la seguridad de los pueblos. Es evidente que la piedad es útil para todo: con ella incólume y vi­gorosa el pueblo habitará en morada llena de paz.







Exhortación final



Que Dios, rico en misericordia, acelere benigno esta instauración de la humanidad en Cristo Jesús; porque ésta es una tarea no del que quiere ni del que corre sino de Dios que tiene misericordia. Y nosotros, Venerables Hermanos, con espíritu hu­milde, con una oración continua y apremiante, pidámoslo por los méritos de Jesucristo. Utilicemos ante todo la intercesión poderosísima de la Madre de Dios: Nos queremos lograrla al fechar esta carta en el día establecido para conmemorar el Santo Rosario; todo lo que Nuestro Antecesor dispuso con la dedicación del mes de octubre a la Virgen augus­ta mediante el rezo público de Su rosario en todos los templos, Nos igualmente lo disponemos y lo confirmamos; y animamos también a tomar como intercesores al castísimo Esposo de la Madre de Dios, patrono de la Iglesia católica, y a San Pedro y San Pablo, príncipes de los apóstoles.



Para que todos estos propósitos se cumplan cabal­mente y todo salga según vuestros deseos, implora­mos la generosa ayuda de la divina gracia. Y en tes­timonio del muy tierno amor de que os hago objeto a vosotros y a todos los fieles que la providencia di­vina ha querido encomendarnos, os impartimos con todo cariño en el Señor la bendición apostólica a vosotros, Venerables Hermanos, al clero y a vuestro pueblo.



Dado en Roma junto a San Pedro, el día 4 de octubre de 1903, primer año de Nuestro Pontificado.







PIO PAPA X

Ad diem illum laetissimum

24 noviembre, 2011

en Doctrina, Encíclica, Inmaculada Concepción, San Pío XDocumento en pdf

En 1904, el Santo Padre consideró conveniente recordar por medio de esta encíclica el 50 aniversario de la declaración como dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen. San Pío X nos recuerda que la Virgen es el “camino más seguro hacia Jesús”: ella nos acerca a la santidad. Debemos procurar seguir su ejemplo en particular en lo referente a las tres virtudes teologales: la Fe, la Esperanza y la Caridad.

EPISTOLA ENCICLICA

Sanctissimi Domini Nostri Pii Papa X Iubilæum extraordinarium orbi catholico indicentis, occasione quincuagesimi anniversarii a dogmatica definitione immaculatæ S. M. V. Conceptionis.

VENERABILIS FRATRIBUS
PATRIARCHIS PRIMATIBUS ARCHIESPISCOPIS EPISCOPIS
ALIISQUE LOCORUM
PACEM ET COMUNIONEM CUM APORTOLICA SEDE HABENTI
Recuerdo de la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción
El paso del tiempo, en el transcurso de unos me­ses, nos llevará a aquel día venturosísimo en el que, hace cincuenta años, Nuestro antecesor Pío IX, Pon­tífice de santísima memoria, ceñido con una nume­rosísima corona de Padres purpurados y Obispos consagrados, con la autoridad del magisterio infa­lible, proclamó y promulgó como cosa revelada por Dios que la bienaventurada Virgen María estuvo in­mune de toda mancha de pecado original desde el primer instante de su concepción. Nadie ignora con qué espíritu, con qué muestras de alegría y de agra­decimiento públicos acogieron aquella promulga­ción los fieles de todo el mundo; verdaderamente nadie recuerda una adhesión semejante tanto a la augusta Madre de Dios como al Vicario de Jesucris­to o que tuviera eco tan amplio o que haya sido re­cibida con unanimidad tan absoluta.

Demostraciones de piedad mariana

Y ahora, Venerables Hermanos, después de trans­currido medio siglo, la renovación del recuerdo de la Virgen Inmaculada, necesariamente hace que re­suene en nuestras almas como el eco de aquella ale­gría santa y que se repitan aquellos espectáculos famosos de antaño, expresiones de fe y de amor a la augusta Madre de Dios. Nos impulsa con ardor a alentar todo esto la piedad con la que Nos, durante toda nuestra vida, hemos tratado a la Santísima Vir­gen, por la gracia extraordinaria de su protección; esperamos con toda seguridad que así será, por el deseo de todos los católicos, que siempre están dis­puestos a manifestar una y otra vez a la gran Madre de Dios sus testimonios de amor y de honra. Ade­más tenemos que decir que este deseo Nuestro sur­ge sobre todo de que, por una especie de moción oculta, Nos parece apreciar que están a punto de cumplirse aquellas esperanzas que impulsaron pru­dentemente a Nuestro antecesor Pío y a todos los obispos del mundo a proclamar solemnemente la concepción inmaculada de la Madre de Dios.

La Virgen nos ayuda siempre

No son pocos los que se quejan de que hasta el día de hoy esas esperanzas no se han colmado y utilizan las palabras de Jeremías: Esperábamos la paz y no hubo bien alguno: el tiempo del consuelo y he aquí el temor 1. Pero, ¿quién podría no entrañar­se de esta clase de poca fe por parte de quienes no miran por dentro o desde la perspectiva de la ver­dad las obras de Dios? Pues, ¿quién sería capaz de llevar la cuenta del número de los regalos ocultos de gracia que Dios ha volcado durante este tiempo sobre la Iglesia, por la intervención conciliadora de la Virgen? Y si hay quienes pasan esto por alto, ¿qué decir del Concilio Vaticano, celebrado en momento tan acertado?; ¿qué del magisterio infalible de los Pontífices proclamado tan oportunamente, contra los errores que surjan en el futuro?; ¿qué, en fin, de la nueva e inaudita oleada de piedad que ya des­de hace tiempo hace venir hasta el Vicario de Cristo, para hacerlo objeto de su piedad, a toda clase de fieles desde todas las latitudes? ¿Acaso no es de admirar la prudencia divina con que cada uno de Nuestros dos predecesores, Pío y León, sacaron ade­lante con gran santidad a la Iglesia en un tiempo lleno de tribulaciones, en un pontificado como nadie había tenido? Además, apenas Pío había proclama­do que debía creerse con fe católica que María, des­de su origen había desconocido el pecado, cuando en la ciudad de Lourdes comenzaron a tener lugar las maravillosas apariciones de la Virgen; a raíz de ellas, allí edificó en honor de María Inmaculada un grande y magnífico santuario; todos los prodigios que cada día se realizan allí, por la oración de la Madre de Dios, son argumentos contundentes para combatir la incredulidad de los hombres de hoy.



Testigos de tantos y tan grandes beneficios como Dios, mediante la implo­ración benigna de la Virgen, nos ha conferido en el transcurso de estos cincuen­ta años, ¿cómo no vamos a tener la esperanza de que nuestra salvación está más cercana que cuando creímos?; quizá más, porque por experiencia sabe­mos que es propio de la divina Providencia no dis­tanciar demasiado los males peores de la liberación de los mismos. Está a punto de llegar su hora, y sus días no se harán esperar. Pues el Señor se compa­decerá de Jacob escogerá todavía a Israel 2; para que la esperanza se siga manteniendo, dentro de poco clamaremos: Trituró el Señor el báculo de los impíos. Se apaciguó y enmudeció toda la tierra, se alegró y exultó 3.







María es el camino más seguro hacia Jesús

La razón por la que el cincuenta aniversario de la proclamación de la inmaculada concepción de la Madre de Dios debe provocar un singular fervor en el pueblo cristiano, radica para Nos sobre todo en lo que ya Nos propusimos en la anterior carta encí­clica: instaurar todas las cosas en Cristo. Pues ¿quién no ha experimentado que no hay un camino más seguro y más expedito para unir a todos con Cristo que el que pasa a través de María, y que por ese camino podemos lograr la perfecta adopción de hijos, hasta llegar a ser santos e inmaculados en la presencia de Dios? En efecto, si verdaderamente a María le fue dicho: Bienaventurada tú que has creí­do, porque se cumplirá todo lo que el Señor te ha dicho 4, de manera que verdaderamente concibió y parió al Hijo de Dios; si realmente recibió en su vientre a aquel que es la Verdad por naturaleza, de manera que engendrado por nueva manera y con nueva natividad… el invisible en su divinidad se hiciese visible en nuestra humanidad 5; puesto que el Hijo de Dios hecho hombre es autor y consumador de nuestra fe, es de todo punto necesario reconocer como partícipe y como guardiana de los divinos misterios a su Santísima Madre en la cual, como el fundamento más noble después de Cristo, se apoya el edificio de la fe de todos los siglos.



¿Es que acaso no habría podido Dios proporcio­namos al restaurador del género humano y al fundador de la fe por otro camino distinto de la Vir­gen? Sin embargo, puesto que pareció a la divina providencia oportuno que recibiéramos al Dios-Hombre a través de María, que lo engendró en su vientre fecundada por el Espíritu Santo, a nosotros no nos resta sino recibir a Cristo de manos de Ma­ría. De ahí que claramente en las Sagradas Escritu­ras, cuantas veces se nos anuncia la gracia futura, se une al Salvador del mundo su Santísima Madre. Surgirá el Cordero dominador de la tierra, pero de la piedra del desierto; surgirá una flor, pero de la raíz de Jesé. Adán atisbaba a María aplastando la cabeza de la serpiente y contuvo las lágrimas que le provocaba la maldición. En ella pensó Noé, recluido en el arca acogedora; Abraham cuando se le impi­dió la muerte de su hijo; Jacob cuando veía la esca­la y los ángeles que subían y bajaban por ella; Moi­sés admirado por la zarza que ardía y no se consu­mía; David cuando danzaba y cantaba mientras conducía el arca de Dios; Elías mientras miraba a la nubecilla que subía del mar. Por último -¿y para qué más?- encontramos en María, después de Cristo, el cumplimiento de la ley y la realización de los símbolos y de las profecías.



Pero nadie dudará que a través de la Virgen, y por ella en grado sumo, se nos da un camino para conocer a Cristo, simplemente con pensar que ella fue la única con la que Jesús, como conviene a un hijo con su madre, estuvo unido durante treinta años por una relación familiar y un trato íntimo. Los admirables misterios del nacimiento y la infan­cia de Cristo, y, sobre todo, el de la asunción de la naturaleza humana que es el inicio y el fundamento de la fe ¿a quién le fueron más patentes que a la Madre? La cual ciertamente, no sólo conservaba pon­derándolos en su corazón los sucesos de Belén y los de Jerusalén en el templo del Señor, sino que, par­ticipando de las decisiones y los misteriosos desig­nios de Cristo, debe decirse que vivió la misma vida que su Hijo. Así pues, nadie conoció a Cristo tan profundamente como Ella; nadie más apta que ella como guía y maestra para conocer a Cristo.



De aquí que, como ya hemos apuntado, nadie sea más eficaz para unir a los hombres con Cristo que esta Virgen. Pues si, según la palabra de Cristo, esta es la vida eterna: que te conozcan a tí, solo Dios verdadero y al que tú enviaste, Jesucristo 6, una vez recibida por medio de María la noticia salvadora de Cristo, por María también logramos más fácil­mente aquella vida cuya fuente e inicio es Cristo.







María Santísima es nuestra Madre

¡Cuántos dones excelsos y por cuántos motivos desea esta santísima Madre proporcionárnoslos, con tal que tengamos una pequeña esperanza, y cuan grandes logros seguirán a nuestra esperanza!



¿No es María Madre de Cristo? Por tanto, tam­bién es madre nuestra. Pues cada uno debe estar convencido de que Jesús, el Verbo que se hizo carne, es también el salvador del género humano. Y en cuanto Dios-Hombre, fue dotado, como todos los hombres, de un cuerpo concreto; en cuanto restau­rador de nuestro linaje, tiene un cuerpo espiritual, al que se llama místico, que es la sociedad de quie­nes creen en Cristo. Siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo 7. Por consiguiente, la Virgen no concibió tan solo al Hijo de Dios para que se hiciera hombre tomando de ella la naturaleza humana, sino también para que, a través de la naturaleza toma­da de ella, se convirtiera en salvador de los mortales. Por eso el Ángel dijo a los pastores: Os ha nacido hoy el Salvador, que es el Señor Cristo 8 . Por tanto en ese uno y mismo seno de su castísima Madre Cristo tomó carne y al mismo tiempo unió a esa carne su cuerpo espiritual compuesto efectivamente por todos aquellos que habían de creer en El. De manera que cuando María tenía en su vientre al Sal­vador puede decirse que gestaba también a todos aquellos cuya vida estaba contenida en la vida del Salvador. Así pues, todos cuantos estamos unidos con Cristo y los que, como dice el Apóstol, somos miembros de su cuerpo, partícipes de su carne y de sus huesos 9, hemos salido del vientre de María, como partes del cuerpo que permanece unido a la cabeza. De donde, de un modo ciertamente espiritual y místico, también nosotros nos llamamos hijos de María y ella es la madre de todos nosotros. Madre en espíritu… pero evidentemente madre de los miembros de Cristo que somos nosotros 10. En efec­to, si la bienaventurada Virgen es al mismo tiempo Madre de Dios y de los hombres ¿quién es capaz de dudar de que ella procurará con todas sus fuerzas que Cristo, cabeza del cuerpo de la Iglesia 11, infunda en nosotros, sus miembros, todos sus dones, y en primer lugar que le conozcamos y que vivamos por él? 12.







María, corredentora

A todo esto hay que añadir, en alabanzas de la santísima Madre de Dios, no solamente el haber proporcionado, al Dios Unigénito que iba a nacer con miembros humanos, la materia de su carne 13 con la que se lograría una hostia admirable para la salvación de los hombres; sino también el papel de custodiar y alimentar esa hostia e incluso, en el momento oportuno, colocarla ante el ara. De ahí que nunca son separables el tenor de la vida y de los trabajos de la Madre y del Hijo, de manera que igualmente recaen en uno y otro las palabras del Profeta 14: mi vida transcurrió en dolor y entre gemidos mis años. Efectivamente cuando llegó la última hora del Hijo, estaba en pie junto a la cruz de Jesús, su Madre, no limitándose a contemplar el cruel espectáculo, sino gozándose de que su Unigé­nito se inmolara para la salvación del género hu­mano, y tanto se compadeció que, si hubiera sido posible, ella misma habría soportado gustosísima todos los tormentos que padeció su Hijo 15.



Y por esta comunión de voluntad y de dolores en­tre María y Cristo, ella mereció convertirse con toda dignidad en reparadora del orbe perdido 16, y por tanto en dispensadora de todos los bienes que Jesús nos ganó con su muerte y con su sangre.



Cierto que no queremos negar que la erogación de estos bienes corresponde por exclusivo y propio derecho a Cristo; puesto que se nos han originado a partir de su muerte y El por su propio poder es el mediador entre Dios y los hombres. Sin embargo, por esa comunión, de la que ya hemos hablado, de dolores y bienes de la Madre con el Hijo, se le ha concedido a la Virgen augusta ser poderosísima me­diadora y conciliadora de todo el orbe de la tierra ante su Hijo Unigénito 17. Así pues, la fuente es Cris­to y de su plenitud todos hemos recibido 18; por quien el cuerpo, trabado y unido por todos los liga­mentos que lo nutren… va obrando su crecimiento en orden a su conformación en la caridad 19. A su vez María, como señala Bernardo, es el acueducto 20; o también el cuello, a través del cual el cuerpo se une con la cabeza y la cabeza envía al cuerpo la fuerza y las ideas. Pues ella es el cuello de nuestra Cabeza, a través del cuál se transmiten a su cuerpo místico todos los dones espirituales 21. Así pues es evidente que lejos de nosotros está el atribuir a la Madre de Dios el poder de producir eficazmente la gracia sobrenatural, que es exclusivamente de Dios. Ella, sin embargo, al aventajar a todos en santidad y en unión con Cristo y al ser llamada por Cristo a la obra de la salvación de los hombres, nos merece de congruo, como se dice, lo que Cristo mereció de condigno y es Ella ministro principal en la concesión de gracias. Cristo está sentado a la derecha de la majestad en los cielos 22; María a su vez está como reina a su derecha, refugio segurísimo de todos los que están en peligro y fidelísima auxiliadora, de modo que nada hay que temer y por nada desesperar con ella como guía, bajo su auspicio, con ella como propiciadora y protectora 23.



Con estos presupuestos, volvemos a nuestro pro­pósito: ¿a quién le parecerá que no tenemos dere­cho a afirmar que María, que desde la casa de Nazaret hasta el lugar de la Calavera estuvo acompañan­do a Jesús, que conoció los secretos de su corazón como nadie y que administra los tesoros de sus mé­ritos con derecho, por así decir, materno, es el ma­yor y el más seguro apoyo para conocer y amar a Cristo? Esto es comprobable por la dolorosa situa­ción de quienes, engañados por el demonio o por doctrinas falsas, pretenden poder prescindir de la intercesión de la Virgen. ¡Desgraciados infelices! Traman prescindir de la Virgen para honrar a Cris­to: e ignoran que no es posible encontrar al niño sino con María, su Madre.







La devoción a la Virgen nos tiene que acercar a la santidad

Siendo esto así, Venerables Hermanos, queremos detener nuestra mirada en las solemnidades que se preparan en todas partes en honor de Santa María, Inmaculada desde su origen. Y ciertamente ningún honor es más deseado por María, ninguno más agra­dable que el que nosotros conozcamos bien a Jesús y le amemos. Haya por tanto celebraciones de los fieles en los templos, haya aparato de fiestas, haya regocijos en las ciudades; todos estos medios con­tribuyen no poco a encender la piedad. Pero si a ellos no se une la voluntad interior, tendremos sim­plemente formas que no serán más que un simula­cro de religión. Y al verlas, la Virgen, como justa reprensión, empleará con nosotros las palabras de Cristo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí 24.



En definitiva, es auténtica la piedad hacia la Ma­dre de Dios cuando nace del alma; y en este punto no tiene valor ni utilidad alguna la acción corporal, si está separada de la actitud del espíritu. Actitud que necesariamente se refiere a la obediencia ren­dida a los mandamientos del Hijo divino de María. Pues si sólo es amor verdadero el que es capaz de unir las voluntades, es conveniente que nuestra vo­luntad y la de su santísima Madre se unan en el ser­vicio a Cristo Señor. Lo que la Virgen prudentísima decía a los siervos en las bodas de Caná, eso mismo nos dice a nosotros: Haced lo que El os diga 25. Y lo que Cristo dice es: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos 26.



Por eso, cada uno debe estar persuadido de que, si la piedad que declara hacia la Santísima Virgen no le aparta del pecado o no le estimula a la deci­sión de enmendar las malas costumbres, su piedad es artificial y falsa, por cuanto carece de su fruto propio y genuino.



Si alguno pareciera necesitar confirmación de todo esto, puede fácilmente encontrarla en el dogma de la inmaculada concepción de la Madre de Dios.



Pues, dejando a un lado la tradición católica, que es fuente de verdad como la Sagrada Escritura, ¿cómo ha aparecido en todo tiempo esa creencia de la Inmaculada Concepción de la Virgen, tan de acuerdo con el sentido cristiano que podía tenerse como depo­sitada e innata en las almas de los fieles? Rechaza­mos -así explicó brillantemente Dionisio el Car­tujano la causa de ésto-, rechazamos creer que la mujer que había de pisar la cabeza de la serpiente, haya sido pisada por ella en algún mo­mento y que la Madre del Señor haya sido hija del diablo 27. Es evidente que no podía caber en la men­te del pueblo cristiano que la carne de Cristo, santa, impoluta e inocente hubiera sido oscurecida en el vientre de la Virgen por una carne en la que, ni por un instante, hubiera estado introducido el pecado. Y esto ¿por qué, sino porque el pecado y Dios están separados por una oposición infinita? De ahí que con razón por todas partes los pueblos católicos han estado siempre persuadidos de que el Hijo de Dios, con vistas a que, asumiendo la naturaleza humana, nos iba a lavar de nuestros pecados con su sangre, por singular gracia y privilegio, preservó inmune a su Madre la Virgen de toda mancha de pecado ori­ginal, ya desde el primer instante de su concepción. Y Dios aborrece tanto cualquier pecado, que no sólo no consintió que la futura Madre de su Hijo experimentara ninguna mancha recibida por propia vo­luntad; sino que, por privilegio singularísimo, aten­diendo a los méritos de Cristo, incluso la libró de la mancha con la que estamos marcados, como por una mala herencia, todos los hijos de Adán. ¿Quién puede dudar de que el primer deber que se propone a quien pretende obsequiar a María es la enmienda de sus costumbres viciosas y corrompidas, y el do­minio de los deseos que impulsan a lo prohibido?







Imitar a María

Y, por otra parte, si uno quiere -nadie debe dejar de quererlo- que su piedad a la Virgen sea justa y consecuente, es necesario avanzar más y procurar con esfuerzo imitar su ejemplo.



Es ley divina que quienes desean lograr la eterna bienaventuranza experimenten en sí mismos, por imitación de Cristo, Su paciencia y Su santidad. Porque a los que de antes conoció, a esos los pre­destinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos her­manos 28. Pero puesto que nuestra debilidad es tal que fácilmente nos asustamos ante la grandeza de tan gran modelo, el poder providente de Dios nos ha propuesto otro modelo que, estando todo lo cer­cano a Cristo que permite la naturaleza humana, se adapta con más propiedad a nuestra limitación. Y ese modelo no es otro que la Madre de Dios. María fue tal -dice a este respecto San Ambrosio- que su vida es modelo para todos. De lo cual él mismo deduce correctamente: Así pues, sea para vosotros la vida de María como el modelo de la virginidad. En ella, como en un espejo, resplandece la imagen de la castidad y el modelo de la virtud 29.







La fe, la esperanza y la caridad de la Santísima Virgen

Y aunque es conveniente que los hijos no pasen por alto nada digno de alabanza de su santísima Madre sin imitarlo, deseamos que los fieles imiten sobre todas, aquellas virtudes suyas que son las principales y como los nervios y las articulaciones de la sabiduría cristiana: nos referimos a la fe, a la esperanza, y a la caridad con Dios y con los hom­bres. Aunque ningún instante de la vida de la Vir­gen careció del resplandor de estas virtudes, sin em­bargo sobresalieron en ese momento en que estuvo presente a la muerte de su Hijo.



Jesús es conducido a la cruz y se le reprocha en­tre maldiciones que se ha hecho hijo de Dios 30. Pero ella reconoce y rinde culto constantemente en El a la divinidad. Deposita en el sepulcro al cuerpo muerto y sin embargo no duda de que resucitará. La caridad inconmovible con la que vibra respecto a Dios la convierte en partícipe y compañera de los padecimientos de Cristo. Y con él, como olvidada de su dolor, pide perdón para sus verdugos, aunque éstos obstinadamente exclaman: Caiga su sangre so­bre nosotros y sobre nuestros hijos 31.



Mas, para que no parezca que hemos dejado el análisis de la concepción inmaculada de la Virgen, que es la razón de Nuestra carta, ¡qué gran ayuda y qué apropiada la de este dogma para mantener y cultivar fielmente estas mismas virtudes!







Nuestra fe

Efectivamente, ¿qué fundamentos a la fe ponen estos osados que esparcen tantos errores por do­quier, con los que la fe misma queda vacilante en muchos? Niegan en primer lugar que el hombre haya caído en pecado y que en algún tiempo haya permanecido derrocado de su situación. De ahí que interpreten el pecado original y los males que de él surgieron como una ficción mentirosa; para ellos la humanidad está corrompida en su origen y toda la naturaleza humana está viciada; así es como se in­trodujo el mal entre los mortales y fue impuesta la necesidad de una reparación. Con estos presupues­tos, es fácil imaginar que no hay ningún lugar para Cristo ni para la Iglesia ni para la gracia ni para ningún orden que trascienda a la naturaleza; con una sola palabra se desploma radicalmente todo el edificio de la fe.



Pero si las gentes creen y confiesan que la Vir­gen María, desde el primer momento de su concep­ción, estuvo inmune de todo pecado, entonces tam­bién es necesario que admitan el pecado original, la reparación de la humanidad por medio de Cristo, el evangelio, la Iglesia, en fin la misma ley de la repa­ración. Con todo ello desaparece y se corta de raíz cualquier tipo de racionalismo y de materialismo y se mantiene intacta la sabiduría cristiana en la cus­todia y defensa de la verdad. A esto se añade la actividad común a todos los enemigos de la fe, sobre todo en este momento, para desarraigar más fácilmente la fe de las almas: rechazan, y proclaman que debe rechazarse, la obe­diencia reverente a la autoridad no sólo de la Igle­sia sino de cualquier poder civil. De aquí surge el anarquismo: nada más funesto y más nocivo tanto para el orden natural como para el sobrenatural. Por supuesto este azote, funestísimo tanto para la sociedad civil como para la cristiandad, también destruye el dogma de la inmaculada concepción de la Madre de Dios; porque con él nos obligamos a atribuir a la Iglesia tal poder que es necesario so­meterle no solamente la voluntad, sino también la inteligencia; así, por esta sujeción de la razón el pueblo cristiano canta a la Madre de Dios: Toda hermosa eres María y no hay en ti pecado original 32. Y así se logra el que la Iglesia diga merecidamente a la Virgen soberana que ella sola hizo desaparecer todas las herejías del mundo universo.







Nuestra esperanza

Y si la fe, como dice el Apóstol, no es otra cosa que la garantía de lo que se espera 33, cualquiera comprenderá fácilmente que con la concepción in­maculada de la Virgen se confirma la fe y al mismo tiempo se alienta nuestra esperanza. Y esto sobre todo porque la Virgen desconoció el pecado original, en virtud de que iba a ser Madre de Cristo; y fue Madre de Cristo para devolvernos la esperanza de los bienes eternos.







Nuestra caridad

Dejando a un lado ahora el amor a Dios, ¿quién, con la contemplación de la Virgen Inmaculada, no se siente movido a observar fielmente el precepto que Jesús hizo suyo por antonomasia: que nos que­ramos unos a otros como él nos amó?



Una señal grande, así describe el apóstol Juan la visión que le fue enviada por Dios, una señal grande apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una co­rona de doce estrellas 34. Nadie ignora que aquella mujer simbolizaba a la Virgen María que, sin dejar de serlo, dio a luz nuestra cabeza. Y sigue el Após­tol: Y estando encinta, gritaba con los dolores del parto y las ansias de parir 35. Así pues, Juan vio a la Santísima Madre de Dios gozando ya de la eterna bienaventuranza y sin embargo con las ansias de un misterioso parto. ¿De qué parto? Sin duda del nues­tro, porque nosotros, detenidos todavía en el destierro, tenemos que ser aún engendrados a la perfecta caridad de Dios y la felicidad eterna. Los trabajos de la parturienta indican interés y amor; con ellos la Virgen, desde su trono celestial, vigila y procura con su asidua oración que se engrose el número de los elegidos.



Deseamos ardientemente que todos cuantos se llaman cristianos se esfuercen por lograr esta mis­ma caridad, sobre todo aprovechando de estas so­lemnes celebraciones de la inmaculada concepción de la Madre de Dios. ¡Con qué acritud, con qué vio­lencia se combate a Cristo y a la santísima religión por El fundada! Se está poniendo a muchos en peli­gro de que se aparten de la fe, arrastrados por erro­res que les engañan: Así pues, quien piensa que se mantiene en pie, mire no caiga 36. Y al mismo tiem­po pidan todos a Dios con ruegos y peticiones hu­mildes que, por la intercesión de la Madre, vuelvan los que se han apartado de la verdad. Sabemos por experiencia que tal oración, nacida de la caridad y apoyada por la imploración a la Virgen santa, nun­ca ha sido inútil. Ciertamente en ningún momento, ni siquiera en el futuro, se dejará de atacar a la Iglesia: pues es preciso que haya escisiones a fin de que se destaquen los de probada virtud entre vos­otros 37. Pero nunca dejará la Virgen en persona de asistir a nuestros problemas, por difíciles que sean, y de proseguir la lucha que comenzó a mantener ya desde su concepción, de manera que se pueda repe­tir cada día: Hoy ella ha pisado la cabeza de la ser­piente antigua 38.







Concesión solemne del jubileo

Para que los bienes de las gracias celestiales, más abundantes que de ordinario, nos ayuden a unir la imitación de la santísima Virgen con los honores que le tributaremos con mayor generosidad a lo largo de todo este año; y para lograr así más fácil­mente el propósito de instaurar todas las cosas en Cristo, siguiendo el ejemplo de nuestros Anteceso­res al comienzo de sus Pontificados, hemos decidi­do impartir al orbe católico una indulgencia extra­ordinaria, a modo de Jubileo.



Por lo cual, confiando en la misericordia de Dios omnipotente y en la autoridad de los Santos Após­toles Pedro y Pablo, por la potestad de atar y des­atar que a Nos, aunque indignos, nos ha conferido el Señor, concedemos e impartimos indulgencia ple­nísima de todos los pecados: a todos y cada uno de los fieles cristianos de uno y otro sexo que viven en esta Nuestra ciudad o vengan a ella y que visiten por tres veces una de las cuatro basílicas patriarca­les desde el Primer Domingo de Cuaresma, es decir desde el día 21 de febrero hasta el día 2 de junio inclusive, solemnidad del Santísimo Corpus Christi, con tal que allí durante un rato dirijan su piadosa oración a Dios según nuestra mente por la libertad y exaltación de la Iglesia católica y de esta Sede Apostólica, por la extirpación de las herejías y la conversión de todos los equivocados, por la concor­dia de los Príncipes cristianos y por la paz y la uni­dad de todo el pueblo fiel; y que, por una vez, den­tro del tiempo antedicho, ayunen, utilizando sólo los alimentos apropiados, fuera de los días no com­prendidos en el indulto de la Cuaresma; y que una vez confesados sus pecados, reciban el santísimo sa­cramento de la Eucaristía. Lo mismo concedemos a todos los que viven en cualquier parte, fuera de la citada Urbe, y visiten por tres veces la Iglesia Catedral, si allí existe, la parroquial o, si falta la parro­quial, la iglesia principal dentro del plazo antedicho o en el plazo de tres meses -aunque no sean se­guidos- a designar por el criterio de los ordinarios teniendo en cuenta la comodidad de los fieles y siempre antes del ocho de diciembre, con tal de que cumplan con devoción los requisitos antes enume­rados. Admitimos además que esta indulgencia, que debe lucrarse solamente una vez, pueda aplicarse a modo de sufragio y sea válida para las almas que unidas a Dios por la caridad salgan de esta vida.
Concedemos también que puedan conseguir la misma indulgencia los navegantes y los viajeros en cuanto lleguen a sus domicilios siempre que cum­plan las obras arriba citadas.
Y damos potestad a los confesores aprobados de hecho por los propios Ordinarios para que puedan conmutar las antedichas obras por Nos prescritas por otras obras piadosas a los Regulares de uno y otro sexo y a todos aquellos otros que no puedan ponerlas en práctica, también con la facultad de dis­pensar de la comunión a los niños que todavía no ha­yan sido admitidos a recibirla.
Además concedemos a todos y cada uno de los fieles cristianos, tanto laicos como eclesiásticos se­culares o regulares de cualquier orden o instituto, aunque deba ser nombrado de un modo especial, li­cencia y facultad para que a este efecto puedan es­coger a cualquier presbítero tanto regular como secular de entre los aprobados de hecho (de esta fa­cultad también pueden hacer uso las monjas no­vicias y otras mujeres que vivan dentro del claustro, con tal que el confesor esté aprobado para las mon­jas) para que los pueda absolver -a todos aquellos o aquellas que en el infradicho espacio de tiempo se acerquen a confesarse con él con intención de con­seguir el presente Jubileo y de cumplir con todas las demás obras necesarias para lucrarlo, por esa sola vez y en el fuero de la conciencia-, de las sen­tencias eclesiásticas o censuras a iure o ab homine, latæ o ya infligidas por cualquier causa. También de las reservadas a los Ordinarios de los lugares y a Nos o a la Sede Apostólica y de las reservadas a cualquiera, también las reservadas de especial modo al Sumo Pontífice y a la Sede Apostólica y de todos los pecados y excesos, incluso los reservados a los mismos Ordinarios y a Nos y a la Sede Apostólica, después de imponer una penitencia saludable y las demás medidas de derecho y, si se trata de una he­rejía, después de la abjuración y de la retractación de los errores, como es de derecho. Asimismo podrá conmutar cualquier tipo de votos, incluso los he­chos con juramento y reservados a la Sede Apostó­lica -excepto los de castidad, religión y obligación que haya sido aceptada por un tercero- por otras obras piadosas y saludables. Y podrá del mismo modo dispensar, cuando se trate de penitentes cons­tituidos en las órdenes sagradas, incluso regulares, de irregularidad oculta para el ejercicio de esas ór­denes o para la consecución de órdenes superiores, solamente cuando esté contraída por violación de censuras.

No pretendemos por la presente dispensar de cualquier otra irregularidad por delito o por defec­to, pública u oculta o de otra incapacidad o inhabi­lidad, cualquiera que haya sido el modo de con­traerla; ni tampoco derogar la constitución y sub­siguientes declaraciones publicadas por Benedic­to XIV y que empieza: Sacramentum pœnitentiæ. Ni, por último, puede ni debe esta carta favorecer en modo alguno a aquellos que nominalmente por Nos y la Sede Apostólica o por algún Prelado, o por un Juez eclesiástico hayan sido excomulgados, suspen­didos, declarados en entredicho o hayan caído en otras sentencias o censuras o hayan sido denuncia­dos, a no ser que hayan satisfecho dentro del tiem­po fijado y, cuando sea preciso, se hayan puesto de acuerdo con la otra parteA todo esto Nos es grato añadir que deseamos y concedemos que permanezca, también en este tiem­po de Jubileo, íntegro para cualquiera el privilegio de lucrar todas las indulgencias, sin exceptuar las plenarias, han sido concedidas por Nos o por Nuestros Antecesores.

Imploramos de nuevo la intercesión de la Virgen Inmaculada

Ponemos fin a esta carta, Venerables Hermanos, expresando de nuevo una gran esperanza, que efec­tivamente nos impulsa: ojalá por la concesión de este medio extraordinario del Jubileo, bajo los aus­picios de la Virgen Inmaculada, muchos de los que desgraciadamente están separados de Jesucristo vuelvan a El, y florezca de nuevo en el pueblo cris­tiano el amor a las virtudes y el gusto por la pie­dad. Hace cincuenta años, cuando nuestro antece­sor Pío declaró que la fe católica debía mantener que la bienaventurada Madre de Cristo había des­conocido el pecado desde su origen, pareció, como ya hemos dicho, que una gran cantidad de gracias celestiales se derramó sobre la tierra. Y, una vez ro­bustecida la esperanza en la Virgen Madre de Dios, por todas partes se produjo un gran acercamiento a la vieja religiosidad de las naciones. ¿Qué impide pues el que esperemos cosas más grandes para el futuro? Es claro que hemos llegado a un momento funesto, de modo que con razón podríamos quejar­nos con las palabras del profeta: Porque no hay en la tierra verdad, ni misericordia ni conocimiento de Dios. Han inundado la tierra el perjurio, la mentira, el homicidio, el hurto y el adulterio 39. Sin embargo, en medio de este diluvio de males, como un arco iris, se presenta a nuestros ojos la Virgen clementí­sima, como un árbitro par firmar la paz entre Dios y los hombres. Pondré un arco en las nubes para señal de mi pacto con la tierra 40. Aunque se recru­dezca la tempestad y la negra noche se enseñoree del cielo, nadie se desconcierte. A la vista de María, Dios se aplacará y perdonará. Estará el arco en las nubes y yo le veré y me acordaré de mi pacto eter­no 41. Y no volverán más las aguas del diluvio a des­truir toda la tierra 42. Si, como es justo, confiamos en María, sobre todo ahora que vamos a celebrar con mayor interés su concepción inmaculada, en­tonces sentiremos también que ella es Virgen pode­rosísima que aplastó con pie virginal la cabeza de la serpiente 43.

Como prenda de estos bienes, Venerables Herma­nos, con todo cariño impartimos en el Señor la ben­dición Apostólica a vosotros y a vuestros pueblos.



Dado en Roma junto a San Pedro, el día 2 de febrero de 1904, primer año de Nuestro Pontificado.







PÍO PAPA X





1 Jr 8, 15.



2 Is 14, 1.



3 Is 14, 5.7.



4 Lc 1, 45.



5 S. León Magno, Sermón 2 de Nativ. Domini, c. 2.



6 Jn 17, 3.



7 Rm 12, 5.



8 Lc 2, 11.



9 Ef 5, 30.



10 S. Agustín, De S. Virginitate, c. 6.



11 Col 1, 18.



12 I Jn 4, 9.



13 S. Beda, L. 4, in Luc. XI.



14 Salmo 30, 11.



15S. Buenaventura, I Sent., d. 48, ad Litt., dub. 4.



16Eadmerio, De Excellentia Virg. Mariæ, c. 9.



17 Pío IX, Bula Ineffabilis.



18 Jn I, 16.



19 Ef 4, 16.



20Sermón de temp., in Nativ. B.V. de Aquæductu, n. 4.



21S. Bernardino, Quadrag. De Evangelio æterno, Serm. X, a. 3, c. 3.



22 Heb 1, 3.



23 Pío IX, Bula Ineffabilis.



24 Mt 15, 8.



25 Jn 2, 5.



26 Mt 19, 17.



27 5 Sent. d. 3, q. 1.



28 Rm 8, 29.



29 De Virginib., L. 2, c. 2.



30 Jn 19. 7.



31 Mt 27, 25.



32 Gradual de la Misa de la Inmaculada.



33 Hb 11, 1.


34 Ap 12, 1.

35 Ap 12, 2.



No hay comentarios:

Publicar un comentario